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Cuentos de autores latinoamericanos
 

Cuentos de Roberto Olivera Unda, Humberto Dib, Carlos Prina, Araceli Otamendi
 

L A M O N E D A



(Este cuento forma parte del libro “Parque de diversiones”
cuyos derechos han sido reservados. Queda prohibida la
reproducción parcial o total de su contenido.Su
publicación ha sido permitida por el autor. con
exclusividad, para la Revista Archivos del Sur.)


La máscara de mugre se agrietó en las comisuras, y hubo en los ojos un destello de alegría: a un paso brillaba la moneda. La muchedumbre le obligó a dar ese paso, y otro, y otros más, antes de permitirle intento alguno de alzarla. Tan compacto era el grupo, tan decidido en su empeño de constante avance... Todo esfuerzo en contra hubiera sido inútil. Se dejó llevar.
Atisbó por los ocasionales espacios dables entre las gentes: ¡Un hombre con la cara cortada! Sería una señal muy segura. A seis pasos del lugar donde aquel hombre pregonaba su mercancía se hallaba la moneda. Volvería. Nadie podría ya impedirle apoderarse de ella.
Pasó cerca de un puesto de baratijas. La visión fragmentaria de las piedras falsas, su espejear, sus colores, habían sido hasta entonces uno de los puntos importantes de su interés. Ahora, esos brillos se le antojaban pobres al compararlos con los de la moneda. Lo asaltó el miedo de que alguien más pudiera llegar a verla, una reacción pasajera, pues de inmediato recapacitó en lo absurdo de su temor: a los lados eran ofrecidas tantas y tantas maravillas... Quizá otro niño... resbaló otra vez a la duda. No, volvió a tranquilizarse, en mi caso fue por casualidad, fue mi suerte. ¡Es mía!
En cierto modo tenía razón. A no ser por el azar, él mismo no la habría descubierto, aun teniendo en cuenta su corta estatura que no le permitía disfrutar del espectáculo, sino con muchas limitaciones. El azar había intervenido desde el principio. No recordaba los detalles referentes a su llegada al lugar, pero estaba seguro de la ausencia de su voluntad en aquel acto. Tal vez alguien lo empujó. Lo evidente es que había llegado a descubrirse a sí mismo dando constantes vueltas con este grupo, que le cerraba la visión y la salida, en constante lucha para no ser aplastado. A veces le cansaba mirar por los intersticios y bajaba la vista para observar el circundante mundo de pies y aprender así los mejores modos de andar en la feria.
Hasta hacía poco, su aliciente había sido llegar a tener los puntos de vista de los más desarrollados, lo cual se podía traducir en una hasta entonces no del todo comprendida esperanza de gozar, por completo, algún día, del festivo panorama. Gracias a su reciente descubrimiento pudo entender de golpe la finalidad de la feria: una vez en posesión de la moneda, podría adquirir esas cosas que la mayoría se limitaba a contemplar. Y lo más importante: ya no habría de seguir por el centro. La simple exhibición de la moneda le abriría camino hacia esas orillas por donde iban exclusivamente los posibles compradores. Allí el andar no era constante; la gente podía detenerse cada vez que lo deseara. Era solamente cuestión de fingir entusiasmo, elegir alguno de los objetos expuestos, contemplarlo largamente, sentirlo, olerlo en los casos pertinentes y hasta obtener una prueba. En fin, valerse a discreción de los sentidos para conseguir lo máximo del disfrute. Y si el lapso de descanso no había sido satisfactorio, bastaba con iniciar un regateo que por lo general duraba lo suficiente. Después, era fácil librarse del vendedor insultándole por su codicia. Para el caso había muchas fórmulas, y él las conocía de memoria. Una por una habría de emplearlas, aunque, de sobra lo sabía, la más segura era la palabra ¡ladrón!, al conjuro de la cual los vendedores bajaban la cabeza en señal de temprana derrota. Por primera vez, desde su llegada a la feria, reparó en la desesperante lentitud de la marcha.
Era necesario poner atención, vigilar el modo de vida usual en las orillas, estudiarlo hasta en sus menores movimientos para no dar allí la impresión de ser un intruso. Los vendedores eran bastante capaces para percatarse de la novatez, guiados por los detalles más increíbles. Hallaban, en tales casos, una dorada oportunidad para cobrarse esas humillaciones a las que eran sometidos por los expertos. Él tendría que ser un experto desde el primer momento. Ese sujeto de la cara cortada sería el primero en sufrir el peso de su poder. No recordaba haber visto a nadie con aspecto tan repugnante. Le pareció vituperable desde al verle. Tenía, probablemente, un alto rango entre los mercaderes. En la feria no era fácil obtener un galardón como aquella cicatriz, y menos aún mantenerla constantemente abierta y con los bordes rubicundos. Sí. ¡El sujeto de marras sería el más indicado! Levantó el puño en señal de amenaza.
Fue un gesto de gran atrevimiento y por lo inusitado, así como por lo ridículo de su figura, hubiera atraído sobre él la burla y el desprecio. Afortunadamente pasó inadvertido gracias a que enseguida tuvo conciencia y abochornado escondió el puño en el bolsillo del pantalón. “Mas, apenas tenga la moneda creceré”, pensó, “¡Qué despacio camina esta gente!”
De repente, la multitud comenzó a separarse a su paso. Él no encontraba explicación para el hecho insólito. Tal vez no se había limitado a pensar, habría expresado en voz alta sus ideas, y los demás, temerosos de su futuro poder, trataban de serle agradables. Quizá todo era cosa de intuición, o llevaba ya, demasiado perceptible, alguna señal de su triunfo.
Cualquiera que fuese el caso, la feliz circunstancia debería ser aprovechada. Comenzó a caminar de prisa, más y más de prisa cada vez, hasta alcanzar el paso de una franca carrera y en un tiempo inusitado encontrarse más allá de la mitad del camino.
El esfuerzo había sido también excepcional, quiso detenerse, jadeaba, le flaqueaban las piernas, y en su cerebro, ya sin pensamiento, la sangre se agolpaba. La multitud se había cerrado nuevamente y lo arrastraba otra vez contra su voluntad.
Demasiado tarde se dio cuenta de haber perdido el rumbo. En su vehemencia, no pudo evitar el engaño y la gente lo extravió por un camino zigzagueante hasta el punto donde le fuera imposible reconocer su situación. Sólo podía precisar que se hallaba más cerca de la orilla: las imágenes eran más claras y completas. Allí, a unos pasos, estaba el tiovivo con sus siempre lejanos caballos de madera, sus focos multicolores, la alegre música de su altavoz... ¡Cuán fácil era advertir la felicidad que producía! Era suficiente con mirar las caras de sus ocupantes. “Cuando tenga la moneda...” Las lágrimas pusieron un velo entre él y todo lo demás.
Al estar de nuevo en condiciones pudo percibir la realidad: ignoraba cómo, pero se hallaba en la orilla. Tenía la espalda encorvada, los brazos sueltos, la cabeza gacha. Era un intruso, o por lo menos ese aspecto ofrecía y era necesario corregirlo cuanto antes. Apenas al alzar la mirada supo que era demasiado tarde. El de la cara cortada ya se encontraba frente a él. Tenía los brazos en jarras. Le miraba con sorna. Otros mercaderes se acercaban. Todos lucían cicatrices, aunque ninguna comparable con la del jefe a cuya espalda se agruparon. Fue suficiente una señal. Comenzaron a señalarlo descaradamente y a reír a carcajadas. Lo rodearon.
Como si existiera un acuerdo previo, los feriantes que en ese momento pasaban por allí acrecentaron la rueda, la burla, el insulto. El volumen de los magnavoces subió hasta llegar a la estridencia y no hubo ya palabras coherentes sino insoportable vocinglería.
El niño huyó serpeando entre las piernas de la gente, hasta volver a confundirse con el grupo que avanza por el centro.

