Parado sobre un solo pie, con las manos en el borde del cajón, parecía un pájaro. Lágrimas transparentes mojaban el espeso bigote entrecano. Cada tanto, una mano compasiva tocaba su hombro y Roberto asentía agradecido.
Sus ojos escaparon de la cara de la muerta para seguir el vuelo de una mosca que insistía en apoyarse en la nariz de la pobre Marta.
- Era una santa - repetía una y otra vez.
- Era una santa - asentía Elbita entre llantos y suspiros.
Elbita había sido la mejor amiga de Marta. En su afán de vestirse y peinarse del mismo modo parecían hermanas.
Ella no podía entender el apuro de Marta cruzando la avenida con la luz roja. Roberto se hacía la misma pregunta.
Marta caminaba una hora por el parque y después tomaba el té con su amiga. Volvía a la casa temprano para preparar la cena. Seguramente se distrajo pensando en Elbita, imaginó Roberto. También, ese novio eterno que había desaparecido de la noche a la mañana dejándole sólo una carta de despedida.
Roberto miró a la muerta, después de tantos años de matrimonio su mujer era como parte de él.. Qué decía, era como él mismo. Ahora la muerte había borrado las arrugas de Marta, esas arrugas que tanto la preocupaban.
Elbita se acercó, acarició la mortaja conteniendo el llanto y le dijo con esa voz tan suave, que a él le parecía demasiado melosa.
- Era una santa. ¿No es verdad Roberto?
Él asintió sin mirarla.
- Roberto, te olvidaste de sacarle la alianza.
- ¿Te parece Elbita?
- ¿ Para qué quieren alianza los muertos?- dijo ella frunciendo la nariz.
- Pero era el anillo de nuestro compromiso - contestó él acongojado.
- Desgraciadamente, ella cruzó con la luz roja, ya no le sirve - dijo ella con firmeza.
El levantó la cabeza y la miró a los ojos. Nunca se había dado cuenta que Elbita tenía los ojos castaños. Pero de un color tan especial.
- A Marta le hubiese gustado que vos lo guardaras - dijo ella mientras se alejaba.
Tenían pocos parientes, sólo estaba la tía Catalina y los padres de Elbita. Pocos vecinos se habían enterado. Cada tanto, llegaba alguno para darle el pésame.
- Se mueren los buenos - dijo el padre de Elbita.- El desgraciado que abandonó a mi hija seguro que goza de buena salud.
- Al oír mencionar a su novio, Elbita y la madre se abrazaron.
- No sé que va a hacer este hombre - dijo la tía Catalina. - Siempre fue un poco abombado. Ni siquiera se sabe buscar un par de medias. La pobre Marta se ocupaba de todo. La pobre, seguro que venía apurada por prepararle la cena. Como él es tan exigente.
- Ya se va a arreglar. Lo único que no se arregla es la muerte - respondió la madre de Elbita.
La amiga inconsolable sirvió café. Después de las doce, la tía Catalina y los padres de Elbita se retiraron a descansar. Los compañeros de oficina vinieron a acompañarlo, pero después de un rato se fueron yendo. Roberto no quiso dejar ni un momento su lugar junto al cajón.
Una palmadita en el hombro, un abrazo, y poco a poco la sala quedó vacía.
A Elbita le dolían los pies. Esos tacos tan altos la estaban matando. Pero no iba a permitirse parecer una enana, mucho menos en el velorio de su mejor amiga. Tenía un poco de frío. Fue al baño, se colocó un saquito celeste y un pañuelo en el cuello. Al mirarse en el espejo se vio deslucida. Sacó de la cartera un poco de color, y se pintó las mejillas y los labios con un tono rosado. Retocó sus ojos con un lápiz negro. Ya parecía otra persona. El pantalón azul destacaba su cuerpo armonioso. Aunque sufriera horrores por causa de sus zapatos, ahora era casi tan alta como Marta. Siempre le había envidiado esa altura que la hacía parecer una modelo. Mirá que cruzar con la luz roja, pensó mientras cerraba la puerta.
Se sentó en un sillón de pana gris, pero la vista de ese pobre hombre abatido la enterneció. Mejor le iba a preparar un cafecito.
- ¿Querés un café Chuchi - Marta siempre lo llamaba de ese modo. Quiso consolarlo llamándolo así. Roberto sintió el cálido apodo y asintió.
- Con poca azúcar- dijo por lo bajo.
Ella le sirvió el café y volvió a sentarse en el sillón de pana gris.
No lo sintieron entrar; la voz llegó antes que su presencia. En la habitación en penumbras, el hombre se acercó lentamente. No quiso llegar hasta el cajón. La muerte le daba mareos, temía desmayarse.
- No puedo creer que estés allí, nena. No te voy a poder olvidar nunca. Ninguna mujer va a poder llenar mis momentos como vos. Fuiste la amante perfecta, la amante de mis tardes. Petisa, no puedo creerlo, no puedo......
Roberto lo miró de reojo pero no pudo alcanzar su figura, había dejado caer su pie y ahora parecía un granadero.
Elbita abrió la boca y contuvo el aliento. Miró fijamente al hombre corpulento de pelo oscuro. Nunca lo había visto en el barrio.
- Adiós petisa - dijo el hombre a modo de saludo. Y sin que pudieran reaccionar se perdió detrás de la puerta vidriada.
Roberto se atragantó con el café, la taza bailoteó en el aire para caer sin piedad sobre la virginal mortaja. El estupor lo había atontado: ahora era un marido absurdo. No era por su cena que Marta volvía apurada. No era por él que Marta había cruzado con luz roja.
Elbita retiró la taza caída a un costado del cuerpo y trató de tapar la mancha con la puntilla de la mortaja. Después, forcejeando, retiró el anillo de la mano inmóvil de su amiga.
El la dejó hacer. Al momento también se sacó el anillo y lo guardó en su saco.
Roberto y Elbita se miraron.
- ¿ Por qué le habrá dicho petisa? - le preguntó él.
- ¿ Por qué le habrá dicho petisa? - respondió ella encogiendo los hombros.
Elbita se sentó en el sillón de pana gris y le hizo un gesto a Roberto para que la acompañara. Se sentaron en actitud de abandono. El pañuelo de ella estaba húmedo, él le prestó el suyo. Elbita se sonó con fuerza: como lo hacía Marta.
El hombre corpulento trastabilló al salir y se encontró de frente con el letrero dorado: “Marta Lafuente de Giles” ¿ Marta Lafuente de Giles? Bajó con premura el primer piso y se acercó a la mesa de informes. Tartamudeando, preguntó por el velatorio de Marisa Ríos.
- Señor, el velatorio es en la planta baja: Sala 1. Le informó el empleado mirándolo con recelo.
El hombre corpulento se acercó a la puerta de la sala 1, pero cuando iba a entrar se detuvo. Lo que quería decir ya estaba dicho. Total, los muertos eran todos iguales; pensó mientras salía rápidamente del velatorio.
Elbita le hizo un lugar en su hombro, y como un pájaro herido, Chuchi se apoyó en el hueco protector y fue quedándose dormido.
¿Por qué le habrá dicho petisa? volvió a preguntarse Elbita.
© Cecilia Vetti
Sobre la autora: Cecilia Vetti es argentina, vive en Banfield, Provincia de Buenos Aires. Ha ganado varios premios. El cuento "El velorio" integra una serie de cuentos publicados en el libro "La soga del tiempo", distinguido con la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores en el año 2002. |