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ARCHIVOS DEL SUR
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Cuentos, relatos y poemas |
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En esta edición número 18 Incluimos cuentos, relatos y poemas de autores europeos y latinoamericanos: Araceli Otamendi, Oscar Sipán Sanz, Juan Bouzada |
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Escenas de internet
Buenos Aires
(c)Araceli Otamendi
Escena 1
Estoy en un chat de un diario español. Es el verano de 2002, hace un calor de país del Caribe y en Argentina estamos viviendo cosas inauditas: corralito, violencia... Hace pocos días se casó Máxima Zorreguieta con el príncipe heredero del trono de Holanda. Me meto en el chat del diario, como dije antes, para leer qué dicen. Estoy siguiendo la conversación, hay varios internautas ¿debo llamarlos internautas? ¿chateros? La conversación general discurre acerca del casamiento del príncipe heredero del trono holandés con Máxima. Mucha gente de distintos países ha visto el casamiento por televisión y lo comentan. Hablan de la belleza de la argentina convertida en princesa, de lo rubia y bonita que es.
De pronto una mujer, tiene nick de mujer dice:(sic) las argentinas se creen que mean champagne. Me da risa y bronca al mismo tiempo. Le pregunto de qué país es, Filipinas, contesta, luego se va.
Escena 2
Estoy en un locutorio, un lugar que tiene computadoras y juegos de internet, uno de ellos es el counter strike. Muchos chicos juegan a ese juego, es un juego violento. Desde la computadora se dirige un objetivo, el juego consiste en una persecución. Varios jugadores interconectados pueden jugar el mismo juego. Yo estoy en una computadora, en internet, voy a enviar varios mails. Me cuesta más barato que pagar los pulsos de teléfono en casa. Llega un hombre, mejor dicho llegan dos hombres. Vienen equipados con celulares. Le preguntan algo al muchacho que atiende el lugar. Después uno de los hombres se pone a gritar por el celular. Me entero que habla con una radio . Dice: estamos en un local que tiene el juego counter strike, esto ya es una plaga. Hay varios chicos jugando. Va a haber que tomar medidas, este es un juego violento. También hay una señora, dice. Y otras personas, aclara. Cuando dice esto se acerca por detrás y mira la pantalla de mi computadora. De paso lee lo que estoy escribiendo. Me doy vuelta y lo miro, el hombre dice: la señora no está jugando al counter strike, está en internet. Estoy escribiendo mails digo. Está escribiendo algo, usa internet , repite por el micrófono. Entonces me incorporo y le digo: ¿está saliendo al aire? Quisiera decirle algo al conductor del programa. Me da el teléfono. Hola, hola me dice el conductor. ¿Cómo está? Yo estoy bien, quiero decirle que no estoy jugando porque no juego a estas cosas, estoy en internet porque me sale más barato aquí que usar internet en mi casa gastando pulsos telefónicos. ¿Conoce el counter strike? Me pregunta el conductor del programa. Sí, lo conozco pero ya le dije que no juego a esto. Juegan los chicos. Y usted ¿qué opina?, me dice el conductor, ¿qué opina de este juego? Es un juego violento, le digo. No me gusta, pero los chicos lo juegan. No son marcianos, me dice el conductor. No, no son marcianos, le digo. Los chicos vienen en grupos, directamente del colegio a jugar. El juego existe y los chicos lo quieren jugar.
Gracias, me despide el conductor. De nada, le digo, sólo quería aclarar las cosas.
Escena 3
Un locutorio telefónico del barrio de la Recoleta que también tiene computadoras con internet. Son las once de la mañana. Estoy escribiendo unos mails. De repente, en una computadora que ha quedado libre se instala un niño de unos seis o siete años que ha entrado con otro más grande, por lo menos de físico. El niño que aparenta tener seis o siete años quizás tenga nueve. Los dos niños tienen unas monedas y se las muestran al muchacho que atiende el locutorio. El muchacho le habilita al chico que aparenta tener seis o siete años la computadora al lado de la mía. El niño me mira, tiene los ojos negros grandes y redondos, pestañas largas, pelo también negro. En la mirada no hay casi ningún brillo. Es bajito y muy menudo. Está vestido con ropa muy gastada. Tiene carita de grande y un cigarrillo encendido entre dos dedos de la mano derecha. Desvía enseguida la mirada hacia la pantalla, busca un juego. En la puerta del locutorio hay otros dos chicos más, son más grandes que mi vecinito. El chiquito teclea un poco, empieza a jugar un juego mientras fuma y arroja el humo en bocanadas. Lo miro, me mira. Los ojos son enormes. Lo veo exhalar el humo, hace anillos. Hace mal fumar le digo. Me interroga con la mirada, me echa el humo en la cara, después gira la cabeza y clava los ojos en la pantalla. Hace mal fumar, insisto. Vuelve a chupar el cigarrillo y ahora exhala el humo como una provocación. Sigo escribiendo pero no puedo dejar de mirarlo. Me gustaría que me diera una oportunidad para hablarle. El sigue tecleando y fumando, mira obsesivamente la pantalla como si en esos minutos en que busca un juego por internet se hubiera olvidado del mundo. Los chicos que permanecen en la puerta, del lado de afuera, ahora hacen señas llamando a mi vecino de computadora y al otro que lo acompaña. El chico deja la computadora y junto con el otro chico corre hacia la puerta. Se van los cuatro corriendo por la avenida, los autos circulan veloces en dirección contraria, la gente camina rápido, casi no los ven.