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Roberto Olivera Unda

Los gallos


Cruzaba el hombre la calle cuando la bravata le cortó el paso.
El “yo nunca me he rajado” y un poco también la desesperación, lo mal aconsejaron. Pero fueron las miradas. Salieron de todas las puertas y de todas las ventanas, revolotearon a su alrededor como pájaros negros para tirarle picotazos a los ojos y obligarlo a la respuesta.
-¡Juega! –dijo. Y en vez de volverse para saber quién lo había retado, se puso a mirar el ir y venir de las persianas por donde la cantina vomitaba hombres, y a oír el rechinido de los goznes “No erré al medio día”,pensó, “Todos estos ya estaban allá adentro, Ni se preocuparon por disimular el ruido. Nomás no se les pegó la gana abrirme. Como en todas partes de este pinche pueblo”.
El sol se hallaba próximo a trasponer los cerros, pero la luz parecía brotar del suelo y no era dorada sino blanca y enceguecedora como el polvo mismo.
-Espérame aquí tantito –dijo el otro. Entonces pudo darse cuenta de su facha de bravucón. -No me tardo –siguió a decir—Te dejo con ésta para que no te sientas solo. Dale unos besos en lo que regreso. –Y le alargó una botella.
De sobra lo sabía el hombre. Una de sus ventajas era haber aprendido a conservar los cinco sentidos. Sin embargo, bebió con avidez. Los primeros tragos le quemaron la garganta; luego, los sintió arder en el estómago; después, una dulce tibieza invadió todo su cuerpo, de manera especial el cerebro. Dejó de pensar, de preocuparse por el gallo que tenía abrazado y no era suyo, como tampoco el dinero llevado en el bolsillo. Ni siquiera por lo inhóspito de este pueblo donde, como nunca en lugar alguno, se había sentido un extraño. Cuando la botella le fue devuelta después de un recorrido por las bocas de toda esa gente a su alrededor, sufrió la misma repugnante sensación de cuando fue llevado, por primera vez, a una casa de mujeres y se vio ante el compromiso de besar a la puta delante de sus amigos. Limpió con la manga de la camisa la boca de la botella y apuró los tragos restantes. Miró a su alrededor. En los ojos de todos la curiosidad, y en algunos casos hasta la simpatía sustituían a la frialdad y el desprecio de horas antes. Alguien, al palmearle la espalda, lo arrancó del ensimismamiento.
-Quiero pedirle dispensas, amigo –le dijo-. Esta mañana no le quise dar el norte, porque no le conocía. Usted me entiende. Uno nunca sabe a qué atenerse con fuereños. Mi abuelo contaba que un día llegó un fuereño y le preguntó por la casa de un amigo a quien él apreciaba. Por no ser díscolo le dio las señas. Al otro día, el amigo de mi abuelo amaneció muerto en su puerta, con medio cuerpo de fuera. Uno nunca sabe...
El hombre recordó las dificultades tenidas esa mañana, el desperdicio de tiempo hasta poder dar, sin ayuda, con la casa de un tal don Pancho. Había recorrido una calle tras otra la desolación del pueblo. Hubo, si acaso no fue figuración, visillos en breve movimiento para verle pasar. A éste, ahora tan amistoso, le encontró por casualidad, seguramente en camino a la cantina. Los otros debían ser de esa misma gente a cuyas puertas llamó con inútil empeño. “Aquí ni para pedir un trago de agua” –había pensado esa mañana. Y ahora mitigaban su sed de todo el día con aguardiente, y le llamaban amigo.
-No se preocupe –respondió con voz hueca y pausada. Luego recalcó las palabras para agregar: -mi amigo. –Se alegró de haberle contestado como merecía. “No tengo más amigo que yo mismo” –reflexionó-. “Y además es verdad lo que le dije. No hay por qué preocuparse. Va a ser difícil hallar aquí otro gallo como para pegarle a éste. No me van a caer mal esos centavos”
-Trae Ud. un gallo que aguanta algunos miles de pesos en las patas. Sólo borracho se le puede ocurrir a alguien jugar contra él. Pero así es Isauro. Le gusta rifársela como sea y contra lo que sea.
El hombre no contestó. Se limitó a esbozar una sonrisa mientras pensaba: “Y así mero soy yo. Por algo soy gallero y no dependiente de tienda como quería mi padre”.
-¡Ah qué mi amigo! –volvió a la carga el otro-. Si por algo no le di las señas de don Pancho esta mañana. Tiene usted pinta de muy hombre. ¡Ándele! Aquí hay otra botella. Y se me figura que voy a poner algo en las patas de este gallo. Usted, ¿qué piensa ponerle?
-¡Una navaja! –contestó el gallero con la misma sequedad. Y tomó unos tragos. Como en un relampagueo lo inquietó el pensamiento de la ajenidad del gallo y del dinero. Le temblaron las piernas. Le habían mandado en busca de animales para que su patrón los jugara en la próxima feria de su región. Por cierto, no se explicaba la fama de este lugar respecto a tener buenos gallos de pelea. Una vez hallado el tal don Pancho, recorrieron los escasos corrales sin encontrar nada que valiera la pena, como no fuera este gallito giro con la posesión del cual daba por compensados el esfuerzo y el tiempo gastados. Este gallo merecía toda la confianza, la misma confianza depositada en él por el patrón al mandarlo a esta búsqueda. Confianza en el experto. Porque él era un experto. ¡No podía perder!
-¡Ah qué mi amigo! –repitió el otro su cantinela-. ¿No le digo? Se me figura que usted y yo vamos a hacer una buena amistad. Seguro que le voy a poner algo. ¡Échese otro trago!
El aguardiente ya no le quemaba. A cada trago, recibía solamente la sensación de bienestar y un aumento de esa confianza en sí mismo y en su gallo. Y lo más importante: los lugareños empezaban a mostrarle cordialidad.
Isauro apareció a lo lejos en aquella calle larga y ancha, tanto como para dar la impresión de que el camino de donde había nacido esta calle no llevaba allí, sino que seguía su camino sin detenerse, sin el alivio del más pequeño recodo, apenas rota la monotonía por esas casas también grises a fuerza de polvo apiñadas a uno y otro lado, como si en vez de uno fueran dos pueblos separados por aquel camino. Isauro venía rodeado de amigos y con un gallo entre las manos. El grupo de borrachos avanzaba con lentitud. Se detenían, de trecho en trecho, a tomar unos tragos.
La roncada es un grito gutural y recio, el canto del gallo humano que busca pelea. Dos o tres roncadas emitió Isauro antes de llegar y, como su gallo cantara al descubrir al otro, Isauro dejó oír su grito más salvaje, los ojos en los ojos del gallero quien, nuevamente, respondió con el esbozo de una sonrisa mientras también mantenía la mirada fija en los ojos de Isauro.
-Apoco creyó que no regresaría...
