Se incorpora en la edición número 10 un cuento del escritor mexicano Roberto Olivera Unda, "El violín"
E L V I O L I N
El mito de Orfeo tiene validez permanente.
En Santa María del Monte todo el pueblo duerme, pero Marta vela. Sueña con los ojos abiertos y espera confiada porque sabe, a ciencia cierta, que él vendrá sin falta con el único propósito de hacerla feliz. Llegará puntualmente cuando en la torre de la iglesia el reloj deje oír la última campanada de la media noche.
Años atrás, Marta Noriega había sido la mujer más codiciada de su pequeña ciudad provinciana. Aunque, también, la más celosamente guardada. Desde al haber sido traída por su padre del colegio capitalino donde fue educada, nunca se la vio sola en sitio alguno, ni siquiera en la iglesia.
Las malas lenguas propalaron un rumor: Marta estaba prometida, aún antes de su llegada a Santa María, y por supuesto sin contar con su voluntad, a Thomas Gerlach, dueño de la mina más rica de la región. Se añadía algún comentario malicioso acerca del pronto enriquecimiento de Noriega.
Desde luego, no faltaban señales para dar fundamento a estos decires: Gerlach, carácter duro, semblante adusto, de pronto parecía haberse dulcificado un poco, y hasta había dado muestra, en ocasiones, de poder ser amable. En cambio, Marta, alegre cuando recién llegada, lucía triste. Y no escaseaban quienes aseguraran haberla visto, al caer las sombras, bañar de lágrimas los pies del Milagroso Nazareno en el templo de la Consolación, situado a unos pasos de su casa. Por otra parte, Gerlach dio en visitar con frecuencia el hogar de los Noriega.
Cuando para nadie quedó duda al respecto, fue un domingo a la hora de la serenata. Marta, con un gran ramo de claveles en la mano, estuvo paseando al lado de Gerlach. Marta, un sol apenas opacado por las nubes de la tristeza, hacía girar a su alrededor el fulgurar de las miradas masculinas. Gerlach fruncía el ceño en el intento vano de imponer respetuoso temor.
La escena se repitió únicamente otros dos, o tres, domingos. Después, ningún extraño a esa casa volvió a ver a Marta sino hasta el día de sus esponsales con Gerlach.
Entre tanto, cierta noche una música muy agradable despertó al vecindario. Las notas de un violín poblaron el silencio de amorosas melodías. Esa música llevaba al éxtasis. A la escasa luz de las estrellas, los curiosos pudieron ver la figura del violinista frente a la ventana de la habitación de Marta. A un lado, inconfundible, Gerlach.
Desde entonces, a la misma hora, el músico llegaba frente a esa ventana, ya solo, a volcar su cascada de sueños. La identidad del hombre era una incógnita. Persona alguna llegó a verle durante el día. No se recordaba haber oído tocar de esa manera, o por lo menos semejante, a no ser validos de un aparato de sonido y un disco. Con inútil empeño se hacia memoria en busca de un artista de esa talla en las orquestas de la región. Don Efrén, violinista de la Catedral y el mejor de la comarca, no podía ni comparársele; no obstante, sus amigos se atrevieron a preguntarle. Respondió:
-¿Cómo pueden pensar que yo, a la edad que tengo, ande a deshoras por la calle? Para mí que está claro, no es posible. Y si no fuera el miedo a darle un achaque a la muerte, me desvelaría una de estas noches para oír, como es debido, es decir tan cerca como se pueda, a ese violinista. Mucho se habla de él.
Cuando en un grupo de amigos fue dada a conocer esta respuesta, alguien tuvo la ocurrencia y la exteriorizó diciendo:
-Pero, si es verdad. Dn. Efrén tiene razón. ¿Por qué no vamos todos esta misma noche a escucharlo allí mismo, junto a él?
-Es una buena idea. ¿Cómo es que ninguno lo pensamos antes? ¡Vayamos!
Esa noche, la calle donde habitaban los Noriega semejó una fiesta. Hubo fogatas y café, guitarras y canto; pero no violinista. Lo mismo ocurrió a la noche siguiente y cada vez que la gente se agrupó. El extraño parecía no desear público presente. Algunos, los más curiosos, lograron, de lejos, una imagen algo más completa, y hablaron de una esbelta figura envuelta en capa negra, tocada con sombrero de alas anchas y del mismo color.
Por algún tiempo, la gente acudió a las calles circunvecinas con el afán de oír mejor la música. Poco a poco, por una parte la costumbre; por la otra, la molestia causada por la serie de desvelos, parecieron haberse olvidado del violinista y de los deleitosos sonidos arrancados a su instrumento.
Marta, en su habitación, reía y lloraba mientras escuchaba la música. Cuando era invadida por la alegría, dejaba el lecho para ponerse a bailar. Y si el violín llenaba el ámbito de quejas, sufría hasta quedarse dormida en la humedad de sus lágrimas. En otras ocasiones la llenaba un extraño sentimiento propiciatorio de ensueños, y no era ya el violín sino su mismo cuerpo el que cantaba. Manos invisibles lo recorrían para arrancarle esos sonidos y hacerla vibrar de emoción. Pasaba alegre los días y, al ver a Gerlach, le prodigaba una sonrisa. Alguna vez se atrevió y le dijo:
-Estoy a punto de quererte, Thomas. Me haces muy feliz con esas serenatas.
