No man's land: los mass media como
tierra de nadie
Gerard
Imóert
A través de la evolución
de la modernidad, en la ideología, la cultura, los medios de comunicación, se
aboca al análisis de la comunicación tecnológica, a unos medios y una cultura
que no pertenecen propiamente a nadie, a una historia que se diluye
en la actualidad.
La
modernidad que parte de las Luces instaura nuevas formas de “publicidad”
(Habermas) mediante las cuales se escenifican una serie de instancias y
actores constitutivos de una cierta
visibilidad social: lo social cobra
cuerpo (espacios de representación: Parlamentos, Cortes...).
Emergen nuevos actantes (la opinión
pública es uno de ellos, señero), nuevas figuras del poder (donde lo que
desaparece es precisamente una distancia infranqueable, una imagen
inasequible, del Poder: el poder como instancia trascendente), y se instalan
nuevas formas de mediación que obligan a una redefinición del espacio público.
A una
relación directa de dominación se sustituye una
relación simbólica de gobernación mediante delegación de poder, que pasa por
instancias de mediación, en el marco de un proceso generalizado de
objetivación. Esta ruptura en las formas de representación no
se traduce sólo en el plano legislativo (legitimación institucional del
sistema), sino también en el plano de las prácticas. La publicidad se funda sobre un doble principio ‑una visibilización de las normas (filosofía de los derechos del
hombre con su reverso prohibitivo)‑: la creación de un consenso social
basado en una explicitación racional del sistema, la
posibilidad de un diálogo entre las diferentes instancias sociales, que se
apoya en la existencia de un aparato comunicacional:
sufragio universal, libertad de expresión, desarrollo de los medios de comunicación,
existencia de un espacio público, que institucionaliza el vínculo social entre
gobernantes y gobernados, y define los respectivos roles dentro de una
formación social democrática.
Lo que se ha
perdido en trascendencia (ocaso de los sistemas explicativos/legitimadores del
mundo: biblias y vulgatas
de todo signo: religiosas, laicas, marxistas... ), se
ha ganado ‑socialmente hablando‑ en inmanencia: el hombre moderno
es cada día más dueño ‑culturalmente‑ de su destino, pero más
sujeto ‑moralmente‑ a un sistema de interiorización de la Norma,
del deber cívico: a la filosofía de los derechos humanos responde una praxis
de los deberes del ciudadano. La mediación social sucede a la dominación y,
por ende, pone fin a una relación in‑mediata con el entorno (físico,
social, cultural).
Este sistema
funda una cultura ‑la cultura política sobre la que se asienta la
sociedad industrial, hoy fuertemente cuestionada‑ que permite un acceso
simbólico a lo real, esto es, estructura, cimenta, la
adhesión formal de los individuos al sistema que los gobierna, y permite el
desarrollo de una cierta socialidad. Hoy día, ¿cuál
es el status de esta cultura? ¿Tiene todavía vigencia como sistema
representativo? ¿O se ha producido un corte definitivo (¿irreversible?) entre cultura, sistema interpretativo, y prácticas sociales?
LA VISIBILIDAD SOCIAL
Las nuevas
formas de publicidad nos encaminan cada día más ‑para bien y para mal‑
hacia una sociedad de la visibilidad mediante:
‑
la ostentación de los aparatos de representación
(mass mediatización de los procesos electorales y de la vida política en
general, ideología del Estado‑providencia),
‑
la escenificación del actante colectivo en sus diferentes encarnaciones (Pueblo,
nación, electores proyectados en las simulaciones estadísticas...)
‑ la visibilización de los actores sociales a través de sus
representantes (portavoces, grupos, plataformas: institucionales, gremiales,
marginales)
‑ y, en el aspecto
cultural, la publicitación de la privacidad mediante un proceso generalizado de
espectacularización (la cultura' de masas como semiocracia, imperio de los signos de realidad).
Pero esta
tendencia a la visibilidad se acompaña de una invisibilización de las estrategias políticas
(privatización del poder decisorio) con la coartada de los aparatos “formales”
de representación; y también de las instancias de control
social (interiorización de la coacción, formas de auto‑control), que
puede llegar a producir una cierta duplicidad social: el
sujeto social aparenta estar
conforme, cívicamente, con las formas de poder, para realizarse “realmente” en
la privacidad o al margen de la socialidad dominante.
Asimismo a
la instauración de una forma mediatizada de poder, que es menos un poder
coercitivo y más un poder disuasorio : derecho de mirada, hasta en la esfera privada,
que no deja de traducir la prepotencia del poder‑ver
social y trae consigo nuevas formas de control social. Estas mutaciones
dentro de las formas del control social, que Michel Foucault analizó en su tiempo a través del discurso sobre
la locura, el sexo, permite, como apunta L. Quéré
(1), “transformar el campo social en campo de visibilidad, constreñir los
comportamientos de los individuos mediante el juego de la mirada, hacer creer
que están permanentemente sometidos a la visión del poder y al control de un
saber. Esta puesta en visibilidad permite prescindir de una constricción
física, ya que conduce al individuo a interiorizar espontáneamente las
exigencias del poder y del saber”.