-No creí nada. ¿Qué navaja le gusta? –sólo entonces se fijó en el gallo de Isauro, un animal más bien corriente. “De veras que se necesita estar borracho para poner un gallo así frente al mío”, pensó.
A mí cualquiera. Pero nomás tengo ésta. Como puede ver, no da para escoger –dijo Isauro al tiempo que le mostraba una navaja. El gallero reparó en el tamaño, el menos indicado para jugar su gallo, e iba a decirlo, pero Isauro se le adelantó: -Si tiene una igual, la cosa estará pareja –y al decir esto se rió como para dar a entender que, a pesar de su embriaguez, tenía conciencia plena de la diferencia de gallos.
De su morral, el gallero sacó un estuche, lo abrió y tomó de allí una navaja semejante a la de Isauro. “Este fulano no está tan borracho” -pensó- “con esto la cosa cambia. Ya será cuestión de suerte. Pero, ya ni modo de rajarme”. -¡Juega! –dijo con aquella voz ronca y despaciosa.
-¡Ah qué mi amigo! ¡Cómo se me fue a ocurrir darle de beber! Se me hace que así ya no voy con usted. No me lo tome a mal, pero lo dejo solo. Usted sabrá lo que hace.
“Sí que lo sé. Debería exigir otra clase de navaja, pues no es mi culpa si él no tiene otra. Pero, ¿qué me pasa? No soy un chiquillo. Fue tan descarado como para que todos se dieran cuenta. Se las quiere dar de colmilludo... Lo mejor sería rajarme, aprovechar el pretexto de la navaja y exigir una de tamaño más adecuado y, a lo mejor, es él quien se raja. Me gustaría dejar todo esto por la paz, el gallo no es mío, el dinero tampoco. Además, ya no verá bien con esta luz. También eso lo sabe el tal Isauro. Por eso se tardó tanto.”
-¿De a cómo le enseñaron a jugar? –interrumpió Isauro su reflexión, tal si hubiera adivinado sus intenciones. -¿O es mucho gallo para el suyo? –agregó con sorna.
De nuevo esas miradas a tirarle picotazos a los ojos, y el coro de carcajadas que empezó a envolverlo, como un sudario, para dejarlo inmóvil y a merced de su enemigo. “Si me rajo” –pensó-, “entonces sí que voy a darles motivo para reír” –con voz hueca respondió:
-¿Hasta cuánto le enseñaron a contar?
-Hasta cuanto le hayan enseñado a cargar en los bolsillos.
-¿Cinco milagros?
-Si nomás tiene una mano... Yo tengo dos y puedo contar hasta diez, o hasta veinte nomás con darles vuelta. O hasta donde usted me diga que le pare, ultimadamente.
“Después de todo, es igual rifármela a medias que completa” –volvió a reflexionar el gallero y respondió:
-¡Juega! Que sean veinte mil. ¿Quiere casar el dinero? –lo dijo subiendo el tono de voz con respecto a las ocasiones anteriores y con absoluta serenidad.
-No. Pa qué. Se ve usted hombre. Y en lo que toca a mí, pregúntele a cualquiera de estos.
El gallero comenzó a amarrar la navaja en el espolón de su gallo, mientras Isauro hacía lo mismo con el suyo. Los dos disimulaban su propio temblor escondiéndolo, mezclándolo con los nerviosos movimientos de los animales.
-¡Ah qué mi amigo! –dijo el hombre en voz alta dirigiéndose al gallero mientras se acomedía a detener el giro. –Pues, si usted se va a arriesgar, yo por qué he de ser menos hombre. –subió el tono de voz y, sin quitar los ojos del gallito, agregó: -Tú que dices, Isauro, ¿agarrarías otros diez mil?
-Y hasta más, si así quieres.
-Van nomás otros diez. Yo nomás pago por ver, como quien dice... –y como el gallero terminara de amarrar en ese momento, le devolvió el gallo y le dijo: -Si perdemos nos va a quedar un consuelo, vamos a perder por pendejos, pero, lo que es en éste, hay gallo como para el mejor.
-¿Está listo?
-Si nomás estoy queriendo...
Los hombres se acercaron con los gallos entre las manos para que, con el pico, entablaran el primer duelo. La gente retrocedió a prudente distancia, improvisando un ruedo, y los gallos fueron soltados. Más fino y más nervioso, el giro atacó el primero y en su salto estuvo a punto de degollar a su enemigo. Siguió un combate de nervios con los gallos alertas al menor movimiento uno del otro, los cuerpos tensos, los ojos en los ojos, las plumas del cuello erguidas en todo el rededor. Un nuevo salto y esta vez los dos se alcanzaron en el cuerpo. Cayeron con las navajas hundidas y se revolcaron como una sola masa ensangrentada. De allí volvieron a surgir dos gallos de pelea para atacarse con la ferocidad del animal herido.
El giro, constante en sus ataques por lo alto en busca de la cabeza de su rival, la encontró al fin. El otro gallo, casi separada la cabeza del cuerpo, se debatía en las convulsiones de la muerte. En tanto, el giro no dejaba de tirarle golpes con la pata armada.
Isauro hacía lo posible por aparentar frialdad y casi lo conseguía. Pero en sus ojos, dorados y cambiantes como los de los gallos, había acumulada toda la sangre que podían contener, como si en ellos, y no en el pescuezo del animal, hubiera sido dado el navajazo.
El gallero, desde el principio de la pelea, mantuvo los labios plegados en ese gesto que buscaba parecer una sonrisa. Ahora la abrió franca, la intercambió con la del amigo ocasional quien, en voz baja, pero no tanto como para que no se oyera, comentó:
-¡En la mera madre!
De repente ocurrió lo insólito. El giro, a todas luces ya el vencedor, se ensartó en la navaja contraria en uno de los movimientos convulsivos del otro gallo y se desplomó sin vida.
Un ¡Ah!, colectivo, seguido de un silencio espeso, silencio de lodo amasado con sangre y polvo, cubrió la escena.
La muda expectación fue rota por Isauro al emitir su grito más salvaje. Su gallo se encontraba aún en los últimos espasmos.
-¡Gané! –afirmó Isauro y lanzó al aire otra roncada.
-No coma ansias, mi amigo. Hace falta ver si su gallo contesta, porque, para mí, que también está muerto. ¡Ande, párelo! A ver...
-¡Gané! –repitió Isauro encarando al gallero. Su gesto no dejaba duda acerca de su decisión.
-Se lo repito –dijo el gallero con tranquilidad, pero con igual firmeza-. Está por verse. ¡Su gallo también está muerto, y bien muerto! ¿No lo ve?
-Mi gallo todavía no esta muerto. ¡Mi gallo soy yo! ¿O no es así? –preguntó volviéndose hacia uno y otro lado.
-¡De todos modos me parece que está por verse! –contestó el gallero sin achicarse.
A un tiempo echaron mano a sus respectivos gallos.
La última luz de la tarde se reflejaba en aquel camino polvoriento, sembrado de amapolas de sangre, y brillaba de modo siniestro en el acero de las navajas todavía firmemente atadas al espolón de los gallos. Los hombres se movían con lentitud y de costado, la diestra armada y el zarape enrollado en el otro brazo para detener los golpes. Se atacaban a saltos, como antes lo hicieran los gallos y, como ellos, buscaban la oportunidad para herir y no la de salvar sus vidas.
En verdad, los gallos no habían muerto.

