CARLOS BARBARITO
AMSTERDAM
¿Y si el idioma perdiese de pronto su misterio,
fuese de borde a borde conocido?
Entonces, ¿qué uniría, derecho e invisible,
al fuego con la chispa, qué
agua acogería, en la superficie,
los sucesivos reflejos de la mañana?
¿Habría chispa, fuego, agua,
un remo, apenas, rozando el fondo,
apenas una humedad en los muros más viejos?
¿Quedarían siquiera un pie en mar oscuro sumergido,
un edredón, una máscara?
Cabeza de animal, medio enterrada,
bajo la noche del mediodía:
qué es, a esta hora, de la muerte,
qué del amor, bajo el vestido, el deseo.
Hueco donde hubo ojos, nada de dolor,
un dolor enorme, estaca.
Y hueco donde hubo casa, abrigo,
risa detrás del número, hierba, amarga, dulce.
Veré qué hay detrás de tu máscara
-dijo;
detrás de la carne, del género,
de la posibilidad, del sueño.
Me vertiré entero, en partes,
gota a gota sobre cascotes, cenizas;
caerá aguacero, sin medida,
seré el ahogado, allí, desnudo, pobrecito.
Ecos, perfiles, sombras,
joyas falsas, silbidos de ratas, linternas
en lo oscuro, lo oscuro en papel teologal
u obsceno, hueco, tal vez, quizás, jamás, nunca.
Cabeza de mujer, de hombre:
el animal se retira, a lo lejos se hunde.
(24 de mayo, 2003, noche)
Torpe desnudez, bajo
la camisa, cerca de una masiva desbandada,
alas y alas hacia la luz
o lo que se supone que es la luz,
una mancha, la inocencia abatida,
inclinada sobre la orilla limosa.
Extranjero. El sueño llega tarde,
detrás del cortejo enmascarado,
viga de madera enmohecida,
tinta seca incapaz de otorgar nuevo nombre
al alumbre que no cura, no asiste.
(a W.S.)
Irá la sangre al fracaso
y la muerte será, ¿alguna vez no lo fue?,
madre y padre de la belleza.
Cáscara, corteza, en el centro, poco;
poco dios para tanto diluvio,
poco deseo para tanto ramaje,
tantas hojas secas apiladas en la linde del baldío.
Muslo, breve paraíso, poco;
la calle empuja el frío hacia la mirada,
la calle disemina el gentío,
el olor del bálsamo, la medida del mundo,
belleza, fervor, mar dulce o salobre,
fruta acre, pétalos, cordón
de plata entre amado y amada, borrasca.
En la linde, madre de escasez.
Padre sin ojos, apiñado, torcido.
¿Profetiza? Cáscara, corteza,
en el centro árbol que tiembla,
abajo, ecos, dispersos.
Una mujer ahogada. Desasida
de sí, los ojos ciegos, anónima.
Hay un largo incendio de llama fría.
Hay un relámpago fijo a cada lado
de la tierra. Cada agua
oscura, clara, cada planta y pez,
número, metal ante lo que inclina la plomada,
tuerce la regla, confunde al metrónomo.
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Animal del óxido, inconcluso, tardío,
bajo una lámpara apagada
y otra a medias encendida.
Criatura rota, apartada de toda necesidad,
de todo cálculo y alfabeto.
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No es cuerpo, sombra, ante
la desembocadura, el amplio estuario
que da a la noche. No
está entero, roto, en el centro,
a ambos lados, justo
a la salida de la infancia, cuando más duele.
No reza, muerde, arranca
pedazos de mundo, de algún remoto dios
que habita, entre ratas, los albañales.
No duerme, vela, se muerde la lengua
para no dormir, no llora,
llora antes de quedarse ciego,
de perder una pierna bajo la tormenta,
picado por insectos y pájaros,
entre trapos de adiós y muebles
desvencijados,
inútiles.
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Pasa, no enseguida, tarda su tiempo
-hay musgo en la pared
como sudor en la sábana-
No materia, imagen,
besan el espejo, lo que parece espejo,
no se abrazan, derivan disociados,
blanco sobre blanco
sobre blanco espeso, agrio
-alrededor, encima, pero lejos,
el mundo no encuentra en ellos
su propio vacío, su propio lleno-.
No te toques
-le dijeron;
cae cal del cielo,
cae arena que no dura.
Hay algo ahí adentro.
Hay piedra que rueda,
mar con aguaviva,
sólida luz contra las horas.
Es espeso, ácido, turbio
y angélico, único y diverso.
Cae pez que no envejece,
pulpa que no muere,
hilos atados a hilos
que luego suben, otra vez,
a reunirse y hacerse madeja.
Pero no te toques
-le dijeron.
(Amsterdam, a Mirta Kupferminc)
...hijos de un alma tímida
que la tristeza arroja al delirio.
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