© Araceli Otamendi- 2002
Días de azufre sin Elena
(c)Oscar Sipán Sanz (España)
“Somos nuestra memoria, somos ese
quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos”
Jorge Luis Borges
“La geografía del tiempo está surcada por caminos de memoria y grutas de olvido”
Carmen Martin Gaite
No hace un mes que se fue y la casa, al igual que yo, todavía parece confundida. Con las primeras luces del alba, he salido a pasear y a despedirme de las piedras, de los árboles que ya mudan la hoja y del Mediterráneo, respirando el aroma de su sal con los ojos entornados hasta impregnar la memoria y los pulmones. Hacía una mañana diáfana de cielos transparentes y el cambio de luz –tenue, suave, de color ámbar—anunciaba la obertura del otoño. En el horizonte, el milagro de las olas se repetía una y otra vez, en un orden universal, día tras día, perpetuándose en el tiempo y en la distancia con una cadencia de ritmo uniforme, proyectando colores y estados de ánimo sobre la curvatura del mar, siempre igual y siempre distinto. “No volveremos a vernos, viejo amigo”, le he susurrado con las manos en los bolsillos. Las gaviotas volaban anárquicamente en busca de despojos y el rompeolas silbaba entre dientes una espuma ligera y entrevelada, que se elevaba a gran altura para convertirse en nada. Sant Feliu de Guíxols despertaba poco a poco y la calma absoluta mutaba hacia el trabajo diario y la rutina. El fin del verano desnudaba las playas de la efervescencia de turistas sonrosados con sobrepeso, niños correteando entre una amalgama de toallas y sombrillas de colores, mujeres entregándose en sacrificio a un sol implacable y vendedores de refrescos sin afeitar empapados en sudor. El fin del verano le devolvía la cordura al paisaje.
Una cosa es cierta: el mar no suena igual desde que ella se marchó.
He regresado atajando por el abrupto sendero del acantilado, ascendiendo trabajosamente con la melancolía cogida de mi mano como un niño perdido. El sol se ha escondido momentáneamente tras unas nubes pasajeras. Un pescador, sosteniendo un cubo de plástico, la caña y los aparejos y tarareando la canción de moda, ha pasado en dirección contraria y no me ha devuelto el saludo. Una cuadrilla de temporeros trabajaba a un ritmo del demonio en un viñedo próximo. He atravesado el bosque de pinos pisando los charcos y he alcanzado Casa Montaner, mi hogar. Me he detenido un instante en el muro que rodea el jardín, deslizando las yemas de los dedos por los agujeros de bala –pequeños círculos hundidos en la piedra caliza como hormigueros deshabitados de la guerra civil—de los fusilados de uno y otro bando; al levantar la vieja carretera, encontraron en una fosa común noventa cuerpos sin nombre. Luego, he cruzado la verja del jardín, que últimamente chirría como la pena de una novicia despechada, y he visitado la tumba de nuestros perros, “Dalí” y “Gala”, dos pastores belgas enterrados hace décadas bajo el sauce llorón. Estirando la memoria, les he recordado de cachorros, blandos y juguetones, con tal intensidad que me ha parecido sentirlos dando saltos a mi alrededor, con el hocico húmedo, los ojos alegres y el pelo negro erizado.
El grito de la cafetera me ha arrancado de mis pensamientos. Casa Montaner sigue empapada de ella. Su olor y su risa no han cicatrizado entre los muros en los que fuimos tan felices. Los cimientos se retuercen, guardando un luto invisible, las paredes jalean su nombre, el tejado, ulcerado y vencido por la tristeza, desea venirse abajo y los recuerdos lo cubren todo, como una espesa niebla en mitad del océano. Cincuenta años habitando una casa generan ciertos lazos invisibles y emocionales que van minando tu cordura. Son tus propios fantasmas los que van formando puzzles con los momentos de cariño y de odio, de esperanza y desilusión, y desatan una horrible sensación de infelicidad, de tristeza austral, de frío. La casa sin ella es una cadena perpetua, un embarazo no deseado, un purgatorio que, irremediablemente, lleva a la locura o al suicidio. Por eso debo marcharme.
