LENGUA Y ENSEÑANZA DE LA LENGUA
EN LA EDUCACIÓN SECUNDARIA:
REFLEXIONES SOBRE UN DESENCUENTRO
Mª
Pilar Núñez Delgado*
Manuel
Vera Hidalgo **
La enseñanza de la lengua
presenta inadecuaciones fragantes de hábitos didácticos. la tesis que se presenta en el artículo es superar
la paradoja entre enseñar estructuras, esquemas, principios, preceptos,
conceptos, reglas,... rigurosas y científicamente lingüística o bien lo que los
jóvenes precisan una lengua viva, flexible y creadora. Cada vez se echa mas en
falta una enseñanza lingüística que se fundamente en la necesidad de imaginar
y hacer cosas que tenemos los seres vivos.
Últimamente
es frecuente encontrar en las revistas académicas y profesionales análisis
críticos sobre la eficiencia de ciertos hábitos didácticos, más o menos
generalizados, que reproducen los modelos tradicionales de enseñanza sin tomar
en consideración algunas evidencias sobre la forma en que se producen los
aprendizajes, o, incluso, sobre la naturaleza de los aprendizajes mismos. Se
trata, en la mayoría de los casos, de reflexiones hechas desde perspectivas
psicológicas o pedagógicas, de gran productividad en el análisis de las
metodologías didácticas, que producen explicaciones certeras sobre los
procesos escolares y promueven
actitudes positivamente críticas.
Hoy
aquí, y en relación con la enseñanza de la lengua de que trata esta monografía,
queremos abordar otra perspectiva para presentar algunas ideas sobre la
inadecuación flagrante de tales hábitos didácticos a uno de los elementos
fundamentales del hecho mismo de enseñar y de aprender lengua: a la lengua
misma como objeto de aprendizaje, a la naturaleza de los conocimientos que
pretendemos transmitir.
* Asesora de Lengua y
Literatura. CEP Campo de Gibraltar. Cádiz (lengua@cep.camp.gib.org).
** Profesor de Educación
Secundaria. Granada (conceptos@eresmas.net).
Es necesario, para ello,
partir de una obviedad: la de que la didáctica de cualquier objeto o sistema no
es un hecho aislado y al margen del objeto mismo; muy al contrario, la forma en
que el objeto permite ser aprehendido constituye parte de su naturaleza, de su
especial manera de ser, de la índole de los conceptos que estructura, y hasta
de su particular forma de integrarse en los sistemas de pensamiento humano.
Dicho de otra manera: que la didáctica de la lengua participa, tiene que
participar, en una proporción importante, del hecho específico y fundamental
que en las sociedades humanas constituye la lengua. La naturaleza didáctica de
ésta; su capacidad de nombrar, de mostrar, de demostrar, de interpelar, de
hacer; su papel decisivo en la construcción y estructuración de las sociedades;
su condición de herramienta para el pensamiento y de la abstracción; de
materia prima en la invención de universos y emociones; de substancia con que
están hechos los conflictos y la urdimbre ética, condicionan de manera decisiva
el proceso de planificación e intervención didáctica, que no puede construirse
al margen de ella, ni de lo que ella misma supone.
Por eso resulta tan ilógica, tan alejada de razón y hasta de sentido
común, una práctica didáctica, más frecuente de lo que quisiéramos, que se
sustenta fundamentalmente en el inventario y descripción de los elementos
lingüísticos y en el análisis de las variaciones que presentan las estructuras
verbales, sin tener en cuenta que la lengua es bastante más y que aprender la
lengua es otra cosa bastante más compleja, pero más armónicamente en
consonancia con el objeto que pomposamente se predica. A la descripción somera
de algunos de los rasgos sintomáticos de esta que podríamos llamar patología
didáctica quisiéramos dedicar esta modesta reflexión que se nos pide.
