LA LOGSE Y LA (CONTRA)REFORMA ANUNCIADA FORO DE DEBATE SOBRE LA CALIDAD DE LA ENSEÑANZA EN EL SISTEMA EDUCATIVO ESPAÑOL

 

Nieves Blanco, Juan Bautista Martínez y Rafael Porlán*

El documento que sigue es la síntesis de las reflexiones y el debate de un grupo de profesionales de los diversos niveles del sistema educativo, preo­cupados y comprometidos con la búsqueda de la calidad del sistema edu­cativo en términos de equidad, eficacia, relevancia y satisfacción para todas las personas implicadas en el mismo. Lo ofrecemos como un punto de par­tida, como un espacio para estimular la discusión pública y la reflexión serena y comprometida sobre los retos que enfrenta el sistema educativo español en el siglo XXI.

La sociedad es consciente de la importancia del sistema educativo para la distribución de oportunidades vitales y la realización personal de las alum­nas y los alumnos, así como para la convivencia política, la cohesión social y el progreso económico de la colectividad. Y también lo es de la dificul­tad de articular políticas públicas y prácticas profesionales adecuadas. Actuar en un ámbito tan importante y complejo requiere un elevado grado de consenso entre la comunidad social y los profesionales de la educación, que no puede proceder sino de un amplio debate que permita penetrar en los conceptos de calidad, relevancia y justicia social que deben orientar la política educativa y la práctica escolar.

 

I) La educación como servicio público

En las actuales sociedades de la información, plurales y democráticas, los bienes públicos deben ser accesi­bles, deseables, útiles y funcionales. La educación es un bien público funda­mental que debe ser ofrecido a toda la ciudadanía de manera integral, capaz de satisfacer las necesidades y los inte­reses de todos, en todos los ámbitos del desarrollo personal y colectivo.

Necesitamos debatir y clarificar qué idea de escuela, de ciudadanía, de justicia, de calidad defendemos, más allá de la LOGSE. La estrategia discur­siva de la derecha vincula la calidad a la ley; esta estrategia desplaza el conteni­do del debate ciudadano, alejándolo de la intervención en los asuntos públi­cos. El problema de la calidad no se resuelve en un articulado jurídico por­que eso niega la posibilidad de generar políticas de participación ciudadana, de pensar los asuntos educativos públicos sobre criterios de la calidad.

La derecha ha desideologizado su política, adueñándose de -y amplifican­do- las representaciones sociales sobre la educación. Es preciso sacar a la luz pública otro discurso, recupe­rando los valores tradicionales de los sectores sociales progresistas y reconstruyendo las representaciones sociales en torno a ideas potentes, comprensibles y directas: la igualdad como principio cívico, la asunción de la diversidad y la diferencia como hecho incontestable, la equidad como principio para conjugar igualdad y dife­rencia en la provisión de oportunida­des y recursos, la justicia, la conviven­cia y la cohesión social.

*De la redacción de este documento se han ocupado Nieves Blanco, Juan Bautista Martínez y Rafael Porlán, coordinadores del Foro. Las y los asistentes que participaron en el debate y aportaron sus ideas son: José Gimeno, Mariano Fernández Enguita, Angel Pérez, Marina Subirats, Jurjo Torres, Jaume Martínez Bonafé, Amparo Tomé, Marina Fuentes-Guerra, Miguel Angel Santos, Eduardo García, Emilio Iguaz, Francisco García, Antonio Guzmán, Manuel Alcalá, José Ojeda, Ramón Porras, Francisco Santos, Encarna Soto, Manuel Zafra.

 

Necesitamos establecer nuevos parámetros para hacer frente a la actual situación de fuerte conservadu­rismo ideológico, de autoritarismo en los procedimientos, con una legitima­ción social tramposa de las políticas que se anuncian y se emprenden, sin una oposición definida y eficaz, con un sistema público bastante vulnerable y endeble por su historia y sin un debate nacional para establecer las priorida­des de lo que necesitamos para la edu­cación española y la educación pública. Es urgente el debate para definir las coordenadas de un sistema educativo moderno, eficaz en la gestión de sus recursos y el desarrollo de sus propó­sitos, asentado en el principio de justi­cia y orientado a lograr la satisfacción de quienes estamos implicados en él como estudiantes, docentes, padres y ciudadanos.

•La educación es un derecho que debe traducirse en la existencia real de una educación para todas y todos. La univer­salidad en el acceso al sistema educati­vo (lograda por la enseñanza obligato­ria) necesita ser desarrollada eficazmen­te, socializando al alumnado en una cul­tura común y garantizando la atención a sus necesidades e intereses, que serán diversos y diferenciados.

