Hablar de la diversidad supone correr el riesgo de canalizar y simplificar indebidamente la realidad de un concepto que posee una gran complejidad y amplitud de matices en íntima relación con sus múltiples implicaciones. No es nuestra intención reducir el término, como suele hacer el discurso postmoderno que ensalza el culto por lo diferente, lo diverso y lo distinto como una sutil manera de subyugar, solapar y ocultar el derecho de todo ser humano a la igualdad, para analizar solamente la atención prestada a las minorías étnicas, discapacitadas, religiosas o de género. Eso sería reducir o simplificar el problema real que, por otra parte, es uno de los problemas más antiguos que tiene planteada la práctica educativa pues dimana de la existencia de la propia institución escolar que nace con una clara vocación/aspiración homogeneizadora como consecuencia de la tendencia reproductora y uniformadora de la propia sociedad. Así, a medida que el sistema educativo ha ido avanzando como organización colectiva encargada de la socialización de las jóvenes generaciones han ido aumentando los problemas relacionados con la diversidad por cuanto éstos entrecruzan la práctica educativa a distintos niveles tanto desde los macropolíticos y organizativos como los didácticos y prácticos.
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