(c) Roberto Olivera Unda

SOBRE EL AUTOR:
Roberto Olivera Unda ha escrito 12 novelas, 6 libros de cuento, y 14 ensayos
de más de 10 p.p. Ha publicado 1 novela (1953), 2 libros de cuento (1955 y
1956), y 11 ensayos (de 1990 al 2002). En 1953-54 asistió al Centro Mexicano
de Escritores. En 1964 el cuento "Los gallos" fue publicado en Europa en 5
idiomas por la Revista "Cuadernos de París". En 1983 participó en el
Encuentro de Escritores celebrado en Cuautla, Mor. y en ese mismo año leyó
textos inéditos suyos en el Palacio de Bellas Artes de México, D.F. En 1987
la Escuela Preparatoria Emiliano Zapata le otorgó el premio CADES (Ciencia,
Arte, Desarrollo humano) por Arte. Desde hace más de 20 años dirige un
taller literario en la Casa de la Cultura de Cuautla, lugar donde reside
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Humberto Dib

Joel

“Yo, que no sé quién soy, soy esto, que no sé qué es”

I
Apenas había recorrido unas pocas verstas(1) cuando el drozhk(2) comenzó a balancearse furiosamente debido a las irregularidades del terreno, irregularidades producidas por la fuerte tormenta que había convertido los caminos de tierra en grandes montículos de barro, luego secados de manera implacable por el incandescente sol de julio.
Beatuschka Romináievna sólo pensaba en llegar a San Petersburgo. Su rostro denotaba un cansancio anticipado y en su mente no dejaba de atormentarla la idea de lo que podría hacer en una ciudad tan importante con apenas 15 rublos y algunos kópeks(3). Estaba absorta en su preocupación cuando, luego de pasar por una larga hilera de abedules, divisó a la distancia a unos mujiks(4) que se acercaban a caballo en dirección contraria a su carruaje. A medida que éstos se aproximaban, Beatuschka fijó su mirada en uno de ellos, de duras facciones, que parecía ser el líder. Pudo observar cómo aquel rostro iba adoptando una mueca procaz hasta convertirse en un gesto cruel. Tuvo un horrible presentimiento que la heló de miedo y le hizo llevar sus manos a la boca, las que contuvieron el grito cuando el mujik se abalanzó, blandiendo una espada, sobre Mitza, el cochero, dándole muerte en el acto...