• La educación pública necesita un pro­yecto de vida colectivo compartido, que facilite la integración cultural y social, apoyada en unos mínimos con capaci­dad para integrar las diferencias y ase­gurar la cohesión social. Un sistema público laico, respetuoso con los diferen­tes credos, culturas y tradiciones pero justo en la distribución de oportunidades y recursos. Y con capacidad para facili­tar la convivencia y el enriquecimien­to intercultural desde el respeto, el conocimiento y la reflexión que per­mita la integración de las diferencias y la lucha efectiva contra las desigual­dades.

• La calidad del sistema educativo se vin­cula a su capacidad para promover el desarrollo integral de las alumnas y los alumnos, proporcionándoles una educa­ción funcional, útil, eficaz y satisfactoria. Aprender es una tarea para todos y para toda la vida. En una sociedad en la que las redes de producción de conocimiento están renovándose constantemente, la escuela debe aco­ger y trabajar con los saberes nece­sarios para enfrentarse a los cambios sociales y económicos con el fin de aprender a aprender y participar en la transformación de una sociedad multicultural en una sociedad inter­cultural. Para ello, se requiere rom­per las barreras establecidas con la sociedad, así como algunas distincio­nes de tiempo escolar-no escolar (de hecho ya roto por las desigualdades sociales), o prejuicios sobre la edad de aprender.

• Potenciar la educación de los individuos como sujetos singulares, allí donde estén y con las posibilidades y las limitaciones personales o sociales que presenten. La educación pública debe asumir el com­promiso de elevar el nivel de todo el alumnado, sea cual sea su origen social o procedencia, sin segregar ni jerarqui­zar. La diversidad personal, condición sustantiva de los sujetos, y la diversi­dad social deben ser atendidas a tra­vés de una educación y una escuela más cercana a la población y más sensible a sus deseos y sus intereses.

• La comprensividad supone igualdad básica en la provisión de oportunidades para que toda la población acceda a unos mínimos que permitan a las alum­nas y a los alumnos mantener abiertas todas las posibilidades de elección al finalizar la escolarización obligatoria. Algo que no es equivalente a decir que todas las alumnas y los alumnos acaben sabiendo lo mismo, a través de una oferta homogénea ni en el mismo tiem­po. Es necesario que exista una oferta escolar, en contenidos y estrategias pedagógicas y organizativas, diversifica­da pero de valor equivalente.

• La educación pública debe garantizar la equidad en la distribución de esfuerzos, recursos y oportunidades y la solidaridad con quienes tienen más dificultades para acceder a los beneficios que la educación proporciona. Y un principio clave ha de ser la adaptación de la educación a los sujetos (para, a partir de ahí, potenciar sus capacidades), en lugar de pedir que sean las alumnas y los alumnos quienes se adapten a la escuela. La educación no es una mer­cancía y no debe dejarse al albur del mercado.

• La idea de calidad debe traducirse en ofrecer el máximo de posibilidades a todos los estudiantes. Dar más educa­ción a más gente no baja la calidad de la educación de un país; decir lo contra­rio sí la baja. La calidad se vincula a una concepción del progreso válida para todo el mundo, rechazando cua­lesquiera vías de clasificación que cie­rren las posibilidades de los sujetos y los grupos o que concentre la calidad en ciertos sectores, haciendo más elitista el sistema mediante la segre­gación y la exclusión. El principio, por el contrario, será el de inclusión lo que significa prestar más atención a quienes tienen mayores necesida­des; y eso también significa no tole­rar ningún mecanismo de desarrollo de guetos o grupos segregados.

• El fracaso escolar en nuestro sistema educativo no es nuevo, ni achacable a la LOGSE, pese a la cansina afirmación del PP. Escolarizar hasta los dieciséis años a la población que estaba fuera del siste­ma es un logro histórico que ha genera­do nuevas necesidades y requiere de soluciones también nuevas. El fracaso no es una maldición insuperable utili­zable para expulsar o excluir al alum­nado desmotivado. Quienes fracasan en la escuela tienen rostro: son chi­cas y chicos singulares con unas determinadas condiciones familiares, sociales y culturales; son ciudadanos y ciudadanas nuestros que, en condi­ciones poco favorables, no han podido beneficiarse­ suficientemente del servicio educativo. No podemos cul­pabilizarlos y presentarles más barre­ras que obstaculicen su derecho a la educación.

