UN COLEGIO EN LA SÉPTIMA PLANTA:

Mi experiencia como maestro

 

José Antonio Pacheco Calvo*

 

Otro lugar, otro espacio, donde la educación repunta tranquilidad, seguri­dad y al mismo tiempo favorece la acomodación psicoafectiva y social del niño/a en el entorno hospitalario. Una experiencia educativa vivida al ritmo de alumnos y alumnas que necesitan del tratamiento hospitalario. El acercamiento humano y el progreso en las motivaciones por aprender se unen al ritmo de las necesidades de los participantes.

 

Faltan pocos minutos para las nueve y, como cada mañana, llego al colegio . Por el camino voy pensando: ¿quién estará hoy allí?¿Me encontraré con muchos alumnos/as nuevos? Los niños y niñas ya están allí. A decir ver­dad, llevan allí desde ayer que cerré. Ellos han visto pasar las horas, una a una, esperando que a la mañana siguiente el cole vuelva a abrir.

Subo en el ascensor hasta la sépti­ma. Un cartel nos aguarda para indi­carnos que nos encontramos en la planta de pediatría. Decididamente, estamos en el hospital: largos pasillos sobrios, sin apenas otra decoración que los carteles que nos señalan hacia dónde debes desplazarte si buscas una habitación u otra. La luz de los fluorescentes, fría y despersonalizado­ra, añaden un tono desalentador al ambiente. Rara es la vez que todos están encendidos y, para cuando lo están, las mamparas de pasta blanca, casi opacas, que los protegen ya se encargan de mantener ese entorno "lugubrioso" que "debe caracterizar" un hospital. La luz natural apenas se deja colar por el hueco de las escaleras y por el cristal de la puerta de emer­gencia que se divisa al final del pasillo.

Camino del aula me encuentro con una madre. Hola, buenos días.

¿qué tal la noche? Me cuenta que mejor. Ya está menos agobiada. Ayer fue un duro día para ella y su marido. Su hijo de cinco años acaba de debu­tar una diabetes. Se les vino el mundo encima: controles de glucemia, apren­der a pinchar la insulina, cambio en los hábitos alimentarios, en el ritmo de vida, etc. Parece como si ese numerito que indica cuánta azúcar tenemos en la sangre planeara cons­tantemente sobre sus cabezas: cuida­do no sea muy alta. ¿Le habremos puesto poca insulina? ¿habrá comido suficiente? ¿esto puede comerlo? ¿y esto?; no dando opción a otros pen­samientos.

Ya una vez en el aula, la organiza­ción del trabajo debe ser rápida, puesto que hay mucho que hacer. Levanto la persiana y veo la playa. Hoy parece que va a hacer buen tiem­po. Ventilo la correspondencia y el correo electrónico: algunos cursos de formación, información sindical o algunas orientaciones desde la Conse­jería de Educación. En el fax están las tareas de Alberto. Su tutor se las ha enviado ayer por la tarde. Ya tiene trabajo para esta semana. También le ha enviado una carta escrita por sus compañeros de clase deseándole que se recupere pronto. Se la daré cuan­do venga luego.

Después repaso la lista de niños y niñas ingresados hoy, que me prepa­ran en la planta baja del hospital cada mañana y recojo nada más llegar. La comparo con la de ayer y observo que aún continúan ingresados Pedro, Fátima y Alberto. Otros ya se han ido de alta, y otros tantos son nuevos.

 

* Psicopedagogo, profesor del Aula Hospitalaria "Puerta del Mar" de Cádiz (E-mail: joseapc@teleline.es).

 

Salgo del aula y me dirijo a la habi­tación de Pedro. Tiene trece años y está en segundo de ESO. Lleva aquí un mes a causa de un tumor en una rodilla que le está dando más lata de la cuenta. Ya se ha intervenido un par de veces y hasta ayer ha tenido que permanecer en su habitación con la pierna levantada y haciendo reposo. Aún así, cada mañana hemos estado repasando juntos las tareas del cole­gio y organizando el trabajo para el día. Hoy por fin podrá venir a la escuela en silla de ruedas. Llego a su cuarto y ahí está. Ya ha desayunado y se está arreglando para venir al cole. Está deseando. Le prometí que le dejaría navegar por internet y chatear si se recuperaba y venía al cole. Nada más entrar en su cuarto, es lo prime­ro que me ha recordado. Su padre me comenta que desde esta mañana temprano sólo habla de lo mismo. Ha conseguido varias direcciones de e­mail de sus amigos y del colegio. Va a escribirles.