...El sol le hirió las pupilas al abrir la puerta de su cuarto, que más parecía una caja de zapatos que un cuarto. Llevó su mano derecha inmediatamente a la cara y se apretó los párpados con índice y pulgar intentando apaciguar la dolorosa sensación de invasión que le produjera la luz. Caminó unos pasos tanteando los muebles con su mano aún libre para, poco a poco, ir habilitando al día a penetrar en sus ojos.
- Ah... fue un sueño- se dijo, procurando convencerse de que realmente lo había sido (en general le costaba dejar sus sueños y adecuarse a la realidad). Llegó al baño caminando con dificultad, pues sus piernas aún no le respondían perfectamente. Colocó la cabeza debajo de la canilla de la bañera dejando correr abundante agua; de tanto en tanto se pasaba ambas manos por el rostro con un movimiento circular. Estuvo así unos cuantos segundos y, cuando creyó estar despabilado y fresco, se dispuso a lavarse los dientes para sacarse ese asqueroso y amargo sabor que tiene la resaca de una noche de alcohol.
Recién al volver a su habitación se percató de que no había dormido solo. El hecho lo sorprendió y se estremeció de tal manera al pensar en el escaso dominio que tenía de su conciencia, que la tohalla cayó de sus manos. Ella estaba boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada. Su cuerpo desnudo ocupaba casi toda la cama de una plaza. Se quedó un largo rato mirándola, en parte para deleitarse y en parte tratando de recordar quién era. Las pecas en su espalda parecían estrellas en el cielo de la piel y su cabello rubio caía sobre aquel cielo como una tenaz lluvia de alargadas gotas amarillas.
Hacía ya bastante tiempo que no le importaba con quien estuviese... su único objetivo era impedir que la soledad lo descubriera vistiendo sombras de noche.

II
A los pies de la cama estaba ubicado su escritorio, sobre el cual se hallaban, apilados en un costado, cuatro libros de Fedor Dostoievski: Crimen y Castigo, Los Hermanos Karamazov, Humillados y Ofendidos y El Idiota. En el centro del mueble había un libro de Sigmund Freud abierto en el artículo “Dostoievski y el parricidio”. La tarde anterior había estado leyéndolo para poder criticarlo con más fundamento, pues para él, pese a creer bastante en el Psicoanálisis, los personajes masculinos de Dostoievski no escondían figuras identificatorias del autor. ( Su creencia en el Psicoanálisis era del tipo de creencia que el común de la gente se hace acerca de un tema que conoce apenas de oídas y deduce de estos pequeños datos todo un cuerpo teórico que redunda en lo mismo: explicar acontecimientos personales de la manera más fácil y menos comprometida). Él se negaba a admitir que su escritor preferido hubiese tenido un odio atroz hacia un padre despótico. “Ni siquiera está confirmado que el doctor Mijail Andréievich Dostoievski haya sido asesinado por sus siervos, y menos que Fedor haya disfrutado de este hecho”, había escrito en un papel, la tarde anterior. De todos modos le sirvió muy poco la lectura de aquel ensayo, ya que no conseguía dar sentido a todas esas palabras técnicas desconocidas para él.
En una época quiso ser psicólogo y había avanzado, en tal propósito, al punto de cursar un par de años en la facultad; pero pronto su interés decayó y acabó siendo otro espejismo ideal con los que, cada tanto, tropezaba. Ya había hecho diez meses de teatro, tres años y medio de francés, cinco meses de computación, el ingreso a veterinaria y una cantidad de cosas más que sólo le mostraban su incapacidad para llevar a término todo aquello que comenzaba.
- Joel- lo llamó ella, estirando su mano izquierda, esperando encontrarlo a su lado en la cama -Joel, mi amor... ¿ya te levantaste?
Aquel “mi amor” le sonó tan extraño y tan ridículo que reprimió un insulto, dejando, simplemente, salir un trivial e insulso: “Sí... hace un rato”.

III
De pronto lo recordó todo. La rubia era Vera, la psicobolche de la fiesta. ¿Cómo podía estar con Vera después de lo que había pensado de su personalidad? La noche anterior se había detenido a conversar con ella; era una de esas mujeres a las que Joel catalogaba de jóvenes-viejas-hippie-hair que están todo el tiempo hablando de política y arte. No habían pasado cinco minutos de conversación y Vera ya había puesto en jaque a Shakespeare, acusándolo de fraude (según ella las obras en realidad eran de Marlowe); había criticado a Beethoven por considerarlo comercial (obviamente para ella la música era el canto gregoriano) y tirado por tierra toda la producción teórica de Lévi-Strauss (un simple personaje ingenioso que había envuelto a la gente con referencias esquivas y juegos de palabras). Joel la había estado escuchando todo el tiempo sin dejar de pensar en los estereotipos.
-Mmm ¿vos tenés una cara exótica, no?- le preguntó ella.
-Sí -respondió él, dando un toque de orgullo a su afirmación- lo que pasa es que mi vieja es belga y mi viejo iraní... vinieron hace mucho tiempo... escapando de una de las tantas guerras y...
Los interrumpió otro invitado que se iba y quería saludarlos.
-¡Seguí, seguí... por favor! -dijo nerviosamente Vera- me encantan estas historias... porque yo escribo, ¿sabés?
-¡¿Ah, sí?!
-¡Sí! y estas historias siempre me sirven como material.
En el momento en el cual el alcohol estrecha lazos o genera los que no existen, Joel la había arrancado de la fiesta y ahora estaba allí, reptando entre las sábanas de su cama de una plaza y llamándolo “mi amor”. Súbitamente Joel entendió que estaba manchado. Como un mantel de fonda. Como una bandera vieja. Como un leopardo. Y que esas manchas no saldrían con ningún jabón. Sin embargo, cuando Vera le tendió la
mano, al ver aquel cuerpo desnudo, familiarmente extraño, sus pensamientos se recondujeron a un solo objetivo. Algo inextricable lo trascendía y lo impulsaba hacia ella. No podía decir que fuese sólo sexo... voluptuosidad ardiente, era más bien un deber, un deber que estaba obligado a cumplir más allá de las lágrimas que derramaba al ejecutarlo. Después del acto, abatido por el cansancio, Joel acabó durmiéndose nuevamente.