-Si por ese medio llegara a ganar tu corazón... -respondió Gerlach-. No sé. Tal vez hasta diera la mitad de mi fortuna al musiquillo.
-¿Musiquillo? Acaso ignoras lo que dices. Es un artista. Un gran artista. ¡Vale mucho!
-Para mí valdrá menos cuanto más lo elogies. Acabarás por inspirarme celos...
Marta no pudo contener una sonrisa de satisfacción. Enseguida replicó:
-Pero, si ni le conozco. A la hora en que viene me hallo en la cama, aun dormida en ocasiones. Y si por curiosidad se me antojara asomarme a ver cómo es, mi alcoba está tan en lo alto... Oí decir a mi padre que persona alguna le conoce, a excepción tuya desde luego, que sólo es una sombra y huye en cuanto alguien se acerca.
-Obedece mis órdenes.
-¿Por qué ese misterio?
-Evito la posibilidad. No habrá de tocar para nadie más. Es tu artista exclusivo. Lo he traído de lejos, para que ablande tu corazón. Te quiero, Marta. Te quiero tanto...
Llegó el momento cuando Marta no pudo ya evitarlo, salió al balcón. El violinista pareció no darse cuenta; pero la música estuvo más llena de esas notas capaces de hacer a Marta sentirse acariciada. Desde esa vez creó la costumbre. Marta no sentía ya el paso del tiempo. Nada le importaba sino la llegada de la hora, su hora, esa cuando la primera nota rompía en sonoros pedazos el silencio. El violinista había dejado de cubrirse allí la cabeza. Rayos de luna le bañaban el oscuro y largo cabello. Después de cada ejecución volvía el rostro hacia Marta.
En una ciudad pequeña todo llega a saberse. Gerlach empezó a sentir en verdad celos. Pidió a Noriega acortar el plazo impuesto por Marta para la realización de la boda. Ella quiso oponerse; el peso de la autoridad paterna la venció.
Esa misma noche la espera de Marta fue tan constante y ansiosa como inútil. Para la madrugada, trasnochadores y beatas pudieron satisfacer la añeja curiosidad: el hombre venía, calle abajo, con el violín amorosamente abrazado. De cuándo en cuándo se detenía para beber de una botella. Algunos metros allá, podía verse, en el suelo, el sombrero. Más lejos, la capa.
Al paso de esas noches de silencio Marta enfermó de melancolía. Por fortuna el violinista volvió para hacerla todavía más feliz, y ella a perder la noción del tiempo hasta ese domingo ligado en su recuerdo a las flores, muchas, una albura dominante en el ámbito de la iglesia, en las calles una alfombra, una corona sobre su cabeza.
Viaje de bodas a lejanos países. Meses de por medio para el retorno. Y la misma noche de su llegada el violín. Gerlach se extrañó. Ya no era por cuenta de él. Toleró esta situación durante algún tiempo. Luego, al sentir crecer la ajenidad de su mujer, supo que las cerraduras no bastaban.
Llegaron así a esa otra noche cuando la música cesó de súbito para ser reemplazada por un grito largo, doloroso. Después, el silencio.
Marta vio girar todas las cosas en torno a ella antes de caer, también envuelta en terribles giros, en un abismo. Al recobrarse, allí estaba otra vez la música. Encendió una luz: su marido dormía displicente. Luego se trataba de una pesadilla...
Ya un poco avanzada la mañana, Gerlach le pidió reunirse con él en el despacho. Apenas estuvieron a solas, retiró el paño que cubría el violín sobre el escritorio.
-Tengo este regalo para ti. Tanto como te gusta... -dijo con ironía. Ella lo tomó. Al pasarle la mano en larga caricia, recibió la impresión de la viscosidad de la sangre. Lo examinó, pudo advertir las manchas. Lejos de inmutarse, o sentir repulsión, lo abrazó con amor.
Desde esa noche puede oírlo a voluntad. Le basta, al caer el día, precisamente a esa hora cuando el cielo se tiñe con los tonos de la sangre, sacar el violín de su estuche y darle el calor de su cuerpo. Lo hace cada vez de modo más prolongado. Sabe que un día conseguirá darle el calor suficiente y con ello logrará hacerlo sonar ya no únicamente para ella. Tiene la esperanza de que Gerlach llegue a oírlo y de que en esa ocasión sus notas no sean melodiosas sino crispantes. Como habrá de oirlo allí mismo junto a él, se le hará intolerable, querrá volver a silenciarlo. La imposibilidad de acallar siquiera esos sonidos habrá de causarle la muerte.
En Santa María del Monte todo el pueblo duerme, pero Marta vela. Sueña con los ojos abiertos y espera. El corazón le late con normalidad hasta cuando oye las primeras notas arrancadas, esta vez por ella, al violín. Su cuerpo se estremece de voluptuosidad. Se le llenan de lágrimas los ojos y de sonrisas los labios. Sufre, goza, sueña.