• La educación afecta a todos y repercute en todos los órdenes de la vida, indivi­dual y colectiva, escolar y profesional. Debe preocupar a toda la sociedad y movilizar todos los recursos sociales para alcanzar los mínimos: coordinando los servicios educativos, entidades ciuda­danas, culturales y empresariales. Es importante facilitar la vinculación entre centros educativos y empresas en la etapa de la formación profesio­nal para avanzar en el diseño de una educación permanente a lo largo de toda la vida, así como facilitar la tran­sición de los jóvenes entre el sistema educativo y el sistema productivo a través de dispositivos que los pongan en contacto con el mundo del traba­jo al final de la educación obligatoria y ayudar a diseñar, en cada caso, las necesidades formativas y las oportu­nidades laborales adecuadas, impi­diendo la formación de grupos de marginación al término de la ense­ñanza obligatoria.

II) El curriculum

El gobierno ha señalado -sin prue­bas- a la comprensividad como el enemi­go a batir y le achaca la responsabilidad del fracaso escolar, olvidando nuestros problemas y déficits estructurales, e igno­rando que los países de nuestro entorno -sin LOGSE- tienen problemas similares. La armonización de la comprensividad con el respeto y la estimulación de la diversidad requiere de una política educativa y unas opciones pedagógicas asentadas en un decidido compromiso social, solidario con quienes menos opciones sociales, educativas y perso­nales tienen y empeñado, por tanto, en la compensación de las desigualda­des. Esas políticas educativas deben tener una traducción curricular que concrete las ideas en propuestas prácticas.

La rapidez de los ritmos de cambio en la sociedad y en el conocimiento están socavando las bases de la identi­dad, personal y colectiva. Desde hace años "se están moviendo" las bases del acuerdo básico respecto a lo que es importante para el ser humano a lo largo de su vida y, por tanto, lo que debe enseñarse en las escuelas. En estos momentos, urge pensar la edu­cación para la ciudadanía de tal manera que incorpore los cambios sociales, que no excluyan saberes fundamenta­les para vivir (como los de las mujeres y los del ámbito de la vida privada), tradicionalmente rechazados como valiosos; una educación que recoja la realidad de las nuevas relaciones entre los sexos, los flujos migratorios o los procesos de sostenibilidad medioam­biental; una educación capaz de articu­lar los valores sociales y cívicos de respeto hacia uno mismo y hacia los demás y la responsabilidad pública y cívica.

Clarificar y concretar el modelo de desarrollo personal y social al que ten­demos resulta necesario para fijar el marco básico del curriculum. La for­mación personal, la preparación para intervenir en una sociedad democráti­ca, la capacidad para acceder a la infor­mación y para trabajar con ella convir­tiéndola en conocimiento debe ser la función de la escuela obligatoria. La formación para integrarse profesional­mente debería dejarse para la educa­ción postobligatoria.

Los contenidos del curriculum, como expresión de la cultura, deben ser coherentes con esos modelos y, en la escolaridad obligatoria, debieran atender prioritariamente al criterio de utilidad, es decir, a su capacidad para satisfacer las necesidades de formación y comprensión de la realidad que, en la actualidad, tienen las y los estudiantes. Esto no quiere decir que desatiendan sus necesidades futuras, pero nunca éstas deberían marcar las pautas edu­cativas a costa de aquéllas; mucho más cuando la velocidad y la magnitud de los cambios sociales nos impiden vis­lumbrar cuáles serán esas necesidades futuras. Nunca la educación debiera proyectarse hacia el futuro despre­ciando el presente (ya sea por aleja­miento, olvido o rechazo).

• Desarrollar el principio de la comprensi­vidad requiere una concepción flexible del curriculum que asegure simultánea­mente una igualdad básica de oportuni­dades y avances equitativos de resulta­dos; que asegure la solidaridad para con quienes afrontan dificultades especiales, la equidad basada en una pedagogía de la contribución y el esfuerzo y la existencia de oportuni­dades de excelencia para quienes puedan aprovecharlas.

• El curriculum debe ser un asunto de debate público y consenso ciudadano. Las leyes deberían establecer sólo algu­nos principios marco sin descender a la especificación de un curriculum detalla­do en sus temáticas, para no confun­dir la regulación necesaria sobre el sistema educativo con la necesidad de garantizar la multiplicidad de for­mas que puede adoptar la cultura en las aulas y en los centros. Este es un asunto de naturaleza pedagógica, que debe ser abordado por los profesio­nales de la educación, sensibles a la colaboración con todas las instancias ciudadanas que permitan asegurar su adecuado desarrollo. De este modo, sería posible crear un sistema que permitiera actualizar los contenidos del curriculum en función de distin­tos criterios y para satisfacer necesi­dades diferenciadas (niveles educati­vos, tiempos, recursos del profesora­do, metodologías...).

