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Veinte años Clarisa
 

"Veinte años Clarisa" es un cuento de Carlos Prina, autor argentino.
Veinte años Clarisa © Carlos Prina Clarisa es joven, es alegre, anda todo el día de aquí para allá. Tiene el pelo castaño claro, con reflejos dorados, y lo usa apenas atado con una hebilla sobre la nuca. Cuando sonríe se le hacen pocitos a cada lado de la boca y por eso, siempre que puede muestra sus dientes parejos y brillantes. Clarisa saca fotografías; cada vez que tiene algún dinero compra rollos de película para acribillar con la lente todo lo que pueda, aunque después le cueste un triunfo volver a juntar plata para hacer el revelado. Saca fotos y más fotos. Fotografía a los jóvenes y a los viejos, a los chicos jugando en una plaza, a los palos borrachos en flor, que pintan de rosa a la ciudad. Clarisa ama a Buenos Aires y la retrata en las cuatro estaciones; en verano porque el calor imita espejismos sobre el pavimento; en invierno porque es bucólica; en otoño porque los árboles parecen de oro; en primavera porque es primavera. Clarisa saca miles de fotografías que de tanto en tanto desparrama sobre su cama para observarlas como si fueran obra de otra persona. Después, las clava con chinches en las paredes o se las regala a alguna amiga; o vuelve a guardarlas para sorprenderse más adelante con las mismas imágenes como si fueran nuevas. Clarisa se entusiasma con las cosas igual que los niños, y observa absorta; y sonríe. A menudo parece tan simple, tan ingenua, tan pequeña, que me sorprende cuando ama como la más experimentada de las mujeres. Clarisa ama con el mismo fervor con el que defiende sus ideales y habla de estos con una pasión casi erótica, que le inflama las venas del cuello y de la frente. Clarisa es el alma mater de las fiestas, de las peñas folklóricas, de los cumpleaños. Conoce a todos y todos la conocen. Alguien me ha confiado que una fiesta sin Clarisa no es una fiesta, “pero por suerte, sin contar las que organiza, no falta a ninguna”. Tampoco falta a las marchas, ni manifestaciones de protesta, porque siempre encuentra un buen motivo que defender: el boleto estudiantil, la modificación de los planes de estudio de las universidades, la liberación de algún dirigente obrero, u otras causas similares que defiende como propias. Clarisa es una buena estudiante de Filosofía y Letras. Le gusta recorrer librerías de viejo en la avenida Corrientes y encontrarse con amigos cerca de la facultad en un bar al que llaman “La Razzia”, porque dos por tres aparece la policía y se lleva a casi todos. A unos por no tener documentos, a otros por llevar el pelo largo, y a los restantes por las dudas. Pero el lugar parece poseer cierto magnetismo, porque a pesar de todo la clientela nunca escasea. En ese bar la conocí, una tarde lluviosa. Llevaba un gorrito de lana y una especie de tapado haciendo juego. En ese momento pensé que lo habría tejido ella, después -cuando fuimos más íntimos- me contó que se lo había regalado no sé quien. No fue demasiado esfuerzo ganarme su confianza. Las mesas de La Razzia cambian de ubicación de manera permanente, al ritmo de las conversaciones que siempre terminan en debate. De esa forma, las mesas se alinean para ubicar a ocho, a diez o a quince donde apenas hay espacio para cuatro, sin contar claro a aquellos que permanecen parados para tener una visión panorámica del lugar y poder opinar en dos o tres ámbitos al mismo tiempo. En medio de una atmósfera siempre saturada por el humo de los cigarrillos, las mesas van conformando hileras, cuadros o los más diversos trazados geométricos, según las necesidades de los clientes. Aquella tarde, Clarisa llegó como todas las tardes repartiendo besos y novedades, y a los dos minutos –enfrascada en la charla en la que acababa de insertarse- defendía una serie de principios relativos a las libertades y derechos propios de los seres humanos. Como quien no quiere la cosa, me fui arrimando a la mesa y poniéndome cerca de Clarisa para estar bien seguro de que me escuchara; deslicé un par de comentarios haciendo referencia a Marx y -cuando me dieron participación en el debate- me explayé con algunas observaciones sobre la revolución cubana. Inclusive disentí en algunos aspectos con Fidel, pero le otorgué mi confianza en otros. Creo que también me metí con Gramsci. Deslicé un par de reflexiones graciosas y listo. La experiencia me indicó que Clarisa era esa clase de chicas a las cuales les gusta el tipo intelectual pero simpático. Durante los siguientes dos meses no falté a ninguna de las reuniones en casa de Clarisa. Mauricio, Roberto y Stella Maris eran siempre los primeros en llegar y los últimos en irse. Ellos eran los que llevaban a los invitados, todos tipos que se las daban de filósofos marxistas, curas tercermundistas y un montón de barbudos activistas y algunos afeitados a la fuerza, que se la pasaban hablando de la huelga general, de llamar a la rebelión social y un montón de cosas por el estilo. Hablaban y hablaban; cada