I) La lengua es un instrumento para hacer el mundo
Resulta
cuando menos paradójico que la única manifestación lingüística que en la clase
de lengua alude al mundo real la constituyan las conversaciones marginales,
entre o durante las actividades formales, de nuestros alumnos y alumnas o las
notas que en papelitos de formato irregular e improvisado
circulan por la clase. Tan marginales unas y otras que ni siquiera se atienen
a las normas formales de corrección (aun cuando formalmente estén asimiladas)
que han aprendido a lo largo de su ya dilatado itinerario escolar. Tales notas
y conversaciones constituyen para ellos fórmulas de comunicación real en un
contexto en que toda comunicación es fingida y ejemplarizante y el lenguaje
sólo alude a un lenguaje que, por otro lado, está vacío de todo referente
real.
Y resulta especialmente
paradójico cuando sabemos que esa lengua que se pretende enseñar no es, en
realidad, objeto alguno al margen de su entidad social: más allá de su papel
determinante en la interrelación humana, hay que convenir que la lengua
constituye la forma de ser humano en sociedad y que una parte considerable de
los elementos estructurales que constituyen las sociedades humanas es pura y
llanamente lenguaje. El conflicto, forma de existir y manifestarse de todo
grupo humano, que permite la integración y reacomodación continua de sectores
culturales y sociales y, en consecuencia, el progreso ético, tiene un
componente importante en el lenguaje. Y no sólo como cauce para su
planteamiento y solución sino como la materia misma de que está hecho.
Resulta por ello
paradógico que en las situaciones formales de aprendizaje que diseñan los
docentes (en gran parte dictadas por los libros de texto) esté ausente el
lenguaje que significa socialmente y que, en consecuencia, permite construir y
dar sentido al aprendizaje lingüístico. La escuela, se ha dicho tantas veces,
no puede quedar al margen de la sociedad, encerrada en un reducto de
conocimiento vacío, recreándose autosatisfecha en una erudición que la aleja de
una supuesta vulgaridad cotidiana. Muy al contrario, debe ponerse al servicio
de la comunidad, proporcionarle herramientas para una democratización
auténtica que sólo es posible mediante la construcción de una sociedad ética,
justa, equilibrada. Y en esta tarea el aprendizaje de la lengua cumple un papel
fundamental, ayudando a reconstruir el mundo a los jóvenes, planteándolo en
su complejidad, creando una sensibilidad que capacite para el disfrute de los
bienes culturales y para el ejercicio de la solidaridad, construyendo el
instrumento verbal que posibilite la solución (o por lo menos un planteamiento
satisfactorio, que ya es bastante) de los conflictos personales y de los
antagonismos sociales.
De aquí la necesidad de
que el profesor de lengua vuelva a pensar su intervención y a diseñar modelos
en los que el objeto de estudio no sean esos objetos lingüísticos destilados,
puros por cuanto vacíos de significación social pertinente, aislados en tubos
de ensayo, inexpresivos, mero eco de la institución verbal, sino una lengua
viva, conflictiva, plena de sentido. Los conocimientos lingüísticos sólo serán
aprendizaje real cuando formen parte de la personalidad de nuestros alumnos,
cuando se integren en su intelecto y en su mundo de sensaciones y sentimientos,
cuando los sientan como un instrumento para comprenderse y para hacer y comprender
el mundo, para intervenir ética y políticamente en la sociedad. El educador no
puede limitar el universo de su curiosidad epistemológica al conocimiento de
objetos debidamente despolitizados, dice Freire; la formación técnico
científica no puede prescindir, so pena de mutilarse y mutilarnos, de la
incesante búsqueda de la creación de un saber pensar, de un pensar acertadamente
y de un pensar crítico. Aquí es donde empieza a tener sentido la clase de
lengua.