•La comprensividad puede y debe bus­carse por distintas vías, pero con plena conciencia de los posibles efectos per­versos de éstas. Ha de haber un pro­grama común de amplio consenso pero sólo será igualitario si es, a la vez, multilateral, no a la medida de un solo tipo de alumnos. Puede basarse en la optatividad, pero siem­pre que no conduzca prematuramen­te a vías de distinto valor; cabe recu­rrir a la agrupación flexible Í de los alumnos, pero con fines compensato­rios y sin efectos estigmatizado res. La optatividad no puede significar quedarse en los "puntos de partida" de las y los estudiantes, de modo que queden encerrados en sus propios límites; deben considerarse sus inte­reses, necesidades, capacidades y orí­genes para elevar sus posibilidades, tanto se trate de estudiantes con difi­cultades como de estudiantes sobre­salientes. Será necesario ensayar tratamientos más flexibles y variados de optatividad.

• Comprensividad no es equivalente a homogeneidad, ni diversidad significa desigualdad. La comprensividad homo­geneizadora se opone al principio cívico de igualdad y provoca la contrario de lo que pretende: excluye en el centro y expulsa de él. La diversidad de las y los estudiantes es un hecho incontestable, evidenciado en la singularidad de cada una y cada uno de ellos como seres indi­viduales, únicos y en proceso permanen­te de construcción. Una diversidad que debe ser pensada como un bien, como un valor que merece ser res­petado y estimulado como condición para un adecuado desarrollo de la autonomía y la libertad personales. Pero también como un valor para el enriquecimiento colectivo en socie­dades plurales, democráticas y multi­culturales. La homogeneización, ya sea en los contenidos, los procesos pedagógicos o la organización escolar (espacios, tiempos, agrupamien­tos,...), desprecia la diversidad y excluye a quienes no se ajustan a una "normalidad" predefinida y arbitraria­mente establecida.

• Las adaptaciones curriculares, así como el establecimiento de itinerarios perso­nales, pueden ser opciones didácticas adecuadas siempre que sean provisiona­les, parciales y no configuren itinerarios especializados e irreversibles. Es decir, serán adecuadas cuando se planteen por su capacidad y potencialidad para satisfacer mejor las necesidades de las y los estudiantes sin discriminar­los, segregarlos y clasificarlos. La atención y la valoración de la diversi­dad de capacidades, intereses o rit­mos de aprendizaje debe y puede ser protegida, al tiempo que se fortalece la pertenencia de las y los estudian­tes a un colectivo, a un grupo, cuya cohesión y riqueza está en relación directa con el enriquecimiento y la satisfacción de sus miembros.

• En el sistema educativo ha de ofrecerse respuestas adecuadas a los diferentes colectivos que están escolarizados. La escuela no puede obviar la cultura de las niñas y los niños, de los jóvenes y adolescentes, la cultura de las mujeres, los referentes culturales populares y los ligados a diferentes grupos, clases socia­les y contextos de vida. No puede que­dar fuera de la escuela lo que es pró­ximo y valioso para los escolares ni tampoco lo que puede permitirles el acercamiento, la comprensión y las posibilidades de opción de modos de vida diferentes de los suyos.

• El conocimiento debe concebirse como un recurso, necesario y útil, para abordar problemas significativos y relevantes. Es preciso articular la organización de los contenidos en torno a problemas sociales relevantes (complejos, abiertos, funciona­les) y elaborar propuestas para tratarlos como problemas escolares. Algunos principios de organización curricular serán la interdisciplinariedad, la inte­gración de la formación intelectual/manual, el desarrollo de las destrezas básicas imprescindibles para lograr un alto nivel de alfabetización. Destrezas como la capacidad de dis­criminación, la capacidad para leer el mundo y las condiciones de vida, el ejercicio del análisis y la crítica.

• El conocimiento disciplinar debe estar al servicio del tratamiento de problemáti­cas significativas y relevantes, aquéllas que permitan al alumnado analizar y comprender mejor los problemas (teóri­cos y/o prácticos, de naturaleza física, histórica, económica, ética...) que afec­tan a toda la ciudadanía. Problemáticas significativas para favorecer el desarrollo personal y cuya comprensión capacita a las alumnas y los alumnos para la toma de decisiones, en lo individual y en lo colectivo. Si se entiende este conoci­miento como un fin en sí mismo se produce el academicismo, útil para la selección social pero inútil para la formación de los estudiantes.