Las maletas esperan sobre la cama de matrimonio. Recorro la casa deteniéndome en cada habitación, como el que se despide de una vieja amiga en la estación de un tren, posando la mirada en estanterías pobladas de muñecos de cerámica, cómodas bañadas de polvo, litografías de pintores afines, librerías ordenadas mil veces por Elena y desordenadas por mí, la terraza donde tomaba el sol desnuda, como una musa de Gustav Klimt, una mecedora comprada en Estambul, una alfombra con forma de pez, la despensa con sus conservas de tomate, sus mermeladas de mora y melocotón siempre con un exceso de azúcar... el más ínfimo detalle desata una tempestad de recuerdos que paralizan el presente y niegan el futuro. En cada objeto, su imagen reverbera en mi cabeza como una oración. Me duele su ausencia con un dolor sordo y profundo. En el estudio, un cuadro inacabado descansa en el caballete de madera. La pintura, ya seca, suplica entre bastidores un último esfuerzo, cinco sesiones de trabajo. El cuadro nunca verá su fin. Al morir Elena, arrastró en su caída mi pasión por la pintura. He perdido la obsesión más fuerte de mi vida. No volveré a pintar, ésa es la verdad, y es una decisión irrevocable. Ya no puedo pintar.
No llevo mucho equipaje. Bajo las escaleras lentamente, llevando las dos maletas de piel y una sensación intensa de vacío, un reflujo de pesar que me acompaña desde el entierro, hoy hace un mes; ahora Elena forma parte del mundo mineral y eso es algo que no puedo entender. Una revisión periódica se convirtió en una derrota rápida contra el cáncer. Una vez detectado, el proceso fue imparable. Enfermedad terminal. Metástasis. Cáncer extendido. En tres semanas se consumió como una vela en un camarote. El odio hacia algo o hacia alguien me ha perseguido por haber contemplado su rostro violado por la enfermedad, su piel macilenta y su voz quebrada por la impotencia pidiéndome que saliera adelante, que viviera, que improvisara. Pero, ¿cómo? Nadie está preparado para el ocaso. Regresé de su entierro con la soledad adherida a la piel, esperando encontrar un refugio o un salvavidas al que agarrarme, la tibieza de la costumbre, y la casa me acogió con un silencio ensordecedor. Por primera vez, me sentí viejo y sin ambición de vivir.
Ya no estoy enfadado, ya no siento odio: no sirve de nada encolerizarse con un Dios del que no se tiene certeza de su existencia.
Ayer, al anochecer, quemé nuestros álbumes de fotos en la playa, fotografía por fotografía, alimentando una hoguera con sus recuerdos, borrando las huellas de una vida en común que ya sólo es cenizas de olvido sobre la arena blanca. El fuego engullía los recuerdos como el tiempo engulle la belleza, con glotonería, deshaciendo momentos inolvidables con la fuerza purificadora de la destrucción. Lloré mucho al verte retratada bajo la luna llena: echo de menos tus faldas largas, el incendio de tus pecas y tus bromas de domingo por la tarde. Lo echo de menos con una intensidad desgarradora. Sonreí largamente con nuestra primera fotografía, el día que nos conocimos. Por aquel entonces yo vivía en Barcelona y trabajaba en una imprenta del Barrio de Gracia. Toda mi familia había muerto en la guerra (o por lo menos eso creía) y pasaba las tardes pintando y discutiendo en los cafés con artistas consagrados sin talento y estilistas del régimen y las noches durmiendo en la Pensión Maravillas, un microcosmos de gente extraña y fascinante del Barrio Gótico. Manuel, compañero del trabajo, me invitó a pasar el fin de semana a su casa en Sant Feliu de Guíxols. Eran las fiestas mayores y los vecinos, llevando consigo tortas de anís y magdalenas caseras en cestas redondas tapadas por paños blancos, salían a esperar en la entrada del pueblo al autobús que traía la banda de músicos. Los músicos llegaban con la ropa de fiesta, orgullosos, el pelo echado hacia atrás, afeitados con destreza, y eran recibidos de forma familiar y cariñosa, como hijos pródigos que regresan al hogar tras cumplir su penitencia. Recuerdo sus caras satisfechas, el aire condescendiente y las fundas de sus instrumentos bajo el brazo. Los feos se comportaban como galanes de cine y los agraciados como auténticos hijos de puta de clase alta acostumbrados a enhebrar mujeres en la primera cita. La fiesta mayor era una tregua popular en la que los pecados, las acciones y las rencillas anteriores quedaban exculpadas de forma sistemática y donde los roles y las clases sociales se difuminaban por unos días. El primer baile se extendía desde las siete y media de la tarde hasta las diez de la noche y asistía todo