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La vaca que miraba al sol
Vivía en un hermoso país, al norte de los sueños, una pequeña vaca, más bella todavía. Blanca como la nieve, y con grandes lunares de un negro luminoso, como noche estrellada, había enamorado a los jóvenes bueyes del contorno. Pero estaba muy triste.
Ni el verde de los pastos, ni las altas montañas que iban recortando el horizonte, ni el algodón violáceo de las nubes, borraban su extraña sensación de añoranza profunda. Recordaba cuando, más pequeña aún, casi becerra, el sol iluminaba generoso los prados, la sierra, el infinito, y un calor entrañable le acariciaba el lomo.
Fueron pasando lunas, y lustros, y miríadas, y una lluvia monótona, incansable, se fue haciendo señora del hermoso país. Ya no brillaba, al alba, el rocío en la hierba; ni se encendía el prado; ni las altas montañas proyectaban su sombra al infinito. Todo era gris, igual, sin pena ni alegría.
Pero un buen día, cuentan, un gran disco, un globo entrerrosado, fue subiendo, subiendo, saliéndose altivo de la tierra, posándose en el límite del último horizonte. La vaquilla, hermosa y reluciente, como una adolescente en pleno celo, se le quedó mirando, con la testuz alzada y la mirada en luz. Gustaba respirar tan hondo incendio.
Fueron pasando auroras, y lunas, y estaciones. Y el sol siguió encendiendo la mañana. Y la vaquita, cada día más bella, continuó tendiéndose en el prado, dejándose embeber, acariciando al sol con su mirada. Y quiso poseerlo, desvelar sus secretos de aire y luz.
Aquel extraño globo de aire y fuego dejó, por unos días, de ascender a la cima. Y su mirada, en sombra, se tornó pensativa, ensimismada, algo lluviosa.
Cuando, pasadas unas albas, el sol volvió a encenderse tras la cima, nuestra pequeña vaca comprendió. El fuego, como el agua, o la vida, jamás serían suyos. Nadie podría nunca poseer tan inmensos tesoros. Y se tendió en los prados, desprendida.
Fueron pasando ocasos, y lunas, y nuevos despertares, de un rubor nunca visto entre las nubes. Y la vaca ojinegra, ya toda una señora, se fue dejando amar, acariciar, mecer incluso, por el sol, y los astros, y el rocío caído entre las hierbas. Y los jóvenes bueyes, de uno en otro surco, alzaban la testuz y la miraban, iluminada, hermosa. Había descubierto ya el secreto de la eterna alegría. No poseía nada, ni siquiera a aquel sol al que adoraba. Pero todo era suyo, como cuando, ternera, bebía de las ubres de su madre. Nada, nadie, silencio. Y un calor generoso impregnaba su ser
(c) María Pilar Martínez Barca
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