• Alumnos y alumnas deben ser sujetos de responsabilidad en las actividades que se desarrollan" y deben asumir los deberes que se derivan de su participa­ción. El grado de implicación del alum­nado en su propia educación es un indi­cador básico de la calidad de los apren­dizajes así como un requisito para un adecuado desarrollo personal, en el pro­ceso de ir adquiriendo y ejerciendo dere­chos y libertades, y asumiendo la res­ponsabilidad por sus actos. Deben participar en las decisiones curriculares que más le afectan; deben ser escu­chados y sus demandas tomadas en consideración.

• Hay que estimular espacios estratégicos y promover la elaboración y difusión de materiales curriculares alternativos y experimentados, de manera que actúen como ejemplificaciones dinamizadoras de los cambios curriculares.

 

III) La evaluación y la promoción

 

La complejidad de la evaluación, la diversidad de funciones (a menudo contradictorias) que se le asignan, la variedad de necesidades que satisface, los mitos que existen en torno a ella, siempre harán difícil el debate y el establecimiento de criterios básicos respecto de los que conducirse. Pero, por eso mismo, son más necesarios.

La evaluación del sistema edu­cativo es fundamental en el ejercicio de la ciudadanía, por lo que significa como ejercicio de responsabilidad pero también por la exigencia de control de un servicio público de calidad. Y siempre debe ser rea­lizada desde criterios de justicia social, potenciando las funciones de apoyo y ayuda en detrimento de las de clasificación.

La evaluación pretende la democratiza­ción y la capacitación ciudadana para el ejercicio responsable del control público. Puede y debe ser un potente instru­mento para avanzar en los procesos de democratización, facilitando la comprensión y el análisis crítico de la calidad de ese servicio y las decisio­nes ciudadanas sobre el cambio y la mejora.

La sociedad debe disponer de informa­ción y el sistema educativo de un siste­ma riguroso y eficaz de control y res­ponsabilidades respecto del uso de los recursos que se ponen a disposición de los fines de la educación. Unos recursos que no pueden ser utiliza­dos y desviados hacia las elites socia­les en detrimento de quienes más apoyos demandan y más necesidades tienen. El uso, la alternancia y com­plementariedad de la evaluación interna y de la evaluación externa pueden asegurar la disponibilidad de una mayor cantidad de información y un mejor contraste de las evidencias y los juicios recogidos.

• La idea de control público debe partir de la transparencia y deliberación acer­ca de qué datos se seleccionan, quién decide cuáles son importantes y quién los interpreta, qué indicadores van a uti­lizarse, bajo qué principios de procedi­miento o valores se seleccionan y se interpretan. Es importante, igualmente, que todos los colectivos puedan hacer oír su voz, sobre todo quienes tienen menos capacidad para intervenir. Para ello, se requieren enfoques holísti­cos, metodologías contrastadas, diri­gidas a ayudar y nunca a penalizar a colectivos (alumnado, profesorado), sin renunciar por ello al control público. Del mismo modo, es acon­sejable la complementariedad de la evaluación interna y las evaluaciones externas, independientes y demo­cráticas.

• Las reválidas son mecanismos externos de criba y selectividad para el alumno­do. Su introducción no eleva el nivel de rendimiento, ni facilita la circulación por el sistema educativo; antes bien, estran­gula la pirámide de la población escolar y condiciona una formación raquítica dependiente del tipo de pruebas definiti­vas. No elevan la calidad de la enseñan­za de la mayoría y pervierten las condi­ciones de estudio de los estudiantes.

La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje tiene sentido en la medida en que nos propor­cione información sobre su desarrollo, tanto al profesorado como al alumnado y a las familias. La tradición selectiva de la evaluación, ligada a procedimientos de medición de resultados más que a la comprensión de los procesos, tiene un importante peso en las prácticas pedagógicas y en el imaginario colecti­vo. Una tradición que se ve reforzada cuando, de manera tramposa, se ofre­cen datos que ligan la calidad de la educación a los resultados de los estu­diantes, y cuando se quiere vincular la calidad de un centro o un sistema a prácticas tan discutidas y discutibles (social y pedagógicamente) como la selectividad o las reválidas, achacándo­se la falta de calidad a prácticas como la promoción continua.

• La evaluación debe ser siempre realiza­da desde criterios de justicia social, lo que significa que nunca debe ser utiliza­da para discriminar o segregar al alum­nado. Si la escolaridad obligatoria es comprensiva, la evaluación del rendi­miento no puede dirigirse a la clasifica­ción y al etiquetado. En todo caso, la evaluación debe prestar atención a los procesos y no sólo a los resulta­dos y debe afectar a todos los agen­tes, las variables y dimensiones del sistema y no sólo al alumnado. Igual­mente, el periodo adecuado para la evaluación deberían ser los ciclos o periodos completos e integrados, evitando la parcelación por niveles o cursos.