el mundo: niños y viejos, solteros y casados, violentos y pacíficos, cuerdos y locos. La felicidad tomaba forma en la plaza decorada con guirnaldas de papel y farolillos con vela. Luego, las familias pudientes sentaban a cenar en sus mesas a los músicos o pagaban la manutención en otras más humildes. Nuestro músico --un saxofonista de boca torcida que caminaba como un viejo caballo percherón y olía a nata agria—nos contó durante la cena que esperaba ser tan grande como Xavier Cugat: viviría permanentemente en el Hotel Ritz, pasearía en un Rolls-Royce y ganaría todos los dólares de américa. Como saxofonista pudimos comprobar que no valía nada; si conseguía ganar un solo dólar, montar un mulo enfermo o vivir en una sórdida pensión de mala muerte, se podía considerar un triunfador. El sonido de su saxo era un aullido metálico de un animal imposible. Una sola nota y se te paralizaba el alma y tus músculos se independizaban del cerebro y emigraban al monte o a Cuba. El segundo baile, el de la juventud, se extendía desde las once hasta las tres. La plaza del pueblo bullía de pescadores borrachos traspasando los límites de la decencia, madres con los hombros cubiertos con un chal de lana intentando controlar lo incontrolable, olvidando la forma en la que conocieron a sus maridos y el devenir de la naturaleza , y muchachas ansiosas por descubrir el amor en brazos de un vecino o un primo lejano. Para un tímido redomado como yo, una mujer era una cordillera inalcanzable. A cinco metros de distancia, me temblaba hasta la razón. Miraba a todas partes y a ninguna, en busca de refugio, intentando camuflarme tras un vaso de vino o una conversación intrascendente. Y entonces apareció. Sin presentarse ni ofrecerme otra opción, dijo: “Sácame a bailar, forastero”. El terror selló mi boca para explicar que no sabía, que no poseía dotes y que nunca los poseería, que podría escoger una escalera de mano como pareja de baile y daba por seguro que haría un papel más digno que yo. Dejé apresuradamente el vaso en las manos de Manuel y fui arrastrado por un cúmulo de energía con formas de mujer. Sus ojos –azules, profundos, sugestivos—resaltaban en una cara pálida y sembrada de pecas, pícara en cierto sentido, y la melena pelirroja le daba un aspecto de diablillo acostumbrado a la risa y al carnaval. Su cuello era delgado y fibroso, los pechos pequeños y puntiagudos, erizados bajo un vestido de hilo blanco, y su olor desorientaba el corazón y nublaba el cerebro, ya de por sí algo mareado. Me sentí atraído como la piedra al cristal, como la tormenta eléctrica al pararrayos, como el delincuente a la desgracia. En mitad de la plaza, crucificado por un pasodoble ejecutado a destiempo, con los músicos borrachos tocando desde un carro y en los brazos de una mujer hermosa e impulsiva, le demostré al mundo lo que ya sabía: que el baile y yo éramos incompatibles como el aceite y el agua. “Si pintas como bailas...no te auguro un futuro muy prometedor”, dijiste entre sonoras explosiones de risa contagiosa, con una voz clara y dulce que ni los años y la costumbre pudieron cambiar. Mi sangre pareció despertar de la repentina hibernación, volvió a fluir con normalidad, recorriendo un largo camino hasta el cerebro, y cuando asumió la cantidad ingente de información y analizó los sentimientos, lo supe: acaba de descubrir que mi patria se hallaba en el cuerpo menudo y jaspeado de pecas de aquella mujer, me había enamorado.
“Me llamo Elena y soy la maestra del pueblo”. El primer beso nos sorprendió caminando por la orilla del mar, algo borrachos, los zapatos en la mano y el amanecer en el horizonte. La noche fue un conocimiento mutuo, un desnudar el alma y las ilusiones. Nos gustamos: el misterio de la química de los cuerpos. Un fotógrafo ambulante nos retrató desayunando en el bar de la plaza tal y como éramos: una maestra guapa y convencida y un pintor enamorado y furioso.
Nos hicimos novios. Para ello, tuve que reducir mis gastos al mínimo, suprimir los cafés y las charlas, los lienzos franceses de contrabando y los vinos, comiendo lo necesario para subsistir, cercenando todo lujo, llevando una vida gris e insulsa –del trabajo a la Pensión Maravillas y de la Pensión Maravillas al trabajo--, pero con la recompensa de ahorrar unas pesetas para poder tomar un autobús a San Feliu y por fin verla, a la entrada del pueblo, esperándome ansiosa, envuelta en un abrigo marrón ajustado de solapas amplias y un pañuelo cubriendo el pelo. A medida que el autobús se iba aproximando su belleza crecía y crecía como una hiedra en un castillo abandonado.