El poder
mismo se diluye como instancia única, trascendente; ya no necesita de un
discurso totalizante, unificador ‑ya sea
interpretativo, ya sea normativo‑, sino que se vuelve inmanente (se
desmultiplican las instancias de poder, se interiorizan los modelos de
comportamiento), y ‑hasta cierto punto‑ invisible. Se impone de
esta manera lo que G. Lefort ha llamado la ideología invisible como proceso de
objetivación de la mediación simbólica; discurso implícito que prescinde de
la invocación de los grandes principios humanistas y hasta de cualquier tipo
de discurso legitimador que no sea una lógica de tipo instrumental.
Se instaura
así un nuevo discurso social del que nos dice L. Quéré:
“Al contrario del anterior, este nuevo discurso social no se plantea en ningún
momento como exterior a lo social. Ya no habla desde arriba. De ahí que tenga
un parentesco con el discurso totalitario que apunta a inscribirse en la
realidad social para totalizarla. Se aleja de él, sin embargo, en la medida en
que renuncia a llevar a cabo esta totalización en términos explícitos. Lo que
no deja de vincularlo con la ideología burguesa, de la que se
distingue por otra parte por el hecho de que anula la distancia que ésta
instaura entre la representación y la realidad”.
Esta
ideología invisible se asienta sobre una visibilización
cada vez mayor de las formas del
intercambio: intercambio de objetos materiales
(sociedad de consumo), de bienes simbólicos (las mitologías de la modernidad
analizadas por un Barthes en su tiempo), y de
sujetos, ilustrado dentro del código del intercambio que impera en la cultura
de masas por el desarrollo de lo que podríamos llamar una ideología de la comunicación
que se caracteriza por la inflación de los “servicios”, en particular toda una
“industria” de las relaciones públicas (promoción de imagen, marketing de
sujetos y objetos...). La comunicación se vuelve bien simbólico.
De ahí un
ensanchamiento de la esfera pública ‑de los temas de interés público, que conciernen a la “comunidad nacional”‑
y una ampliación de las formas de publicidad, de las áreas de dominio público. La publicidad, el
principio de publicidad según Habermas (die Publizitát: lo que se vuelve público), se vuelve
publicitario en el sentido más trivial de la palabra. Escribe L. Béaud al respecto (2): “Si hoy en día amplias fracciones de
la población parecen tener acceso a la esfera pública, no se trata más que de
una desviación operada por los medios de comunicación con fines puramente comerciales.
Este universo, de esfera pública, sólo tiene la apariencia; el público que
debatía sobre la cultura se ha transformado en un público que la consume”.
La
modernidad ascendente sigue un proceso de visibilidad social cuyo parangón
sería el discurso sobre el cuerpo y la “liberación sexual” de los 60. Apunta a
una especie de ideal de transparencia, de publicitación
de la privacidad que rompe la dicotomía clásica entre espacio privado y espacio
público. La publicidad moderna, con su representación de arquetipos, estereotipos,
modelos y antimodelos, su proyección de deseos,
fantasmas, a la par que escenifica figuras
del sujeto social, coarta su capacidad pragmática y hace del actor un
objeto de representación. La representación
misma cortocircuita y, hasta cierto punto, paraliza la acción, neutraliza el conflicto (el
intercambio se sustituye al antagonismo, escribe Quéré...).
La nueva
visibilidad social produce una saturación del espacio social: funda una imaginería social
(la imagen como hilo visual que
interconecta sujetos, unifica recorridos, se impone como referente). ¿En qué
medida no genera una hiperrealidad que, mediante una semiocratización
de la cultura ‑la cultura como sistema de signos‑ consagra la
comunicación como nuevo referente, como imperativo formal, como imperialismo deóntico (el deber de comunicar
que impone el medio técnico)? ¿Hasta qué punto no consagra una ideología del medio, una prevalencia del medio sobre los fines, en que la lógica
técnica se impone en detrimento de una verdadera ideo‑logía (un discurso sobre los fines, una racionalización
del sistema). El medio impone el uso, y de ahí se
deriva (se construye) el sentido: sentido añadido,
sin otro valor semántico que el de su valor de cambio, sin otra lógica que
la del medio; lógica formal que remite a una necesidad intrínseca del sistema
de producir “información”, de generar comunicación, de fomentar signos, de
(re)crear socialidad. No estamos lejos del impasse baudrillardiano:
cuando todo se ha socializado, lo social desaparece como categoría, se
desvanece; la integración simbólica deja paso a una integración funcional, a
una lógica puramente instrumental.