• En un periodo formativo común y obli­gatorio, no debe haber titulaciones dife­renciadas. El problema de la diversidad de capacidades y ritmos en la adquisi­ción de conocimientos por parte del alumnado no se resuelve con la evalua­ción sino con la adopción de medidas pedagógicas, curriculares y organizativas que permitan una atención diferenciada y equitativa. Que las y los estudiantes dispongan de una diversidad de alterna­tivas, de valor equivalente, es una con­dición de justicia e igualdad que no puede quedar invalidada por la expe­dición de titulaciones diferenciadas, con valor educativo y social también diferenciado y jerarquizado. Contra­rio a estos principios es también el establecimiento de reválidas o prue­bas de rendimiento con capacidad segregadora a lo largo de la escolari­dad obligatoria.

• Potenciar las evaluaciones globales que consideren diferentes condiciones y crite­rios sobre el trabajo escolar frente a la evaluación del rendimiento basada en estándares únicos y parcelados. Si pare­ce admitido que no todo el mundo pro­gresa al mismo tiempo, ni existe una única forma ni ritmo de maduración y desarrollo de capacidades, es la evalua­ción criterio la que tiene sentido por­que acepta la diversidad de ritmos y capacidades, al tiempo que permite valorar el progreso y el esfuerzo además del rendimiento final.

A la actual aplicación de la promo­ción continua una parte importante de la sociedad y del profesorado le atribuye la causa de muchos males e incluso se la señala como factor relevante que causa el fracaso escolar. Su rechazo se entiende como una demanda de homogeneización de grupos y una falta de reconocimiento de la diversidad del alumnado. Y, en no pocas ocasiones, sirve como cortina de humo para ocultar otros problemas. Si hasta ahora el sector más tradicional ha demandado una selección escalona­da del alumnado más contundente, opciones curriculares precoces y selectividad dura; por otro, se ha pedi­do retrasar las decisiones hasta que se permita una formación básica común para todos. La antigua tradición del eli­tismo frente a propuestas más com­prensivas.

Junto a este dilema, se producen en torno al mecanismo de la promo­ción continua fuerzas contradictorias e intereses enfrentados: parte del pro­fesorado considera la promoción con­tinua como una pérdida de autonomía, al mismo tiempo que los padres pre­sionan para la promoción "obligada" de sus hijos, quienes prefieren el acce­so automático de curso a la problemá­tica repetición. Lo que manifiesta la falta de una política coherente respec­to a la promoción/repetición de curso y, lo que es más importante, diferentes significados para entender la igualdad de oportunidades a lo largo de la escolarización obligatoria a la vez que diferencias en el modelo educativo y de sociedad.

Está demostrado que las repeticiones de curso no mejoran las condiciones de los que repiten, pero sí crean sentimientos de fracaso y pérdida de autoestima, rup­tura de relaciones sociales, aumenta los conflictos docentes de relación con alum­nado y padres, provocando selección social. En la actualidad la promoción continua descongestiona el sistema pero debe de mejorarse su aplicación con la realización de la adaptación curricular pertinente, los seguimientos adecuados, la complementación de recursos externos y la valoración de lo educativo sobre lo instructivo. En caso de suprimirse la promoción con­tinua se producirá una estrangulación de la organización de los centros y aumentará el desencuentro actual entre las familias, el alumnado y el pro­fesorado.

La promoción continua ayuda a incor­porar al alumnado al sistema, exige flexibi­lidad organizativa en agrupaciones, tiem­pos, jornada, diversificación de materiales, aceptando la heterogeneidad del alumno­do. Permite una variedad de formas meto­dológicas más adecuadas y gratifcantes para el alumnado porque satisface sus necesidades, se acomoda a su ritmo de aprendizaje y ofrece oportunidades de éxito. La promoción continua ha sido mal entendida y se ha aplicado inco­rrectamente como un recurso mecáni­co que permitía abandonar al alumnado a su suerte. Pero, ni incluso su mal uso justifica que se la haga responsable (y culpable) del fracaso escolar.

La promoción, desarrollada de mane­ra completa y con soluciones adecuadas, reduce el aislamiento, realza los logros de los más necesitados y eleva la calidad de todos. Algunos principios para una alternativa en el desarrollo de la pro­moción continua:

• La organización de jornada completa, calendario y curriculum deben ser fle­xibles y variados y permitir pasar de un grupo a otro sin generar estigmas.

• Las y los estudiantes con mayores necesidades deben ser atendidos prioritariamente, sin que ello signifi­que privar a los demás de alcanzar metas tan elevadas como seamos capaces de proponerles y ellos de lograr.