Amabas tu trabajo. Llegabas todas las mañanas en bicicleta, recorriendo diligentemente los tres kilómetros que separaban tu casa de la escuela, el pelo recogido en una larga trenza de color zanahoria, dos libros y una manzana en la cesta metálica, saltabas del sillín sin frenar y apoyabas el manillar en la valla de madera. Compraste la bicicleta con tu primer sueldo de maestra. La escuela era una casita rectangular de una planta, tejado rojo, paredes desconchadas y ventanas al mar, donde se agolpaban una quincena de pupitres dobles, marcados con corazones y muescas indefinidas, y una pequeña estufa de hierro forjado en el centro. Un mapa de España deformado por la humedad, una foto del caudillo –con esos ojos apocados que te seguían por toda la estancia-- y un crucifico agrietado coronaban la pizarra. A un lado, una veintena de dibujos a lápiz de antiguos alumnos y una línea de percheros devorados por la carcoma, y al otro, las ventanas sin alféizar. El recreo era un descampado en desnivel con dos porterías de fútbol –cuatro montoncitos de piedra— donde siempre ganaban los que defendían arriba. Niños de aspecto montaraz y señoritos en ciernes perseguían la pelota como endemoniados, llamándose a gritos por apodos incomprensibles. Las chicas miraban aburridas a los chicos y luego inventaban juegos de habilidad e historias de dragones y marineros. Había dos tipos de padres: los que no se preocupaban lo más mínimo por sus hijos y los que se obsesionaban con su educación y se presentaban cada dos por tres. “Un consejo: si se desmanda, un buen azote con una vara de cerezo obra milagros”, te decían muy serios. Pero tú te oponías radicalmente al castigo físico, rehusabas de la violencia, cuestionándola. Guardabas tu habitual diplomacia en un cajón y les respondías con los ojos incendiados: “Mi obligación como maestra es conservar intactos el espíritu de pureza y la inocencia, estimular la imaginación, la sensibilidad y la inteligencia, enseñarles a reírse de sus propias limitaciones y fomentar el respeto a los demás. A la escuela no se acude a recibir palos, se acude a aprender. Recuérdenlo. Bastante violencia y muerte hemos sufrido ya, ¿no les parece?”. Y les dejabas boquiabiertos, sin argumentos, desosegados, como una misa de verano sin abanico, amedrentados ante una mujer a la que doblaban en edad. Con ello conseguiste el respeto de todo el mundo. Te saludaban afectuosamente y te regalaban manzanas y pescado, aceite de oliva y hogazas de pan, botellas de vino y embutidos caseros, y tú lo aceptabas agradecida, ya que era una buena forma, la única en realidad, de complementar un exiguo sueldo de maestra.
Descubrimos Casa Montaner en uno de nuestros paseos. Era un palacete modernista de ladrillo rojo deshabitado desde hacía años, situado al pie de una loma y separado del pueblo por un bosque de pinos. Atravesando la entrada --un gran escudo oxidado de una hidra de tres cabezas sobre una puerta de hierro ovalada— aparecía la casa en su esplendor. Admirábamos su estructura en forma de cruz, su fachada misteriosa, sus tejados a dos aguas cubiertos de cerámica coloreada y su jardín silvestre. Abandonada desde la guerra, había pertenecido a un mago y escapista reconvertido a comandante republicano huido a México desde el final de la contienda. Una bomba alemana había derribado la torre octogonal en la parte oeste, que ya sólo se intuía entre los escombros, y un invernadero de cristal. Construida a principios de siglo por un arquitecto llamado Doménech i Sagnier, Casa Montaner era una rareza descatalogada del modernismo catalán. Bajo un disfraz de amenaza de ruina y los vestigios de un pasado singular, supimos ver la casa de nuestros sueños. Y como soñar era gratis y, además, emocionante, fantaseábamos con reconstruirla algún día y vivir aislados del mundo y del horror, solos los dos.
Roberta Milleras era la patrona de Pensión Maravillas. Mujer flaca de pronunciados escotes, viuda de capitán de infantería y voz perlada por una afonía permanente, elegía los momentos más inoportunos para colarse en mi habitación. “Tienes una carta, pintor”, me dijo con aquella voz de alambre oxidado cerrando la puerta a su espalda y emitiendo una sonrisa de lujuria contenida. Acababa de llegar de un duro día de trabajo en la imprenta y me encontraba aseándome en ropa interior ante una palangana con agua y un espejo. De un salto, me introduje en los pantalones y, sin tocar sus manos –de uñas largas y afiladas, pobladas de pulseras extravagantes y anillos baratos--, tomé la carta. Me repugnaba su falta de modales, la vejez negada y su pelo grasiento y zaino. “Gracias, señora Milleras, ya puede marcharse”. Como regla general, la vida es una gran decepción, los sueños se desvanecen antes de poder tocarlos. Los sueños no suelen cumplirse. Pero el destino me tenía reservada una sorpresa de gran calibre: la carta me convertía en el único heredero de un pariente lejano emigrado a Venezuela. En su lecho de muerte, aquel hombre al que mi madre escribía dos veces al año sin obtener contestación, me había legado el dinero acumulado en una vida de joyero y estraperlista, una pequeña fortuna que nos daba la posibilidad de satisfacer lo que más deseábamos en el mundo: poder casarnos y comprar Casa Montaner. Y comenzamos una vida en común que ha durado cincuenta años.