2) La lengua es un instrumento
para crear
El sistema de
comunicación humano tiene un componente importante de rutina. La repetición de
esquemas, de fórmulas asentadas con la costumbre y que se adquieren en el
momento mismo en que se aprende el idioma, facilitan en gran medida su
utilización con un ahorro importante de energía y de ingenio humano que, salvo
en el caso de los andaluces occidentales, no es, por cierto, ilimitado. Junto
a la doble articulación, la rutinización de fórmulas, estructuras sintácticas
y esquemas léxicos constituye una gran economía del lenguaje, menos conocida
por menos estudiada, que lo sitúa dentro de la escala de las posibilidades
humanas. Esta característica, consustancial al sistema de comunicación verbal,
facilita y automatiza la producción de mensajes, la oral y la mayor parte de
la escrita, con un ahorro considerable de esfuerzo y con la ventaja de una producción
instantánea, adecuada a las necesidades del intercambio comunicativo.
Pero una vez dicho esto
hay que afirmar lo contrario: como organismo vivo que es (se dice tantas
veces), la lengua es uno de los productos sociales más dinámicos y cambiantes,
en continua evolución, que se expande a sus anchas sin respeto a normas ni a
muros, que desborda toda previsión... La mayoría de las veces los encargados
de mantenerla fija y limpia han de limitarse a mantenerla ordenada, tanto en lo
que concierne a su caudal léxico como a sus estructuras sintácticas o a su
fonética. A esta capacidad de cambio e innovación, que va paralela con la
evolución de las sociedades, tan vertiginosamente cambiantes (no en vano la
lengua es uno de los constituyentes fundamentales del organismo social), hay
que unir la capacidad del lenguaje humano para crear mundos nuevos, para
imaginar situaciones, sociedades, personas, para sustentar y producir
sentimientos, y para organizar toda esa información según esquemas novedosos,
adaptados a finalidades constantemente redefinidas. La lengua constituye una
de las herramientas más poderosas para la edificación del mundo y de todos los
mundos posibles: construye mitos y formula principios científicos, crea
historias e instituye códigos normativos, imagina utopías y da forma a las
emociones. Y hasta es capaz de recrearse en las propias asociaciones insólitas,
absurdas, paradójicas, que concibe...
De ahí que resulte tan
difícil entender que la lengua que explicamos sea esa institución tan rígida y
severa que suele ser. A nuestros alumnos y alumnas les enseñamos estructuras,
esquemas, principios, preceptos, conceptos, reglas... rigurosa y
científicamente lingüísticos. Pero se da la circunstancia de que lo que
prioritariamente precisan es una lengua viva, flexible y creadora, adaptable a
sus necesidades vitales, intelectuales, afectivas, que colabore decisivamente
en la construcción de su personalidad, de su imaginación, de sus principios.
Cada vez se echa más en falta una enseñanza lingüística que se fundamente en la
necesidad de imaginar y hacer cosas (y palabras, y cosas con las palabras) que
tenemos los seres humanos. Cada vez se añora más una educación lingüística que
tenga como núcleo curricular y metodológico la construcción de discursos
(hablados, escritos) orientados a las necesidades de las personas y a sus
fantasías, si es que no son la misma cosa. Y no se trata de orientar la clase
de lengua hacia la formación de escritores, de gente de letras, sino, como
decía recientemente Delibes hablando de la conciencia que de sí mismo tiene,
simple y sencillamente a la formación de hombres [y mujeres] de palabra,
poniendo en tal palabra toda la carga emotiva y ética que el lenguaje posee.