• Asignación de los maestros y maes­tras con mayor experiencia a los más necesitados, intensificando la utiliza­ción de recursos de la comunidad y la ayuda externa. El alumnado supone también un conjunto de recursos educativos, para lo que se requiere potenciar el trabajo cooperativo y la enseñanza mutua.

• En la decisión de agrupamientos, la educación afectiva ha de primar sobre la instructiva. Todas y todos pueden y deben progresar, dispo­niendo de oportunidades para ello. Valorar lo que son, lo que ya tienen y los progresos globales que realizan es un principio sencillo pero con una enorme potencialidad educativa.

• Corresponsabilizarse con el alumna­do y padres/madres de las decisiones de promoción y sus implicaciones. Evitar por todos los medios abando­nos y absentismos y denunciar los grupos de exclusión y sus mecanis­mos ocultos.

• Organizar planes de adaptación con estrategias multinivel y multigrupal. El tiempo de estancia del alumnado en el centro debe ser aumentado, lo que no significa que aumente el del profesorado.

• Cambiar las formas de evaluación y el contenido y sentido de las juntas de evaluación para centrarlas más en la comprensión de los problemas existentes y en la búsqueda de alter­nativas para hacerles frente.

 

IV) El profesorado

En el contexto europeo somos uno de los países que menos tiempo dedica a la formación profesional de su profesorado. La nueva concepción de profesión que requiere la sociedad en que vivimos y la escuela que necesitamos, demanda ampliar urgentemente la duración de la formación inicial (nivel de licenciatura) así como modificar su enfoque. Generar conocimiento práctico, capaz de utili­zarse para hacer propuestas, combinar la reflexión con propuestas para ser llevadas a la práctica exige tiempo, además de una orientación definida. La creación de una Facultad Experimental podría iniciar y probar esta idea.

La actual propuesta de formación ini­cial del profesorado de secundaria está quedando totalmente cerrada e hipoteca­da para las Facultades de Educación y Escuelas Universitarias, desaprovechándo­se una coyuntura de renovación genero­cional posible de la función docente a la vez que renunciando definitivamente a modelos de formación como los desarro­llados en la formación de profesionales con un alto componente teórico-práctico (como los MIRs).

Hay que vincular la Formación Inicial del profesorado a la innovación y la inves­tigación universitaria. Algo que puede lograrse si la formación tiene lugar en los centros junto a profesionales innovadores de primaria y secundaria, de tal manera que tanto la formación inicial como la pri­mera etapa docente se desarrollen en el marco de tutorías prácticas, con una pri­mera etapa de intervención tutorizada, parcial y progresiva implicando la práctica y la teoría. Igualmente resulta necesario incentivar la investigación universitaria que se vincule a ese núcleo fundamen­tal de formación inicial e innovación.

El profesorado trabaja hoy con niñas y niños que viven en contextos simbólicos y progresivamente más vir­tuales, en medio de redes de inter­cambio de información y de redes paralelas (escuela, calle, familia, casa) donde la información está fluyendo permanentemente. En algunos secto­res no hay carencia de información sino de recursos para organizarla e integrarla en proyectos de vida.

                          

Sin obviar las dificultades que pre­sentan las formas de elección de la dirección de los centros, no parece que el camino hacia la profesionaliza­ción que parece vislumbrarse esté exento de problemas. La orientación hacia el gerencialismo en la organización, el personalismo en la dirección, la poten­ciación de los órganos unipersonales fren­te a los colegiados y el autoritarismo en la toma de decisiones, no constituyen vías adecuadas para favorecer la democracia, la participación y la convivencia en los centros escolares.

La escuela es un lugar de aprendizaje de la participación ciudadana y la toma de decisiones individuales y colectivas. La formación de la ciudadanía, que consti­tuye el principio básico de la educación obligatoria, requiere que la escuela cons­tituya, en todos sus ámbitos, un escena­rio democrático en el que sea posible y necesario el ejercicio de los princi­pios y el desarrollo de las capacida­des que nos permiten participar en las decisiones que afectan a nuestra vida. Centros en los que seamos suje­tos de derechos y también de debe­res a través de la participación, el debate, el diálogo y la toma de deci­siones en los asuntos que nos afec­tan, así como la responsabilidad sobre las decisiones que se toman y las acciones que se emprenden.

La educación es responsabilidad de la comunidad y de cada uno de sus miem­bros. Y esto en una doble vertiente: en la toma de decisiones y compar­tiendo recursos disponibles en la comunidad. Y en una doble direc­ción: favoreciendo que la comunidad "entre" en la escuela y facultando a las y los estudiantes para que inter­vengan en la comunidad. De este modo se mejoran las decisiones y se propicia el interés y la adhesión al proyecto escolar.

