Mendicidad y vejez en una cuadra porteña, por Araceli Otamendi
Es mediodía y estoy en una esquina de un barrio de Buenos Aires, esperando que el semáforo se ponga en verde para cruzar. Desde atrás escucho la voz de una mujer: ¡señora! ¡señorita! No sé si es a mí a quien llama, pero no tengo tiempo para mirar hacia atrás porque ya la tengo al lado, tirándome la manga, en un gesto que es una frase hecha pero es así. La mujer es una mendiga que deambula por el barrio desde hace años. La edad de la mujer puede oscilar entre los setenta y ochenta años. Tal vez tenga menos, pero no lo aparenta. Cuando habla se le ve un solo diente. El semáforo todavía está en rojo para mí. Dame una moneda dice, una moneda. Para comprar un remedio. En la farmacia no me lo quisieron dar ¿sabés? Los empleados dicen que no tienen. Y necesito el remedio. Tengo que pagar el hotel esta noche. Me quedé sin casa, la mudadora se quedó con los muebles. No tengo jubilación ni pensión, dice. Le doy una moneda. El semáforo no ha cambiado todavía al verde y ya se escuchan algunos rugidos de los motores a punto de arrancar. Chau le digo y se queda mirándome. Conozco a esa mendiga desde hace años, la he visto muchas veces en los bares mientras me sentaba a escribir. He escrito una novela completa en esos bares y esa mujer que mendiga por las calles de Buenos Aires también se ha sentado en un bar a comer algo. Otras veces sólo ha entrado a mendigar. No soy quién para juzgar a nadie, me digo. Supongo que está en este barrio porque hay muchas iglesias cerca que se ocupan de dar el desayuno y un plato de comida caliente por la noche a los que lo necesitan. La cara de la vejez y la mendicidad juntas no es para nada agradable. Tampoco lo es la vidriera del geriátrico que está media cuadra más lejos de la esquina donde encontré a la mendiga. Es un geriátrico de lujo, se ve a lo lejos. Al mediodía y también a la tarde, se suele ver a muchos ancianos sentados frente a la puerta ventana, algunos en sillas de ruedas, otros simplemente en sillas, moviendo los brazos en una especie de gimnasia que un entrenador les hace hacer. Si se mira atentamente, hay algunos ancianos que miran la nada. A veces, cuando paso, hay alguien más joven que con ademanes parece estar contando un cuento a los abuelos. Paso muy seguido frente a ese lugar, me queda de paso y también me pregunto bastante seguido qué vidas habrán tenido antes de llegar ahí.
Cuando era chica conocí la vejez de otra manera, viendo a mi abuela materna y a mi bisabuela paterna. Curiosamente, ésta era menor que la primera, se había casado a los quince años. Eran mujeres íntegras, las dos habían enviudado jóvenes y habían cuidado a los hijos y defendido el hogar por sí mismas. Después de enviudar ninguna de las dos había formado otra pareja ni se le conocía ningún romance ni festejante. Las dos se dedicaban en la vejez a tejer para los nietos y los bisnietos, tenían personalidades fuertes y también sabían dar buenos consejos. Habían asumido su edad naturalmente, como otra época de la vida. Habían tenido como destino llevar una familia adelante y lo hicieron bien. No conocieron el feminismo, seguramente no les habría interesado. Eran respetadas en su propia familia. A mi abuela le gustaba contarme cuentos. Después de haber escuchado varios, el placer se había convertido casi en una exigencia. A mi bisabuela también le gustaba narrar historias, casi siempre eran historias transcurridas en el campo, muchas veces afirmaba haber comido ensaladas de plantas y flores que se cultivaban en el jardín. Me parecieron historias fantásticas al principio, con los años pude corroborar en algunos libros de botánica que era posible hacerlo. También conocí la vejez de muchísimas mujeres durante un viaje por Alemania, a fines de los ochenta. En Hamburgo, llamada la ciudad de las viudas porque casi todas las mujeres de cierta edad eran viudas de guerra se las podía ver paseando por la calle o en barco, sentadas en las confiterías, en el zoológico, en pequeños grupos. Muchas todavía, estaban obsesionadas con el tema de la guerra y por la calle, mientras caminaba con mi pequeño hijo de la mano se detenían y me hablaban señalando lugares históricos. Pero nunca las ví mal vestidas o con ropas pobres, más bien la ropa de ellas era nueva y se notaba y tenían dinero para hacer todos esos paseos. Estaban protegidas por una sociedad de bienestar.
Comparo la vejez de esas mujeres y de mi abuela y bisabuela que no vivían en una sociedad de bienestar pero sí estaban protegidas por sus familias, con la mendicidad de la mujer del semáforo y los ancianos del geriátrico de lujo, entonces me pregunto si la esperanza de vida se ha alargado tanto para llegar como la mendiga o esos abuelos, si se trata de un destino latinoamericano o más bien argentino terminar así. Es sólo una pregunta, nada más.
© Araceli Otamendi