Tras de ver a Pedro continúo la lista y paso a ver a Fátima. Esta chiqui­ta tiene siete años y lleva en el hospi­tal tres meses luchando por vivir con­tra una leucemia. Es marroquí y recuerdo el primer día que vino. No hablaba nada de nada. Claro está que no hablase español, pero tampoco hablaba árabe con su madre. Creo que estaba bastante asustada. Todo era nuevo para ella y además no entendía nada. Recuerdo que lo único que quería hacer era colorear dibujos. Pero en estos tres meses han pasado muchas cosas. Para empezar, resulta sorprendente la velocidad con la que ha aprendido a hablar español. Ahora no hay quien la calle y excepcional­mente se ha convertido en la "hija adoptiva" de todas las enfermeras y auxiliares de la planta. En mi carpeta le llevo algunas tareas de lectoescritu­ra y grafomotricidad, además de un par de puzzles y algunos dibujos para pintar. Lleva una semana que no puede salir de su cuarto ya que las sesiones de quimioterapia la dejan bastante inmunodeprimida.

Cuando llego, veo que está sola (su mamá habrá salido a algún asunto) y que lleva una gorrita. Le pregunto por ella y me cuenta que la han pela­do. Era de esperar, cada vez tenía menos pelo. Parece no importarle mucho, aunque no consiente en qui­tarse la gorra. Nos ponemos a traba­jar un poco y le dejo las cosas que le he traído. Cuando me voy a marchar, me pide que le traiga caramelos y glo­bos. Le encantan. Tiene especial pre­dilección por las gominolas de coca cola.

Ahora voy a ver a Javier. Tiene dieciséis años y está en cuarto de ESO. Como la edad pediátrica es hasta los trece años, Javier se encuen­tra en la novena planta. Antes paso por el control de enfermería y me tomo un café con las enfermeras. Aprovechamos para que me cuenten cómo está la situación hoy: cuántos niños y niñas nuevos han ingresado, qué les pasa, cuánto tiempo prevén que puedan estar hospitalizados y qué posibilidades tienen de desplazarse al aula o de ser atendidos en sus habita­ciones. Después de ver a Javier bajaré a visitarlos y planificaré con sus padres el tiempo que vayan a pasar aquí.

Probablemente el caso de Javier sea uno de los que más me motivan y dan fuerzas para seguir aquí metido. A sus dieciséis años, ha seguido sus estudios estupendamente, sus padres comentan que es un alumno ejemplar y con buenas notas. Le gusta el Insti­tuto y disfruta aprendiendo. Es buen amigo y sus compañeros de clase le quieren mucho. Sin embargo, la vida le ha jugado una mala pasada. La leu­cemia está ganando la partida y ya se encuentra muy afectado. En su habita­ción, con poca luz porque le molesta, lo primero que apreciamos es la can­tidad de goteros y bombas de perfu­sión que se encuentran alrededor de él. Se cansa muchísimo y cada dos por tres tenemos que hacer paréntesis en nuestras charlas o pseudo-tareas escolares. Pero bueno, hay que hacer un chiste, buscar una sonrisa, quitar importancia a nuestros miedos y dar ánimos. No hace una semana que estuve hablando con sus padres y les propuse la posibilidad de abandonar la labor docente que venía desarrollan­do con él. Me pidieron por favor que no lo hiciera. Que ya todo el mundo lo había desahuciado. Que si yo seguía viniendo, él mantendría la esperanza de que aún confiamos en que puede salir y recuperar su vida.

Entro en la habitación y todo está en silencio. Su padre sentado en la butaca me saluda. Hola Javier, ¿cómo andamos hoy? ¿mejor? Yo te veo mejor. Él sonríe y me cuenta que ayer tarde no pudo leer la página de inglés porque estaba muy cansado. Bueno, no importa. Ahora lo hacemos. Tras un rato con él, debo marcharme, aún hay cosas que hacer. Me despido de él hasta mañana. Ah!, y si esta tarde vienen tus amigos a montar alguna merienda... no te olvides llamarme. Mejor marcharse con una broma y una sonrisa.

Miro el reloj y ya son práctica­mente las once menos cuarto. Paso rápidamente por las habitaciones que me quedan, procurando informar a los padres de la existencia del aula y ofertarles la posibilidad de atender a sus hijos/as. En una de ellas se encuentra Adrián. Es nuevo, acaba de ingresar hoy para hacerse unas prue­bas de crecimiento y a sus cinco años no consiente despegarse de la falda de su mamá. No puede ver una bata blanca, me dice la madre. Esta mañana le han puesto el gotero y está enfada­do. Hablo con él y le explico que soy un maestro como el de su cole, y que por eso yo no llevo bata blanca. Mi gran batalla se libra ahora. Tengo que conseguir que cruce el pasillo y consi­ga visitar el aula. Una vez allí, la deco­ración y el entorno harán el resto del trabajo. El aula es completamente diferente al resto del hospital. Parece una clase de colegio. Tras haberle regalado un par de pegatinas y globos, consigo que se venga de la mano de su mamá hasta la puerta del aula para verla. Cuando estamos llegando ya están algunos esperándome en la puerta. Entramos y nos ponemos manos a la obra. Algunos ya conocen su dinámica de funcionamiento y eso me permite entretenerme más con Adrián y contarle cosas sobre el aula. Definitivamente se queda a pintar, de momento, junto con su madre.