tanto alguien recordaba una canción que tenía que ver con el tema y todos cantaban, fumaban, tomaban mate y pizza fría hasta entrada la madrugada. Cuando se iba el último empezaba mi momento favorito. Me parece verla a Clarisa. Cierra la puerta despacito, echa llave, se voltea hacia mí con los brazos abiertos y me abraza, me besa suave, dulce, tibia. Indefectiblemente hacemos el amor. Creo que estas reuniones a Clarisa la excitan. Le digo que esa clase de gente no le conviene, que es peligroso. Creo que a ella lo que la excita es ese peligro, ese miedo que sólo conoce de nombre, porque todavía no llega a comprender. Le digo que tenga cuidado, que no siga leyendo esos libros, que haga como muchos, que los queme, que hay cosas que es mejor no leer y mucho menos repetir. Se enoja, se levanta de la cama y se va para la cocina, pero la veo así, únicamente con mi camisa puesta encima y entonces soy yo quien la sigue, y le besa la boca con gusto a mate amargo y cigarrillo, y volvemos a amarnos hasta que el sol está casi alto. Entonces a Clarisa se le ocurre salir a la calle a sacar fotos, porque esa es la mejor hora, porque tiene la mejor luz, porque el aire es más transparente. Así es cada día junto a Clarisa. Me regala su frescura y me promete un amor eterno. ¿Sabés qué significa amor?, ¿Tenés idea de lo que es eterno?. Si, es toda mi vida para vos, para siempre. Se ríe. Nunca te vas a librar de mi. Se ríe. Nunca. ¿Venís a casa hoy?. A las nueve. Sí, claro, van a estar Mauricio, Roberto y Stella Maris, prometieron traer a otros compañeros, a un poeta que milita pero no sé cómo se llama y a dos dirigentes estudiantiles que vienen del interior, pero andan de incógnito en la capital, porque si los pescan… Allí, a las nueve. Van a estar todos. Mauricio, Roberto, Stella Maris, un poeta que milita y dos dirigentes estudiantiles del interior. No sé sus nombres. El departamento tiene una sola entrada. Va a estar Clarisa también, pero ella…. Ella tiene muchos libros de esos que…Sí, están a la vista, en las dos bibliotequitas. Que yo sepa, otras cosas no guarda en el departamento. Yo voy, toco el timbre, me anuncio por el portero eléctrico y me rajo, como siempre. Me dicen que vuelva, que la mayoría de la gente ya casi se olvidó de todo. Además –dicen- el país tiene ahora otros problemas. Hay poca guita. La gente se queja porque tiene hambre, y eso que ni se imaginan lo que se viene. Por eso, ellos me dicen que vuelva, que voy a estar bien, que están necesitando a un tipo como yo para que les haga algunos trabajos, y que además me van a conseguir algún empleo, igual que entonces. Ellos me piden que vuelva, total –dicen- quién se va a acordar de mi, un informante, apenas un entregador, un alcahuete. Ese “apenas” y ese “alcahuete” no sé si me dolieron, me angustiaron o me dieron vergüenza. Pero… en fin, estoy pensando en volver, porque aunque aquí ya me acostumbré al idioma y a la comida, sigo extrañando a mi ciudad. Además, a pesar de los años que pasaron, aquí no hice amigos, aunque eso es lo de menos. Si volviera, allá tampoco los tendría. Acá estoy bien, si no fuera porque te recuerdo cada día, porque sigo escuchando tu voz que me dice amor eterno…para siempre, porque aún me encandila y aterroriza tu sonrisa insepulta. Y maldigo tu nombre Clarisa, porque no puedo imaginar que a vos también te hayan borrado del mapa, que no estés en algún lado sacando fotografías o tomando mate, o sintiendo el aire fresco del amanecer. Maldigo tu nombre que hoy no me deja regresar a mi país, a mi ciudad porque aunque nadie repare en mí, ni me denuncie, ni me persiga, ni figure en ninguna lista, siento miedo de encontrarte en cada cosa. A veces pienso que si hoy nos enfrentáramos diría que intenté salvarte. Pero no resulta. No ocurrió así. Maldigo tu nombre porque no fue uno más y me pregunto por qué no fue uno más. Y sos de la única que me acuerdo; y cada día me pregunto que habrán hecho con vos, y al mismo tiempo no quiero saber nada de nada. Y sólo por tu culpa me pesa que me digan alcahuete, informante, entregador. Cierro los ojos y te tengo al alcance de la mano, Clarisa. Eternamente joven, alegre. Eternamente muerta, con tus huesos desparramados quién sabe dónde. Eternamente tras mis pasos, la única sobre mi conciencia. Y eso que pasaron veinte años, Clarisa. Sobre el autor: Carlos Eduardo Prina tiene 37 años y es argentino. Desde hace casi dos décadas ejerce el periodismo, ambiente en el que se desempeña alternativamente en gráfica, en radio y televisión, tanto en medios nacionales como internacionales. También practica la docencia en el Instituto Superior de Enseñanza de Radiodifusión (ISER). Algunos de sus trabajos literarios acaban de ubicarlo como finalista en el certamen organizado por la Cámara Argentina de Publicaciones y el Centro Argentino para el Desarrollo y Difusión de Autores Noveles, distinción que recibió en el transcurso de la 28ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
 
 
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