INTERLUDIO

Hubo un instante en el que se produjo un silencio estrangulador. La tenía a su lado como tantas veces la había tenido, quizás se tocaban sus rodillas. Miraba hacia adelante, extraviado, apretando levemente los ojos, gesto que le marcaba una sonrisa involuntaria. Suspiró profundamente pues allí comprendió que jamás volvería a estar con Ivanna en esta vida. La había perdido. Subió entonces, desde sus entrañas, una sensación que le oprimió la garganta y tuvo que hacer fuerza para no dejar correr las lágrimas. Se dio cuenta de que estaba profiriendo una especie de gemido ahogado pero continuo que se confundía (por suerte para él) con el monótono zumbido del motor del auto. Bajó del remís artificialmente, le dijo unas palabras apuradas de despedida, dio media vuelta y se colocó los audífonos del walkman. Apretó el “play” y se atormentó escuchando “Black”, canción de uno de sus grupos preferidos: Pearl Jam. El cantante se desgarraba en una de sus frases... “I know some day you’ll have a beautiful life... I know you’ll be a star in somebody else’s sky... but why?... why?... why... can’t it be... can’t it be mine?...”(5)
Como aquél a quien un terremoto le destruyó su casa y tuvo que armar, con los pedazos que le quedaban, un refugio en donde protegerse. Confundido, descuidado, cansado, sucio, perdido... golpeado. Así cayó Joel.
Así cayó Joel aquel fatídico domingo de diciembre. Entre la gente se veía como un linyera extranjero; trataba de escapar y se escondía, hasta que conseguía convertirse, en soledad, verdaderamente en un fantasma.
Pidió, prometió, rogó, maldijo y nada.
Tal vez sea cierto eso que se comenta: “Dios no existe”... o tal vez él era sólo un imperdonable.
Joel era un imperdonable porque se había convertido en un perdedor y nadie perdona a los perdedores... aún menos Dios.


IV
Era una noche cerrada. Se escuchaban los gritos de los borrachos peleando, desde el malecón del Neva(6). Hacía cinco meses que Beatuschka Romináievna estaba en San Petersburgo. El viento frío entraba por la ventana del cuarto; ya no le quedaban velas para iluminarlo y era demasiado tarde para que fuese a pedirle una a la señora Vasílievna; por otra parte, encontraba un cierto placer estando a oscuras.
Apenas guardaba unos pocos y raídos recuerdos de aquella tarde de julio en la que había sido muerto Mitza.
Se acercó a la ventana para sentir aún más intensamente el frío. Algunos copos de nieve comenzaron a deslizarse por su rostro y otros se depositaban en sus manos apoyadas en el alféizar... De pronto se le ocurrió pensar en países lejanos en donde, a esta altura del mes de diciembre, debería estar haciendo un calor sofocante y en donde, tal vez, un corazón podía estar siendo partido como lo había estado el de ella el día que decidió salir de su ciudad natal...

... Joel se levantó súbitamente; tuvo la sensación de estar saliendo de un prolongado letargo. Vera yacía a su lado; su respiración pesada elevaba rítmicamente las sábanas. Él se sentía feliz, hacía mucho tiempo que no experimentaba ese estado. Tuvo ganas de hacer algo y se precipitó hacia la mesa; tomó uno de los cuatro libros, acarició la tapa y luego lo dejó muy suavemente en el mismo lugar. Sonreía. Todo tenía sentido, ahora lo comprendía. Esos personajes le habían estado transmitiendo mensajes que eran sólo para él; habían atravesado el tiempo y por fin encontraban su interlocutor. Es verdad, le habían faltado datos para descifrarlos... los sueños...
Joel reía... reía convulsivamente... reía interminablemente... reía porque por fin había entendido. Su rostro estaba cubierto de lágrimas y sudor. Se encontraba de rodillas, con los codos apoyados en su cama de una plaza, como si estuviese rezando
una plegaria al cuerpo decapitado de Vera... el resto estaba en su mano izquierda, una cabeza cubierta de sangre con los cabellos enmarañados entre sus dedos.

INFORME PERICIAL. FOJA 17.

ción en la que estaba la occisa. Al ser interrogado sobre el particular declaró desconocer la causa y que “sólo yo y Raskólnikov(7) lo podemos entender”. Inmediatamente agregó: “También Perseo tuvo una misión muy parecida con la gorgona Medusa del país de las Hespérides”. Sin esperar a que se le pregunte nuevamente, el reo relató: “Cuando desperté del segundo sueño, aquel mediodía, no precisé más explicaciones. Ella dormía de costado, enfrentada a la pared. Agarré uno de los vasos que usamos la noche anterior, tomé el resto de whisky que quedaba y entonces lo envolví en una toalla que había traído del baño antes de tener, otra vez, relaciones con ella. Cuando conseguí envolver todo el vaso, lo golpee bien seco contra el piso... se hizo pedazos, por suerte ella no se despertó. Sin esperar demasiado la di vuelta hacia arriba, aún estaba dormida, tapé su boca con mi mano izquierda y le enterré el vidrio en la garganta... empezó a saltar mucho, gritaba sordamente, gruñía más que gritar... me manchó todo el pecho y los brazos... tuve que ponerle la rodilla sobre el estómago para que dejase de moverse así. Cuando el cuerpo dio los últimos sacudones, poco a poco, saqué la mano de la boca. Ahí es cuando vino lo mejor. Comencé a cortarle muy lentamente cada fibra de carne, cada nervio, cada vena, cada tendón como si estuviese descosiendo la manga de una camisa, jamás pensé que debajo de la piel fuese así. Tenía todo el tiempo del mundo para observarlo... para disfrutarlo; sólo ofreció más resistencia el hueso, pero con paciencia y algunos tirones de pelo, se separó... c’est autre chose que je voulais apprendre, c’est autre chose qui m’a pouseé au crime: il fallait que je sache au plus vite si j’étais une punaise ou un être humain!... Si je pouvais franchir la barrière ou non? Si j’aurais l’audace de ramasser le pouvoir? Suis-je une créature tremblante, ou


bien ai-je le droit...?”(8) Es importante señalar a su señoría que este último trecho de la declaración del acusado hablado en una lengua extranjera, fue luego reconocido como idioma francés, por lo que se necesitó de personal técnico para llevar a cabo la traducción del mismo y así poder determinar con exactitud que...
fs. 17