He encontrado un trébol de cuatro hojas entre las páginas de “El árbol de la ciencia” de Pío Baroja. Al sacarlo de la estantería, se ha desprendido ante mis ojos como una pluma de un loro extraño. Desconozco en qué circunstancias, en qué lugar, lo recogiste. El trébol ha dejado una aureola de vida en las dos páginas que lo aplastaban. Te quiero, por los regalos que me ofreces allí dónde te encuentres. El amor es la frontera donde confluyen dos personas. Y la risa, el antioxidante de la pareja. Me hacías reír, Elena. Nos quisimos con una fuerza que emanaba del respeto mutuo, peleamos, nos distanciamos y nos acercamos, superamos crisis profundas, hombres y mujeres, relaciones imposibles y relaciones inventadas, y salimos indemnes de todo ello, purificados, compartiendo tristezas y alegrías, arrugas y esperanzas, con esa furiosa necesidad de cuidar del otro, dispuestos a envejecer juntos . Ningún mecanismo en toda la creación es tan complejo como una relación de pareja: la vida y sus meandros, el amor y sus catacumbas.
Desde mi juventud ansiaba acabar con la dictadura de los paisajistas, de los esclavos de lienzo repetido, que suplían su clamorosa, casi insultante, falta de ideas acatando las técnicas y formas tradicionales. Buscaban la fama y el cobijo de los estilistas del régimen: ciegos guiando a ciegos hacia el abismo de la sumisión. La invención de la cámara fotográfica debió terminar con ellos, pero, muy al contrario, les fortaleció. Cultivaban el arte del lo insulso, de lo banal, deambulando por los cafés con los brazos caídos y nada en la cabeza. Me indignaban profundamente sus exposiciones: artistas comportándose como genios incomprendidos, haciendo méritos y asintiendo como una cohorte de lameculos ante los monólogos del vencedor. Una cosa era deponer las armas y sobrevivir y otra muy distinta entregarse en cuerpo y alma y no seguir luchando. La pintura se podía enfocar como un pasatiempo o como una búsqueda –las dos opciones me parecían igual de respetables--, pero ellos se mofaban de ser el colmo de la novedad y el virtuosismo. La sumisión de un artista –englobando a todo aquel que busca la belleza—es el único pecado imperdonable. No se trata de morir siempre por un ideal o una causa justa, pero hay múltiples formas de plantear resistencia; cuando uno se defrauda a sí mismo, pierde toda esperanza. Y aquellos pintores mansos que no optaron por el exilio ni la oposición silenciosa y se entregaron a los vencedores como bufones de la corte, merecían todo mi desprecio. La censura es una valla que, con la ayuda de la inteligencia, cualquiera puede saltar. No hay excusas: nunca se es demasiado viejo ni demasiado joven para rebelarse contra la injusticia. Por mi parte, me propuse pelear desde dentro, sabotear conciencias con cada pincelada, pelear en una guerra de guerrillas alentada en cada creación, en cada lienzo. Nada más pretencioso que buscar un estilo propio. El escritor argentino Juan Forn define el estilo como una suma de plagios. Y es que no se puede decir nada nuevo, tan sólo queda la visión personal. La pintura, en lo que se refiere a creatividad pura, terminó en las cuevas prehistóricas de Altamira.
