Se incorpora en esta edición número 6 de Archivos del Sur un cuento del escritor Roberto Olivera Unda, de México y tres poemas de Alejandro Schmidt, de Villa María, Provincia de Córdoba, República Argentina.
EL GLOBO DE LA MUERTE
Roberto Olivera Unda
(derechos de autor protegidos)
En esta feria, y usted puede fácilmente comprobarlo, la palabra muerte ha perdido su significado original. Se antojaría lo más sensato atribuir el hecho a los modos de ser de nuestro tiempo regido por el cambio constante, fenómeno iniciado, al parecer, durante aquel todavía un tanto primitivo siglo veinte, y llevado en el siguiente, cuando se alcanzó la cúspide de la era tecnológica, hasta ese extremo causante del desquiciamiento de las formas habituales de vida, y que nos obliga a reinventarlas en un intento de preservar a la feria de la total destrucción.
Mas, a pesar del riesgo de ser tachado de simplista, personalmente prefiero explicarlo como una consecuencia natural del uso. Se abusa aquí a tal grado de la palabra muerte...
Por otra parte, pudiera influir ese mañoso ambiente, simulador de una constante diversión, para haberle dado ese nuevo sentido que, lejos de ser espantoso y repulsivo, ejerce una malsana atracción sobre la gente. Esta hipótesis se puede todavía reforzar si se toma en consideración que una palabra, cualquiera, según el tono de voz empleado al pronunciarla, y aun el estado de animo de quien la perciba, tiene toda una gama de sugerencias.
Imagínese ahora adónde pudo ir a parar, aquí, la gravedad de la palabra muerte, a cada rato violada, burlada, publicada por numerosos altavoces.
Tal vez por eso, al entrar en la carpa donde “El globo de la muerte” se halla instalado, uno lo hace pensando en un juego común y corriente, Un juego de diversión.
Pase Ud. y siéntese. Las butacas son bastante cómodas y el aire de feria se conserva, en el interior, con mayor autenticidad si se le compara con el de otras atracciones. Los vendedores pregonan golosinas, a cuál más apetitosa, y en cumplimiento de lo ofrecido, a gritos, en la puerta de entrada por la empresa, los precios guardan una justa relación con los del exterior.
La luz, hasta entonces en derroche, cuando la función empieza se hace más y más tenue hasta desaparecer. El silencio sucede al alborozo y, al volver la iluminación, solamente alumbra la pista y no queda para ver sino una jaula esférica construida de un metal delgado y resistente. Al principio no le producirá inquietud alguna. Tal vez le inspire un sentimiento de curiosidad. Pero, en el lento transcurrir de los minutos siguientes, no podrá Ud. menos de inquietarse. Esa jaula provoca un extraño sentimiento, obliga a extender los brazos para cerciorarse de la continuación de la propia libertad.
Es un alivio la llegada de quien va a ocuparla. Viste pantalón de montar, altas botas, y una blusa de seda en color azul chillante con su nombre, Joe Smith, grabado en la espalda con hilo de plata. Lleva la cabeza cubierta con un casco reluciente, y la cara semioculta por grandes gafas oscuras. Esta especie de anonimato devuelve la inquietud, Joe Smith, su nombre y su figura son y no son. Dicen tanto y tan poco al mismo tiempo... Joe Smith pudiera ser cualquier hombre. Es el hombre en la mayor amplitud de su sentido. Soy yo, o tal vez sea Ud.
Este sentimiento despierta una total simpatía y todos aplaudimos, llenos de sincero entusiasmo, en el momento cuando él hace una profunda reverencia mientras su nombre es pregonado por los magnavoces, y su valentía descrita con las más sonoras y vulgares frases, las cuales, sin embargo, tienen aquí un singular éxito a juzgar por lo expuesto en los rostros y actitudes del público.
Joe Smith entra a la jaula donde recibe una motocicleta cuyos manubrios empuña con firmeza. La monta, pone el motor en marcha y lo hace rugir, no se sabe si para comprobar su potencia o para ahogar el clamor de la multitud. Aunque, pudiera obligarlo a esta acción la necesidad de aturdirse.