Una transformación
didáctica de este calibre no puede producirse sin un cambio previo y radical en
la perspectiva desde la que, con demasiada frecuencia, las y los enseñantes
observamos el propio objeto de conocimiento. No es posible enseñar la lengua
desde la conciencia o inconsciencia de que es patrimonio particular, fuente de
poder y autoridad, cuya posesión sitúa al menos dos cuartas por encima de los
demás hablantes, porque esta actitud convierte al que la detenta en una suerte
de integrista glósico capaz de interpretar cualquier cambio como un ataque a su
propia identidad y estatus. Desde la consideración de que la lengua es
esencialmente inamovible y de que todo cambio es por naturaleza indeseable,
el profesor o la profesora devienen individuos radicalmente conservadores,
capaces, no ya de discutir legítima y sosegadamente, sino de satanizar al autor
de una propuesta de reforma ortográfica, aunque se trate del mayor genio vivo
de las letras hispánicas, y de negar con violencia lo que es un hecho: que
existe un español culto y mayoritario que no conoce la diferencia entre s y z,
y que al aspirar y hacer desaparecer algunas implosivas establece un nuevo
sistema de oposiciones. Parafraseando a Cioran, la profesora o el profesor de
lengua conservador sitúa su particular paraíso en el pasado. La perfección ya
tuvo lugar y para encontrarla es siempre necesario volver la vista atrás. El
estudio de la lengua no es, pues, para él o ella, el ejercicio expresivo que
potenciará la dimensión humana y social de mujeres y hombres, sino la asimilación
de unas estructuras inmóviles, acabadas, y la veneración religiosa de la obra
perfecta. El futuro ya fue: todo cumplido.
3)
La lengua es una construcción social que se manifiesta individualmente.
La lengua no sólo es el
instrumento que nos permite relacionarnos con los demás en la multitud de
situaciones y contextos en que nos coloca el mundo actual, es también -además
del legado más valioso de la especieel instrumento que nos permite relacionarnos
con nosotros mismos: hablarnos, pensarnos, planificarnos, explicarnos...
¿entendernos?
Ésta es una dimensión
de la lengua que no deja de maravillar a cuantos reflexionan sobre ella. Cuando
tomamos conciencia de cómo la complejidad del pensamiento, la capacidad de
elaborar y de sentir la realidad pasa por el filtro del lenguaje, vemos que esa
complejidad se ha ido haciendo con nosotros, se ha enriquecido y ha madurado.
En virtud de la lengua que somos capaces de manejar, somos capaces también de
pensar en términos más abstractos, de ahondar más en la comprensión de las
personas. Quizás, como decía Unamuno, sea éste un don dudoso: la tortura de la
lucidez frente a la fe sin preguntas del carbonero. Pero quien lo conoce y lo
posee no renunciaría a él porque se sabe poseedor de un privilegio: la fuerza
con que nos situamos ante el mundo viene de nuestro lenguaje.
Los profesores y profesoras de lengua y
literatura nos incluimos, en virtud de nuestros estudios y de nuestra vocación
de filólogos -amigos/amantes del lenguaje- en ese grupo de afortunados. Y, sin
embargo, en este aspecto nuestras prácticas en el aula son imperdonablemente
incoherentes. Nos situamos ante los alumnos y alumnas solamente como tales,
como grupo al que hay que enseñar. ¿Enseñar qué? Dejamos de lado por inercia
metodológica su cualidad de personas únicas y distintas, lo que más valoramos
en nosotros mismos, y de este modo estamos dejando fuera muchas de las
necesidades de comunicación que tienen.
La lengua y la literatura que enseñamos en
los institutos no se ajusta a las necesidades de introspección y
autoconocimiento de los alumnos y alumnas: predominan las explicaciones del
profesor o profesora, seguidas de la realización de una tanda más o menos
amplia de ejercicios individuales consistentes en lecturas de fragmentos,
análisis morfológicos y sintácticos, y comentarios estilísticos de textos literarios.
Si a esto añadimos que, en el caso de la educación secundaria, trabajamos con
personas en una etapa crítica de su formación en todos los sentidos de la
palabra -no sólo académica, sino sentimental, intelectual y social- hemos de
ver, además, que sus necesidades de comunicación cambian como lo hacen sus
capacidades y sus estructuras cognitivas. Esto significa que el lenguaje tiene
que ir buscando en paralelo el ajuste a las nuevas experiencias para poder
ponerlas en palabras.