(Buenos Aires, Setiembre 1998)

1. Antigua medida itineraria rusa equivalente a 1,06 km.
2. Coche de punto ligero muy utilizado en las ciudades rusas en el siglo XIX.
3. Centésima parte de la unidad monetaria rusa.
4. Campesinos.
5. “Yo sé que algún día tendrás una vida hermosa... sé que serás una estrella en el cielo de algún otro... ¿por qué?... ¿por qué?... ¿por qué... no puede ser... no puede ser mío”
6. Río que une el lago Ladoga con el mar Báltico y que atraviesa San Petersburgo (luego Leningrado).
7. Personaje principal de la novela “Crimen y Castigo” de F. Dostoievsky.
8. “era otra cosa lo que necesitaba saber, era otra cosa lo que me impulsó al crimen: era preciso saber, y lo antes posible, si era yo un piojo o un ser humano! si tenía el poder de franquear la barrera o no; si tendría la osadía de recoger el poder; si era una criatura cobarde o bien si tenía el derecho...” (Crimen y Castigo, Parte 5, Cap. IV).
(c) Humberto Dib
SOBRE EL AUTOR :
Humberto Dib nació en Angra dos Reis, Estado de Río de Janeiro, Brasil. Desde hace varios años vive en la Argentina. Es escritor, psicólogo sicoanalista de formación lacaniana, mitólogo estructuralista, traductor técnico literario de portugués-español, Jefe del Departamento de portugués y profesor titular de la Universidad Abierta Interamericana.
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Araceli Otamendi

La calesita

(derechos de autor reservados)

Los ojos oscuros de la nena están fijos en un punto, traslucen una mezcla de asombro y desaliento. Es muy niña, tal vez dos o tres años. Las manos pequeñas se asían firmemente al eje del caballito de madera, como si no tuvieran algo más de dónde sostenerse. El sol dibuja siluetas multiformes en la vereda redonda y mojada
por la lluvia de hace un rato y las expande más allá de las rejas un poco oxidadas. Algunas nubes parecen caballos blancos, levantan las patas traseras mientras sus “manos” agitan el aire. Sentados en un banco dentro del recinto limitado por las rejas un hombre y una mujer se besan incansablemente. Se exploran con sus lenguas más allá de los labios húmedos de ambos. El es joven, de aspecto rudo, los brazos musculosos y firmes insinúan un trabajo que le exige esfuerzo físico. El pelo es corto y ondulado, tiene ojos oscuros de mirada vivaz. Ahueca las manos grandes y frmes en la nuca de la mujer. Usa un jean y una camisa muy abierta que le dan un aire desaliñado. Mientras la calesita da vueltas y más vueltas suena una música horrible y vulgar, sonidos guturales llegan casi a lastimar los oidos. Yo soy Rosita, yo soy José, las dos ratitas de la tevé, liralalira, liralalira, yo soy Rosita, yo soy José.... Así, las notas discordantes se suman al calor de la tarde y tornan la atmósfera más insoportable.
La nena lame un chupetín mientras el caballito avanza en círculo acercándose a la pareja que sigue besándose. Algunos segundos antes, la mujer ha deslizado un puñado de fichas en las manos del infeliz que da la sortija y se ha entregado otra vez a las caricias y besos del hombre. Ella es menuda, morena y en sus ojos hay un aire indiferente. Sentada, parece más pequeña, más flaca. La ropa es de confección barata y los movimientos que ejecuta con el cuerpo mientras besa al hombre son algo nerviosos. La mujer no deja de cruzar las piernas, alterna la de arriba con la de abajo ni deja de mover las manos con largas uñas pintadas de rojo intenso crispadas detrás de la espalda del hombre.
Los ojos oscuros de la nena se detienen en la escena cada vez que el caballito pasa frente a la pareja. La mirada inexpresiva e infantil queda vagando en el aire. Sólo puede verse en ellos una expresión mansa y el desamparo. Cada tanto el infeliz rengo y desdentado recoge las fichas y comenta algo con el hombre gordo que las vende, los dos se miran y las miradas se posan después en el hombre y en la mujer.
El sol ya corrió algunos pasos las sombras irregulares y el cielo tiene el brillo de los mejores días del verano que llega a su fin. Ahora el infeliz va juntando de a una las fichas que le entregan los niños hasta que llega a la mujer :
- Señora se acabaron las fichas va a comprar más o se lleva a la chica?
Ella no le contesta, se separa bruscamente del hombre, el semblante rojo y húmedo y desata la correa que sujeta a la nena y la baja del caballo. Sin decir nada toma a la nena de la mano y las dos se alejan. El hombre camina unos pasos más atrás.
Todavía juega el sol entre las copas de los árboles florecidos y hace brillar las hojas con verdes más intensos. Hay una mezcla de perfumes de árboles en flor, retamas y tilos.
La calesita sigue girando, con la molesta música de carnaval interrumpida sólo por el chirrido esporádico de los ejes. Algunos chicos patean la pelota hasta que salta sobre las rejas y cuando el desdentado no los ve, aprovechan para dar gratis una vuelta.
Ahora es de noche, sopla un viento fuerte y seco y los árboles se inclinan lo suficiente para emitir algo así como un quejido que se filtra por la ventana. Un gato camina por el techo con pasos sigilosos. Se detiene y encoge su cuerpo para atrapar alguna presa. La nena duerme abrazada a un osito azul, la respiración puede percibirse más allá de la puerta que da al comedor. El sueño de la nena es profundo hasta que unas voces altisonantes la despiertan. La nena se acerca a la puerta y escucha:
- Si no me crees, preguntale a la nena, estuvimos toda la tarde en la calesita.
Los gritos continúan mezclándose y la discusión sube de tono. Los ojos de la nena vuelven a estar fijos en un punto, las manos asidas al eje de un caballo imaginario y la mirada vacía de expresión triste y somnolienta. Vuelve a su cama, levanta el oso azul entre sus brazos y se queda muy quieta parada detrás de la puerta. Las voces se confunden con el ladrido de los perros, el crujir de los muebles, el silbido del viento. No la dejan oir claramente lo que discuten. De pronto, suena el primer disparo; la nena corre a su cama y se tapa con las sábanas. Casi sin respirar. Cuando llega la policía le hacen una serie de preguntas que no puede contestar.

