\"Masajista. Si sus cervicales están tensionadas aquí estoy yo\", reza un cartel escrito a mano, colgando sobre el pecho de un ciego. Digo que reza porque un cartel de esas características, más aún si la persona que lo expone no puede verlo, es en sí mismo un acto de fe. A menudo, saliendo de la estación Palermo del Subte D, paso junto al ciego sumándome a las ásperas correntadas de roce y bullicio que lo van erosionando en el descanso de la escalera...\"
\"Masajista. Si sus cervicales están tensionadas aquí estoy yo\", reza un cartel escrito a mano, colgando sobre el pecho de un ciego. Digo que reza porque un cartel de esas características, más aún si la persona que lo expone no puede verlo, es en sí mismo un acto de fe. A menudo, saliendo de la estación Palermo del Subte D, paso junto al ciego sumándome a las ásperas correntadas de roce y bullicio que lo van erosionando en el descanso de la escalera. Ya habiéndome preguntado, en mi falta de fe, si alguien alguna vez solicitaría sus servicios, me encontré con que el masajista había desplegado el banco y accionaba con visible destreza sobre unos cervicales muy bien dispuestos. Entonces me acordé de un buzo que conocí una vez, que se dedicaba a recuperar objetos perdidos en diversos medios líquidos. La anécdota con que el tipo ejemplificó su oficio se refería al rescate de cierta herramienta que había caído dentro de un millonario tanque de petróleo. Hecho de un equipamiento especial, el acuanauta se introdujo en la negrura oleaginosa y, asistido por un sofisticado emisor de ondas, su tacto lo llevó hasta la herramienta en cuestión. No pude evitar la asociación entre estos dos buscadores. El buzo, a setenta metros de altura, sumergido en un negro aceitoso más inasible que el agua; el ciego, unos metros por debajo de la tierra, inmerso en una nada ruidosa, tanteando la marea humana con la sola ayuda de un cartelito escrito a mano por algún amigo vidente. Los dos buscando la presa del día, la pieza de caza con que armar esa maqueta que los humanos llamamos dignidad. Los dos sumergidos en un mundo que limita con la piel. Los dos suspendidos en silencios hechos de formas, ecos e indiferencia. Paso cada tanto junto al ciego, siendo yo mismo una presa potencial, un fantasma más. Su mano es una terraza de arrugas esperando que los soles metálicos vengan a ponerse en la noche de su bolsillo. No parece tener mucho trabajo -no volví a ver su banco desplegado- sin embargo sigue en guardia esperando que la realidad caiga en su mano para poder palparla.
Sobre el autor:
Rodrigo Guerra nació en 1972 en Buenos Aires.
Músico desde los nueve años, guitarrista, contrabajista, cantante, tubista.
Pasó por el Conservatorio Municipal Manuel de Falla, La Escuela de Música Popular de Avellaneda y por diversos estudios particulares, Rubén Álvarez, Armando de La Vega, Oscar Giunta y otros.
Actualmente integra la Pequeña Orquesta Reincidentes www.reincidentes.com.ar
Empezó a escribir también desde muy niño-
Nunca dejó de escribir y estudiar.
Durante el 2002 asistió al taller de Alberto Laiseca.
Tiene novelas inéditas y ha realizado dos cortometrajes.