Quizás no se trate de buscar sólidos apoyos
psicológicos a la planificación de la educación lingüística, sino más bien de
obrar con sentido común, de saber mirar y saber escuchar a alumnos y alumnas:
escriben poemas, escriben diarios, se reafirman y se hacen con el lenguaje. El
reto al que nos enfrentamos los profesores y profesoras es el de
proporcionarles el mejor dominio posible de esa herramienta para hacerse a
ellos mismos, pero también el de transmitirles la fascinación por las palabras
y por lo que somos capaces de hacer con ellas. Así es como la lengua puede ser
de verdad objeto de enseñanza y de reflexión y, sobre todo, de disfrute.
4) La lengua es un
instrumento para compartir emociones y también para crearlas
El lenguaje es el instrumento que nos
conecta con los otros y con el mundo y como tal es actividad, energía. Pero,
además de crear lazos con lo que ya existe, nos erige en demiurgos cuando nos
permite llegar a la magia de inventar mundos, realidades, paisajes, personas,
afectos...
El lenguaje es la materia prima de la
literatura, del arte que hace -como dice Harold Bloom- que uno se relacione
con la alteridad y alivie así la soledad esencial del ser humano. Nos hace
comunicables en lo más íntimo y nos protege ante lo que podríamos perder: por
encima del tiempo, del espacio, e incluso de la incomunicación, nos queda la
palabra. Nos sitúa ante la belleza, ante la cualidad estética de la creación
verbal: ante el placer y el disfrute de la lectura que es otro privilegio
derivado de los anteriores.
Pero también este ámbito de la educación
literaria sigue siendo para el profesorado un asunto sin resolver. Nuestro
objetivo principal en relación con la enseñanza de la literatura es desde
siempre el mismo: convertir a los alumnos y alumnas en lectores habituales, dar
entrada en sus vidas ya para siempre a la literatura. Así lo reconocemos, a la
vez que admitimos también que no sabemos cómo iniciar a los chicos y chicas en
la lectura. ¿Qué podemos hacer o decir para abrirles esa puerta?, ¿cómo convencerlos
de (animarlos a) que lean?, ¿cuándo y, sobre todo, cómo nace el gusto por la
lectura? Nos exploramos a nosotros mismos como lectores en busca de la obra que
nos tiró del caballo camino de Damasco, leemos tratados sobre animación a la
lectura... Otras veces nos limitamos a buscar culpables: la televisión, el
cine, los videojuegos... aunque bien sabemos nosotros, lectores, que nada es
incompatible con la lectura.
¿Nos preguntamos también
si lo que hacemos en las aulas es el mejor medio para conseguir ese objetivo?
Seguimos practicando una enseñanza de la literatura basada en el conocimiento
de datos sobre autores y obras y en el análisis más o menos exhaustivo de
fragmentos literarios. De todo cuanto leen los alumnos y alumnas en relación
con la clase de lengua han de dar cuenta mediante un trabajo, una ficha o un
examen. La literatura en las aulas es más objeto de análisis que fuente de
emoción -al menos así la percibe el alumnado- y esto se contradice
flagrantemente con las aspiraciones que declaramos sobre ella.
Este modelo de enseñanza
de la lengua y de la literatura está vigente en nuestro país desde el siglo
pasado, es prácticamente el mismo que estableció el Plan Pidal de 1868
recogiendo la perspectiva romántica y positivista del momento que convertía a
la literatura en la manifestación más depurada del espíritu de las nacientes
nacionalidades.
Han pasado muchos años y
hasta hoy mismo se sigue aceptando sin revisión y sin crítica un modelo de
enseñanza que parece intemporal y, por lo mismo, el mejor de los posibles. A
esto parecen aferrarse los profesores y profesoras de enseñanza secundaria, no
sabemos si por sus supuestas virtudes o quizá simplemente por una falta de
reflexión basada de nuevo en el sentido común y desligada de cualquier
sobrevaloración de lo que aprendieron y les enseñaron a lo largo de su vida
académica.