Arranca a gran velocidad, asciende en forma transversal y vuelve a descender para completar una vuelta, y otra, y varias más; entonces, comienza a inclinar el eje y, por ese camino de meridianos oblicuos, consigue una total horizontalidad y recorre un gran número de veces el ecuador de la esfera. Tal acto provoca los inútiles aplausos de la gente. Yo no aplaudo. A Smith le sería imposible escuchar cualquier cosa fuera del rugir de su motor, único indicio de la continuidad de su vida de ahora en adelante.
De manera repentina la moto cambia otra vez de dirección, regresa al trazado de meridianos oblicuos y gradualmente se endereza hasta lograr una completa verticalidad. Ya la gente no aplaude; teme lo lógico; el hombre podría romperse la cabeza en cualquier momento. La muerte recobra su sentido original y su temible poder, su sombra cobija el ambiente. Una mezcla de emoción, miedo e impotencia, nos agobia, nos arrastra al interior de esa jaula a ser uno mismo con Joe Smith. Todos somos el mismo hombre allí dentro de esa jaula. Ya no se puede pensar sino en la muerte, en la muerte llevada consigo por cada uno desde siempre, en la muerte que ahora se halla en el corazón del hombre y le late en las sienes mientras gira y gira. Ahora volvemos a cortar la esfera en sentido trasversal, e increíblemente conseguimos repetir el acto ecuatorial, para luego rematar con un ocho trazado horizontalmente. Comprendemos su sentido simbólico, representa al infinito.
Ya no tengo ni la menor duda. Yo soy Joe Smith. Usted también es Joe Smith. Cada uno ejecuta giros en su jaula hasta llegar al vértigo. Cada uno en su turno es actor o espectador. Extienda ahora nuevamente los brazos y podrá tocar su propia jaula como yo toco la mía. La jaula ejecuta el oficio de superficie de contacto entre los seres humanos. Puedo ver los temerosos giros de todos, y todos pueden ser testigos de los míos, pero nadie puede ayudar a nadie. Cada persona está allí, dentro de esa jaula, solo, condenado a sus propios medios. La jaula lo une y lo separa con respecto a los otros. Esa sutil malla en forma de globo que envuelve a cada uno y nos permite vernos, oírnos, y hasta tocarnos; pero que nos da conciencia de estar dentro de algo, conciencia de hallarnos encerrados y solos. Y la soledad es más aterradora que la misma muerte. Por eso, bendigo el reencuentro del verdadero sentido de la muerte. Y cuando Smith, el hombre concluye sus evoluciones acrobáticas, al menos en tanto llega la hora de la próxima función, comprendo por completo y me niego a compartir la muerte. La proclamo universal y propia. ¡Mía! De cada uno de ustedes.
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Alejandro Schmidt
Visión
en ese patio
la rosa iba creciendo
más allá de la ropa tendida
y el portón
vi su cabeza
consumiendo
los cristales del mundo
pasaba
y mis temores
la inclemencia
fueron puramente
esta muda sonrisa desde mayo
nada importa demasiado
los infiernos de Ser
profanos reinos
la rosa ascendía
para un cielo
por ella
íntimo y posible.
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Alejandro Schmidt
Escombros
al ver los escombros
se baja del carro
golpea la puerta
y pregunta
si los puede llevar
un hombre gordo
en malla
le dice que sí
que se los lleve nomás
y el hombre
se alegra
con la pala
raspa el pavimento
mientras el sol
da mucho cielo
un montón de ramas
y una hormiga colorada
quedan contra la vereda
eso no le sirvió
piensa el gordo
entonces descubre
urgentes aporías
sobre la percepción
la utilidad
y la muerte
luego
nuevamente lo ocupa
la construcción de su destino:
paciencia y palabras
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Alejandro Schmidt
Más innumerable
más innumerable
parece esa lluvia
completando un vasito rojo
olvidado en el patio.