Una vez dentro, todos tienen su carpeta con sus tra­bajos escolares. Unos más y otros menos. Todo depende del tiempo que van a estar hospitalizados y las limitacio­nes que la enfermedad de cada cual le impone.

Conscientes de todo esto, nos centramos funda­mentalmente en las matemá­ticas y la lengua. Unos hacen sus tareas del colegio de referencia, otros el plan de trabajo que yo les he prepa­rado y otros trabajan las mis­mas áreas a través de juegos informáticos.

Hoy parece ser uno de esos días llenos de interrup­ciones. Los niños son reque­ridos por los médicos para examinarlos, por los celado­res para llevárselos a hacerles pruebas, o las enfermeras/os para algún tratamiento, etc. Ellos vie­nen y van constantemente. Según van terminando sus tareas, se ponen a pintar, jugar con los ordenadores, leer, hacer trabajos manuales con car­tulinas.... Cada cual establece su pro­pio ritmo de trabajo a partir de unos mínimos establecidos de mutuo acuerdo entre él/ella y yo.

Se acabó. Son las dos de la tarde y ya llegó la hora de cerrar y volver a la tranquilidad. Por una mañana, esto ha sido un colegio con niños y niñas, regañinas, bullicio, movimiento, jaleo... No parecía que estuvieran enfermos. Diferentes, pero niños como cual­quier otro. Pedro se ha llevado toda la mañana metido en Internet. Le gusta mucho la música HipHop y ha estado visitando páginas web del tema. Cristina, de doce años, se irá mañana de alta y hoy ha estado chate­ando con otros niños hospitalizados en otros hospitales de Andalucía, gra­cias al programa Mundo de Estrellas que el S.A.S ha implantado. Haciendo recuento, observo que hoy han esta­do funcionando los doce ordenadores de que dispone el aula. Ahora todos vuelven a sus habitaciones, a esperar. Esperar que sus dolencias evolucio­nen, ojalá que para bien; esperar que alguien venga esta tarde a verlos y les traiga algún regalito; esperar a que mañana den de nuevo las nueve y el aula vuelva a abrir.

Sin embargo, no todo termina aquí. Somos maestros/as y necesita­mos de otros maestros/as para mejo­rarnos porque hace falta ir superán­dose día a día. Para ello, todo el pro­fesorado de aulas hospitalarias de la Provincia (Puerto Real, Jerez, Algeci­ras y La Línea) nos vemos una vez al mes, junto con Antonio, el coordina­dor de compensatoria de la Delega­ción Provincial de Educación, y coor­dinamos nuestro trabajo. Nos conta­mos nuestras penas y glorias, inter­cambiamos materiales, lecturas, inves­tigamos sobre nuestra propia práctica y generamos documentos que consi­deramos de utilidad. En estos momentos llevamos una investigación sobre la ayuda que el aula puede ofre­

cer para paliar la ansiedad que los niños/as experimentan cuando ingre­san en el hospital. También estamos desarrollando unos materiales de apoyo a los padres/madres que se encuentran hospitalizados junto con sus hijos/as. Otro proyecto que tene­mos abierto actualmente es el de experimentar la implantación de las tecnologías de la información a las aulas hospitalarias. Para ello contamos con una Asociación Comenius de la que forman parte otras aulas hospita­larias de otros países europeos.

En definitiva, la presencia de un aula educativa en el hos­pital se hace más que necesaria, se hace vital. Necesaria en cuanto que ayuda al niño/a a mante­ner su ritmo escolar y evita en la medida de lo posible la aparición de lagunas y retraso acadé­mico como consecuen­cia de su prolongada ausencia del colegio. Vital, porque es el único vínculo que mantiene al niño/a en contacto con su mundo exterior, con el entorno al que está más acostumbrado, y ello le reporta tranquili­dad y seguridad. Favore­cemos, así, la acomoda­ción psico-afectiva y social del niño/a a este nuevo entorno, el hospi­talario, y contribuimos a acelerar su proceso de curación.

Para terminar creo que, a medida que nos vamos siendo mayores, empezamos a comprender que la muerte forma parte de la vida y ten­demos a justificar el sufrimiento le acompaña en ocasiones. Sin embargo, nos parece que el sufrimiento y la muerte de un niño siguen siendo terriblemente injustos. Ojalá que esta mezcla de sentimientos de rabia, pena y dolor nos revuelvan por dentro y nos impulse a más gente a trabajar por mejorar las condiciones psico­afectivas, sociales y físicas de las áreas pediátricas de los hospitales. Doy las gracias a los padres de Javier y a todos los niños y niñas enfermos que me han enseñado a ser mejor en mi trabajo.