Esta reflexión que
proponemos debe tener una dimensión individual y otra en el seno de equipos de
trabajo porque, actualmente, en las aulas de secundaria se está dando una situación
que podríamos calificar de extraña, en el sentido de que todo el mundo acepta
los objetivos comunicativos y funcionales para la enseñanza de las lenguas y
de la literatura, pero
las prácticas (no hay más que examinar los libros de texto que en la mayoría de
los casos varían poco con respecto a los de la anterior enseñanza media)
siguen siendo bastante parecidas a las de siempre.
Se trata de
obviar la dimensión tecnológica de la educación y de situarse en el terreno de
la ética y de la política. La lengua y la literatura, como dice Antonio Romero,
constituyen una parte esencial de la cultura que transmite el sistema
educativo conformando, además, no sólo una materia de contenido
científico-cultural sino una disciplina de carácter eminentemente educativo.
Aprender lengua y literatura es enriquecer la personalidad, potenciar el propio
pensamiento, desarrollar habilidades sociales, ampliar los horizontes vitales y
educar para la democracia. Es formar personas críticas, capaces de detectar el
enorme poder del lenguaje para el disfrute, pero también para la seducción y
la manipulación, para la perpetuación del poder. Es, en suma, dar acceso a los
adolescentes a la categoría de personas cultas y a las expectativas y ventajas
que tal consideración conlleva.
5) La lengua es el medio que satisface nuestra
necesidad de decir, de mostrar, de interpretar
Las personas usamos la
lengua para satisfacer necesidades, unas más perentorias (dar o pedir
información, establecer o romper relaciones) que otras (disfrutar, evadirse,
aprender), pero todas importantes. El uso de la lengua nos sirve para identificarnos
como miembros de grupos sociales, profesionales o económicos y también para
individualizarnos por medio de la peculiar forma de expresarse de cada uno.
Por ello, este uso ayuda a entender las formas de ser de las personas y de las
sociedades, hasta el punto de que no es posible captar las formas de vida de
una comunidad sin analizar cómo se refleja en el lenguaje la estructura de cada
cultura y, a la vez, cómo contribuye el lenguaje a conformar esa cultura
teniendo en cuenta que el conocimiento cultural se transmite casi siempre de
forma verbal.
Sin embargo, en la
enseñanza de la lengua no se enseña la lengua en su plenitud sino una parte de
ella, el sistema, y con arreglo a unas pautas normativas que cada vez son
menos válidas en el panorama de pluralidad lingüística que constituye hoy el
Estado español.
Tampoco sobre esto nos
interrogamos los profesores y las profesoras: ¿qué norma asumimos?, ¿quién la
dicta?, ¿es válida para nuestros alumnos y alumnas?, ¿qué valor damos a las
nociones de correcto e incorrecto?, ¿qué registros trabajamos en el aula?
Si
volvemos a aplicar el sentido común, habremos de coincidir en que la lengua es
una institución social y que si lo que se pretende con su enseñanza es
facilitar al alumnado su inculturación y su plena inserción social, en las
clases de lengua y literatura debería ser omnipresente la conexión entre lo
que hacemos en las aulas y lo que ocurre
fuera de ellas, que casi nunca va en consonancia con los criterios de la
Academia.
A modo de conclusión
Ciertamente la lengua, como todo organismo
complejo, no es un objeto unívoco, sino más bien un ente poliédrico de muchas,
muchísimas, facetas. Pero es su dimensión social la que la conforma como el
instrumento que es en la construcción de la personalidad colectiva de los
hablantes y de su capacidad de crear cultura. La lengua es el aglutinante que
organiza y da forma a las relaciones entre los individuos y los grupos, pero
también, y a la vez, la teoría que las explica. Uno y otra son (deben ser)
objeto primordial de aprendizaje para los individuos jóvenes en esta etapa
decisiva de su iniciación social. Frente
a esa especie de esquizofrenia didáctica
tan frecuente que se manifiesta en la enseñanza de un objeto distinto del
que se pretende (sólo identificable por una serie de rasgos descriptivos
secundarios), el diseño didáctico del área debe fundamentarse en la evidencia
de esa dimensión social básica del objeto lingüístico y en la consideración de
que la lengua aprendida tiene que ser la misma realidad que la lengua vivida y
no otra distinta, no digamos ya enfrentada.
