Una característica fundamental del medio televisivo, es su fugacidad. Debido a ella, los mensajes que por esta vía se transmiten, están prácticamente condenados a ser irrecuperables. Si bien es verdad que, desde hace un par de décadas se cuenta a nivel comercial con aparatos capaces de grabar y reproducir programas televisivos, también lo es el hecho de que no es posible -ni rentable-, para cualquier ciudadano (a), grabar todo lo que es de su interés. Y menos aún, cuando el universo de opciones que abre la televisión se está ampliando notablemente. (Piénsese en Sky, MTV, Cablevisión, los sistemas por antena parabólica, etc).
Es innegable también, el preponderante lugar social que la televisión ocupa en la sociedad postmoderna del fin del milenio, y por ende, del privilegiado sitio en que las instituciones televisoras que la producen, se encuentran. Estas instituciones son las encargadas de la producción y difusión de los bienes culturales masmediáticos, en los que se incluye, la información. Estos consorcios se mueven en el interior de un sistema de relaciones objetivas, dentro de marcos de cooperación o conflicto, de competencia o alianza en los cuales, los agentes que construyen ese sistema de relaciones, luchan también por defender un capital instituido y reconocido, mediante el cual se validan prácticas como el poder de hacer ver, de hacer creer; de hacer reconocer
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