“Letargos” fue mi primera burla al régimen franquista y, también, mi primer éxito, una audacia de juventud para ajustar cuentas. Era una serie de veinticinco cuadros de grandes dimensiones donde hombres y mujeres en posición fetal, cuerpos de músculos atrofiados, en oscuros agujeros horadados en la tierra, larvas humanas en el interior de un útero calcáreo, hermético y gris, permanecían profundamente dormidos, inmóviles, aletargados. El mensaje resultaba claro –“El que permanece dormido, aletargado, algún día despertará”—y mostrarlo en una exposición podía costarme caro, a mí y mi mujer. Buscaba el desasosiego para el que mira, la incomodidad, la semilla de una pequeña revolución interior: la política quedaba a un segundo plano cuando se hablaba de libertad. Deseaba que mis cuadros fuesen esponjas que absorbiesen la atención del espectador, que les hiciesen pensar. Edgar Degas decía que “un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen”. Los había vomitado sobre el lienzo con la premisa de que un artista en tiempos tristes debe insuflar esperanza. Varios meses de éxtasis creador, encerrado en el estudio, componiendo una bomba que podía estallarme en las manos. Por ello, una tarde de marzo, me armé de valor y le enseñé a Elena la serie completa, mientras le advertía del riesgo que corríamos y de que respetaría su decisión, fuese cual fuese. Lloró en silencio –sollozos por lo que pudo ser y no fue, por las cientos de miles de vidas derramadas y las esperanzas perdidas—y sentenció: “Hazlo, enséñaselo al mundo. Pase lo que pase”. Se expuso en la Galería Impala de Gerona, un local de dos plantas que hacía las veces de cuartel general de las juventudes falangistas. La censura –con la mirada desenfocada, más preocupada en buscar hoces y martillos con una pistola en la mano y una lupa en la otra, que de pensar—no percibió nada político ni sospechoso y me ensalzó como uno de los grandes representantes de la vanguardia pictórica española. Me encargaban exposiciones por todas partes, el dinero entraba a raudales. No sólo vivía de la pintura: ganaba dinero con la pintura. “Letargos” se pudo ver en Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla y Zaragoza. Y más tarde, cuando la fama internacional me sirvió de escudo y me convirtió en un protegido de las izquierdas mundiales, viajó por Europa bajo el título que definía mis verdaderas intenciones: “La España dormida”.
“La España dormida” conmovió a los intelectuales en el extranjero. Después de dos guerras mundiales y millones de cadáveres inútiles, Europa quería olvidar. Y su forma de olvidar era entusiasmarse por las artes, reconstruir un mundo perdido y enterrar los muertos en la memoria. Me erigió en figura fundamental de la pintura moderna y me proporcionó un estatus de intocable; el éxito internacional fue un indulto que nos salvó de la cárcel o el paredón. Cuando el régimen quiso darse cuenta, mi figura había crecido como una bola de nieve deslizándose por una ladera, era demasiado importante para liquidarme. O si lo hacían, corrían el riesgo de transformarme en un mártir: la semilla que engendra más semillas. Me había convertido en un elemento incómodo. Sus represalias no tardaron en llegar y nos incluían a los dos. Con Elena, su castigo fue cruel pero sin duda esperado: le apartaron de la escuela. Sin explicaciones, un día llegó una carta al pueblo en la que se le ordenaba abandonar el centro y se le prohibía ejercer su profesión bajo pena de cárcel. En cambio a mí, me relegaron a un ostracismo cultural, en un intento por volverme invisible. Sufrí graves campañas de desprestigio, historias inventadas en los periódicos oficiales, los únicos periódicos, atacando mi honor y el de mi familia, mi filiación política y mi sexualidad. No me afectó lo más mínimo. El mundo era inmenso. De alguna forma, nos exiliaron en nuestro propio país. Las primeras semanas la veía alicaída y desorientada, lavando cortinas impolutas y ordenando cuartos de invitados, cuidando de las plantas y cuidando de mí, herida en los más profundo de su ser. Le habían arrebatado un don –enseñar—y se encontraba perdida y asustada, sin saber qué hacer el resto de su vida. Pero sucedió algo hermoso: los padres –desobedeciendo unas leyes que consideraban absurdas-- trajeron a escondidas a sus hijos y Elena ayudó a terminar la escuela o a alcanzar la universidad a muchos vecinos de Sant Feliu de Guíxols.
Sobremesas de bogavante haciendo el amor en el sillón de lectura, el deseo emergiendo en tierra de nadie, entre la digestión y la siesta, entre el cielo y el mar, una caricia repentina, una mirada cómplice, un suspiro, y los mecanismos de la atracción mutua se ponían en movimiento, el erotismo de los que se buscan, la liturgia de las pieles, subiéndote la falda hasta las caderas y deslizando las bragas al suelo, el fulgor de las ascuas ardiendo en el momento de la penetración, copulando a horcajadas, haciendo todo el ruido del mundo, la ventaja de no tener vecinos, olvidar la decencia, el miedo, la tristeza, dos cuerpos que se quieren y se cuidan, el instinto animal y el instinto de protección, la llamada del placer con forma de orgasmo, primero tú y más tarde yo, y la pregunta, ¿de qué color ha sido hoy?, naranja intenso o azul ultramar o blanco pálido o marrón de madera de nogal. Un color, un punto de partida para el comienzo de un cuadro, un regalo, la primera piedra para el que construye.