La modificación del
actual estado de cosas no es tarea fácil. La concepción de una idea de lengua
forma parte del complejo ideológico del que estamos hechos y con el que pensamos
el mundo, y en él se reflejan buena parte de nuestros miedos en relación con
nuestra identidad y nuestra identificación en y entre los grupos. Algunos
postulados de la actual regulación educativa presuponen en el legislador (o en
el que le hizo los deberes al legislador) una concepción de la didáctica de la
lengua y la literatura próxima a la identidad social del lenguaje y a la
funcionalidad de las palabras como herramienta para hacer y cambiar. Lástima,
porque ni el estamento político se ha creído nunca la transformación curricular
que ha venido pregonando, ni ha apostado un duro (dicho sea en el más estricto
sentido de la expresión: los cambios
institucionales piden dinero para rodar) por ella. Tampoco el profesorado
(hablamos en conjunto; salvemos a las personas individualmente consideradas)
parece que esté dispuesto a modificar gran cosa del temario que aprendió en el
bachillerato y ni de la forma como
se lo enseñaron. Su reacción al cambio, a colocar la utopía donde debe estar,
delante, ha hecho presa de las teorías didácticas fundamentadas en la psicopedagogía,
a las que, como si hubieran generado práctica alguna al margen de lo
anecdótico, culpa de una buena parte del desinterés y de la falta de aprendizaje de los alumnos. Tampoco
parece que los caminos que día a día abre la propia disciplina lingüística (la
pragmática, la sociología del lenguaje, la semiótica de los textos literarios,
por poner algún ejemplo) tengan mejor suerte y hayan conseguido vencer la
resistencia de los docentes a una concepción didáctica en la que el usuario del
idioma, sus necesidades expresivas, su papel cooperador en la creación
literaria..., adquieran la dimensión que les corresponde.
Es evidente que la
única forma de romper este círculo, su lado más débil, lo constituye una
formación sólida, congruente y funcional, adaptada a las nuevas necesidades,
flexible para afrontar con éxito los cambios cada vez más rápidos de nuestras
sociedades. En la actualidad, la formación inicial de los profesores y profesoras
de lengua de secundaria carece de toda dimensión más allá de la estrictamente
disciplinar: la vinculación entre disciplina y enseñanza queda al margen del
currículo. No por repetida ha perdido un ápice de razón la aserción de que los
enseñantes no aprenden a enseñar; ni es menor la sinrazón de que los currículos
universitarios no promuevan ni una reflexión sobre cuestiones de índole
psicológica, didáctica o metodológica, ni que las autoridades educativas y
las universidades miren para otro lado cada vez que se habla de este asunto.
En cuanto a la
formación permanente, es imprescindible recuperar ya el proyecto ilusionante
que supusieron los Centros de Profesores y que hace tiempo que descansa en el
limbo de los buenas intenciones sin haber tenido la oportunidad de crecer, de
aprender de los propios errores y desarrollarse, disuelto en el ansia de
control de unos políticos mediocres y ruines, sin más amplitud de miras que la
de su propio interés... ¿Qué pueden hacer los CEPs actuales por la transformación
de la escuela, por la reflexión y el progreso profesional del profesorado,
ocupados como están en la pura operación cosmética y en la trasmisión nítida y
fiel de la voz de su amo? ¿Qué pueden hacer por una concepción distinta de la
didáctica del lenguaje, más armónicamente en consonancia con lo que la lengua
es, que responda a sus objetivos éticos y sociales? Por ahí habría que
empezar...