• Estimular la participación y crear y potenciar los vínculos de relación entre los distintos grupos que participan en la escuela. Es preciso dar a los titulares del derecho a la educación -alumnado- y a sus representantes legales -padres­más voz e influencia, más capacidad de decisión y de intervención en la organi­zación y la política educativa. Tener posiciones e intereses diferentes enriquece el espacio común, no lo limita.

• Articulación de los centros en torno a proyectos y a un equipo que los sostiene y los desarrolla. Proyectos que, fruto de un trabajo colectivo, reflejen los princi­pios de quienes trabajan en la escuela y su compromiso para atender a las características definidas de su contexto y su alumnado. Es preciso fomentar los equipos docentes frente a las ini­ciativas personales; equipos capaces de proponer proyectos aceptados por la comunidad porque reflejen sus planteamientos, han participado en su elaboración y se sienten vincula­dos a su desarrollo. Este es el único modo en que puede garantizarse la continuidad de una comunidad edu­cativa con unidad de propósitos y de planteamientos.

Potenciar y promover la cultura de la relación, de la escucha y de la negocia­ción. Dinamizar la participación y facili­tar la convivencia ha de apoyarse, en gran medida, en la capacidad de escu­char a quienes están implicados en el proyecto educativo, en garantizar que su voz tenga presencia en las decisiones y que sea oída en cuestiones de relevan­cia educativa. Las escuelas (el profe­sorado y los equipos de dirección de los centros, sobre todo) deben valo­rar un tipo de saberes que tradicio­nalmente han sido olvidados -cuando no menospreciados-: los saberes relacionales, apoyados en un proyec­to democrático. La gestión coopera­tiva de los centros, más practicada por las mujeres que por los hom­bres, constituye un referente a valo­rar por su capacidad para establecer un estilo de saber solidario, dialógico y de predominio de la autoridad sobre el poder.

Potenciar lo colegiado frente a lo uniper­sonal. Hacer recaer en una única perso­na, el director o la directora, la respon­sabilidad de la gestión del centro supone un proceso progresivo de burocratiza­ción del sistema. Sin negar la impor­tancia de la dirección, se debe pro­mover la autoridad moral y el actuar con delegación y definición de fun­ciones para cada puesto del trabajo. Frente a la práctica actual en la que se utiliza un saber de especialización, desterritorializado, se requiere más saber de cooperación, compromisos colectivos que es lo que le da legitimidad a los­

proyectos compartidos de transformación.

La elección democrática de la dirección. Puesto que no hay constancia científica de que el profesorado que es elegido para la dirección sea peor que el que es designado, la elección supone un plus democrático. Hay que garantizar tam­bién la eficiencia; pero el problema no es que los directores sean elegidos sino que necesitan identificar sus fun­ciones pues no se le asignan compe­tencias. Por tanto, se pueden conjugar principios de democracia con princi­pios de eficacia. Las argumentaciones sobre la conveniencia de que la direc­ción sea electiva son más coherentes desde el punto de vista democrático y sensibles con el colectivo, puesto que existen más garantías de representati­vidad y mayor legitimidad con los compañeros y compañeras.

No hay modelos universales de gestión, de participación o de relación; son y deben ser diversos. Lo que deben exis­tir son principios y valores aceptados como universales que se concretan de formas singulares para adaptarse a necesidades, intereses y contextos también singulares, únicos e irrepeti­bles. Los centros deben tener libertad para desarrollar con singularidad los mismos valores, en función de sus características y del contexto en que se sitúan. La tendencia a homogeneizar rompe con esa libertad e impide desa­rrollar esa singularidad, aún entendien­do que, en las condiciones sociales actuales, resulta dificil equilibrar lo uni­versal y lo singular sin caer en la compe­titividad. La competitividad no puede ser nunca un principio si el propósito es ofrecer una escuela para todos, en condiciones de equivalencia de opor­tunidades.

Hay que diferenciar las tareas burocráti­cas y las pedagógicas, potenciando estas últimas y descargando a la dirección de aquellas. En la actualidad, la dirección de los centros, está cargada de fun­ciones burocráticas, pobres pedagó­gicamente. Las funciones de la direc­ción deberían ser, sobre todo, peda­gógicas: animar un proyecto educati­vo, realizar la coordinación pedagógi­ca, estimular iniciativas, evaluar inter­namente los procesos, favorecer la formación del profesorado en la indagación, el perfeccionamiento y la innovación.