No tuvimos hijos. Expulsar un niño al mundo sin mirar a tu alrededor, sin reflexionar, es un acto de tremendo egoísmo y de una irresponsabilidad suprema. “La vida de una mujer sin la experiencia de la maternidad no es una vida plena”, reza la doctrina popular y decididamente machista. ¿Por qué hay que perpetuar obligatoriamente el apellido y los genes, cuando el horror y la decadencia se encuentran a la vuelta de la esquina, tras la ventana? Nosotros tomamos la decisión de no traer un niño a un mundo que no controlábamos, un mundo cruel e injusto donde doscientas personas poseían el cuarenta por ciento de la riqueza.
Los viajes ampliaron nuestro horizonte. Alternaba duros meses de creación --encerrado trece horas diarias en el estudio, enfermo de oscuridad y de esfuerzo-- con bienales de pintura, exposiciones en embajadas e inauguraciones de museos por todo el mundo. Nos sentíamos unos privilegiados por aquella vida de lujo y esplendor. Jamás podré olvidar los aplausos del “Falstaff” de Giuseppe Verdi dirigido por Vittorio Sicuri en el Teatro Colón de Buenos Aires, ni la noche que pernoctamos en el Palazzo Davanzati en Florencia, ni los atardeceres en el malecón de la Habana, ni los paseos en calesa por las melancólicas calles de Praga o la luz de un amanecer pletórico en Río de Janeiro. Me avergüenzo de haber sido tan feliz.
Más tarde, con la muerte del dictador, el país cayó por el desagüe de la transición, un baile de máscaras, pecados y pecadores bañados por la medicina del olvido: descoser la historia como antídoto contra el sufrimiento y la injusticia del pasado. Y llegaron los homenajes --discursos grandilocuentes donde camaleones que en otros tiempos me habían acusado de traición arrojaban al vacío palabras como Democracia, Libertad, Lucha, Compromiso, Solidaridad. Elogios de los necios, palabras huecas arrastradas por el viento—y el retiro social.
Debo marcharme. Darle la espalda al pasado y cumplir una promesa de vida. Introduzco las maletas en el coche, me ajusto la gorra de pana y miro por última vez Casa Montaner. Cioran dice que sólo podemos estar satisfechos de nosotros mismos cuando recordamos esos instantes en que, según un dicho japonés, hemos percibido el “¡Ah!” de las cosas. Ella fue mi “¡Ah!” particular, mi salvación. Ignoro de qué forma podré llenar su ausencia, solazar esta tristeza que me aniquila, escapar de esta vigilia permanente, bascular la pena fuera de mi cabeza, vencer los días de azufre sin Elena, pero sé que tengo una oportunidad y que he de salir a buscarla. Casi he olvidado su voz, pero no su mensaje. Se lo debo.
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Instrucciones para ver el mar para personas atareadas e, incluso, muy atareadas
(c)Juan Bouzada
1. Elíjase, preferiblemente, una jornada de cielo despejado, pero tampoco muy despejado. El mar está más bello con cielos espesos.
2. De buena mañana, antes de ir al ominoso trabajo (o no tan ominoso, según se mire y según estado de ánimo, o sea, estado de cuerpo en realidad) resérvense cinco minutos para preparar un picoteo o tentempié. Sugerencias de picoteo: sandwuich al gusto, bocata variado, fruta del tiempo, yogures (se deberá adjuntar cucharilla, salvo que sean bebibles), barritas energéticas, frutos secos... Envolver en papel albal o bolsita de plástico al efecto.
3. Al finalizar la sesión laboral matutina -y en caso de no disponer de vehículo propio o chófer- dirigirse a la parada de autobús más próxima. Nunca dejarlo para el final de la jornada pues se hará de noche y no se podrá ver nada.
4. Tomar el autobús con destino a la playa (si la hubiere. En caso contrario desechar estas instrucciones).
5. Procurar acceder al lugar más apartado de tierra o, en su defecto, arreglarse como buenamente se pueda, tal vez un banco frente a la bahía.
6. Proceder al picoteo. Proceder a observar el mar. Proceder de forma consecutiva o bien proceder de forma alternativa.
7. No obsesionarse con mirar al mar pues, en realidad, los amantes de mirar el mar suelen ser amantes camuflados de mirar el cielo.
8. Acordarse un poco de ese amigo al que vemos tan poco y saber que ese amigo siente un gran afecto por nosotros.
9. Dar un breve paseo y/o tomar un café.
10. Coger de vuelta el autobús y reincorporarse al ominoso trabajo.
11. Dar gracias, brevemente, al Creador (si es que existe) por el mar. Y por el cielo.
Sobre el autor:
Juan Bouzada, nacido a mediados de los cincuenta en el País Vasco (España),
es escritor aficionado e inédito. En su juventud se dedicó al periodismo.
En la actualidad es operario de limpieza y puericultor.
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La ilustraciòn es del artista joven argentino Zorzol. |
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