(c) Araceli Otamendi

Sobre la autora:
Araceli Otamendi es escritora y periodista. Tiene publicada la novela "Pájaros debajo de la piel y cerveza" ganadora del Premio Edenor en 1994, en el concurso para autores inéditos organizado por la Feria del Libro de Buenos Aires. Fueron jurados Luis Gregorich, María Esther de Miguel y Josefina Delgado. Un cuento suyo integra la antología de autores argentinos "Cuentos de grandes y chicos", editada en 2002. Sus cuentos se publican en diarios y revistas de la Argentina y de otros países. También publica notas periodísticas y ensayos en revistas y diarios. Actualmente dirige las revistas electrónicas Archivos del Sur y Barco de papel. Es Directora de los talleres literarios de la Sociedad Argentina de Escritores.

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Carlos Prina

MANHATTAN

nota: el texto de Manhattan fue escrito unas horas después de producidos los atentados del 11 de Septiembre de 2001 en New York, cuando se desconocía aún la magnitud de las víctimas

   (c)Carlos Eduardo Prina


Un empleado administrativo que llegó tarde porque se quedó dormido; dos operadores de Bolsa; una maestra jardinera; dos monjas a punto de cumplir sus bodas de plata con la congregación; un carnicero que fue a visitar a un primo de su madre al que no conoció antes en sus cincuenta años de vida; un jugador de béisbol que tuvo que retirarse hace tiempo, porque tenía problemas en las rodillas; un pasador de juego clandestino; dos adolescentes fanáticas de Ricky Martin; un vendedor de salchichas; un abogado argentino apurado en regresar a su país por cuestiones que no vienen al caso; una secretaria enamorada de su jefe; el jefe de esa secretaria que está enamorado de otra secretaria; dos ictiólogos nacionalizados belgas; nueve empresarios de la construcción que hacen chistes y hablan de mujeres en vez de ocuparse de los negocios; un pastor protestante que discute con un rabino, aunque son amigos desde siempre; una mujer tan enamorada de su marido como el primer día, aunque lleven veinte años juntos; cinco señores tremendamente hipócritas que no tienen nada en común, salvo su hipocresía; un técnico de ascensores que sueña con ser estrella de cine; una azafata con dolor de ovarios; un granjero que discute a gritos con un usurero; una madre soltera que extraña horrores a su hijito; una dactilógrafa atildada que hace apenas unas horas descubrió los placeres sadomasoquistas, pero no se anima a contárselo a nadie; un limpiador de alfombras al que le gusta su trabajo, veinte especialistas en Internet; una telefonista de pésimo humor porque se le corrió un punto de las medias; un decorador de interiores; un comisario de abordo que está estudiando portugués; un industrial que ganó dinero demasiado rápido y lo gasta en ropa, automóviles y prostitutas; otro industrial que ensaya la manera de explicarles a sus acreedores que está en quiebra y no descarta la idea de suicidarse; un experimentado estafador que se hace pasar por gestor; un gerente general que piensa tomar sol y descansar durante el fin de semana, en su velero; un ascensorista que toma un café; catorce indiscutibles conocedores del negocio de las telecomunicaciones; un analista de sistemas que olvidó sus gafas y cargar su teléfono celular; tres amigas que organizan una fiesta de cumpleaños; un proctólogo; un sargento que ama en secreto a otro hombre; once jubilados; un contingente de turistas ansiosos por llegar al último piso para ver la ciudad desde arriba. Todos ellos y muchos más. Diez, doce o quince mil hombres y mujeres que comenzaron su día sin siquiera el sueño de vivirlo. Diez, doce, quince mil hombres y mujeres que comenzaron su día por rutina, por costumbre, por instinto, por obligación. Son hombres y mujeres que murieron a manos de otros hombres y mujeres que no conocen, por causa de cosas que les ocurrieron a otros hombres y mujeres a quienes tampoco conocen. Son diez, doce, quince mil hombres y mujeres que en un instante experimentan todo el miedo y el horror que no habían sentido en sus vidas. O tal vez no. Son rehenes. Son víctimas. Personas que nunca intercambiaron una mirada. Son diez, doce o quince mil vidas que se extinguieron casi al mismo tiempo. Fue a las ocho y cuarenta y ocho, a las nueve y seis, o a las once menos veinte. Poco importa. Fue en Nueva York, en Pennsylvania, o en Maryland. Poco importa. Son diez, doce o quince mil hombres y mujeres que ya no están.


Sobre el autor:
Carlos Eduardo Prina tiene 37 años y es argentino. Desde hace casi dos décadas ejerce el periodismo, ambiente en el que se desempeña alternativamente en gráfica, en radio y televisión, tanto en medios nacionales como internacionales. También practica la docencia en el Instituto Superior de Enseñanza de Radiodifusión (ISER).
Algunos de sus trabajos literarios acaban de ubicarlo como finalista en el certamen organizado por la Cámara Argentina de Publicaciones y el Centro Argentino para el Desarrollo y Difusión de Autores Noveles, distinción que recibió en el transcurso de la presente 28ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
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