HACIA UNA ECOLOGIA
POLITICA DEL SIGNO
Decir que se
instaura una nueva forma de mediación social es aceptar que el poder necesita
ser representado (en el sentido social y teatral de la palabra), para
imponerse: estar presente como
condición virtual, visibilizado como forma, pero invisibilizado
como instancia. De ahí la importancia de los aparatos formales de presentación
(y representación) de los actores en las actuales democracias.
La mediación
pasa por el discurso, por una economía
política del signo en un proceso que está operando una culturización de lo
social consistente en hacer de los signos culturales indicadores sociales.
Este proceso tiene su reflejo en las mutaciones dentro del campo cultural. El
status del saber se modifica, con el paso de un discurso legislador (saber de
élites) a un discurso vulgarizador (cultura de masas) que se basa en la
circulación de informaciones y bienes simbólicos (signos de poder, de
saber...), tan imprescindible para la lógica interna del sistema como puede
serlo, en el campo económico, la producción, circulación y consumo de bienes
materiales. Objetivación del saber que rompe con el privilegio que tenían las
fuentes institucionales de producción del saber (Universidad, élites
intelectuales y, hasta cierto punto, clase política, cuerpos constituidos,
Iglesias y Textos ideológicos) de monopolizar la producción y representación
del saber colectivo, pero consagra otras instancias: nuevos
técnicos del saber, expertos
(sociólogos, politólogos...) y también otros medios (a través de los mass media).
Este proceso
corresponde por otra parte a una demanda cada vez más acuciante de saber
práctico para hacer frente a la desmultiplicación de los problemas que surgen
de una relación con el entorno que se vuelve más y más compleja. Ahora bien,
se produce una especie de perversión del medio que invierte la relación
instrumental con el medio técnico en la medida en que muy a menudo el medio
tecnológico no está ahí para responder a una demanda individual de cara a la
sociedad, sino que es todo lo contrario: la existencia de toda una serie de
avances tecnológicos va creando oficios, va determinando roles y funciones. De
ahí que algunos analistas hablen de “cultura programada” (L. Quéré) en la que las tecnologías “están encaminadas a
determinar íntegramente las relaciones constitutivas del proceso de
socialización”. Se impone así un modelo cultural que corresponde a lo que L. Quéré llama sociedad tecnológica, “esto es, no tanto la
proliferación de máquinas, como la regulación de la sociedad mediante una
tecnología social (procedimientos, métodos, operaciones, que permiten
determinar las relaciones subyacentes a la socialización)”.
A la legitimación
por los fines ‑los grandes “programas ideológicos”, los “proyectos
históricos”, las “vocaciones políticas”, que orientan tradicionalmente el
hacer colectivo (y en los que ya (casi) nadie cree)‑ sucede una
legitimación por los (y el) medios. La “modernización”
es una de ellas; búsqueda de una nueva forma de legitimación político‑económica
cuando casi todos los partidos (sobre todo entre la izquierda) han renunciado a
su ideario propiamente político (a sus contenidos ideológicos)...
Hasta la
conducción de la vida política se ha profesionalizado y, se podría decir,
tecnificado. Desde esta perspectiva el reproche que hacen los profesionales de
la política a las masas de desinteresarse de la cosa pública no tiene sentido.
La llamada apatía política, el tan cacareado “retorno
a la privacidad”, lejos de ser una marca de anomia social (pérdida de la identidad
social), es una respuesta pasiva (de la misma manera que se habla de
resistencia pasiva) a la objetivación de la mediación, pero no en términos agonísticos
(ya que rechaza tanto la adhesión como la lucha): es
una respuesta adyacente, que se
niega a entrar en el terreno común ‑el topos tópico de la política‑ que, en cierta medida, no acepta
las reglas del juego, pero sin poder tampoco negarlas y, menos, destruirlas.
Hoy más que nunca se impone una ecología del medio...
LA PRODUCCION DE LA
REALIDAD
No insistiré
sobre la función de la cultura de masas como aparato de integración cultural.
Desde el Baudrillard de “La sociedad de consumo”
(1970) hasta los autores ya citados han destacado el consenso formal (a las
formas del saber) que impone la cultura mass mediática como “corpus de signos
y de referencias” (Baudrillard), en el que el
significante se vuelve su propio significado, en una hipertrofia formal que
crea una cultura de la puntualidad, que consagra la muerte del relato como
lenguaje y forma de transmisión del saber, e instaura una hiperrealidad.
Hasta la información, discurso referencial si
los hay, se vuelve simulacro de realidad. Lejos de ser un poder más, un cuarto
poder que se añadiría a los poderes constituidos (a los llamados poderes
institucionales), la prensa es un poder fundacional, que “instituye” la
realidad y participa directamente en la creación de universos referenciales (3). Participa por otra parte de una visibilización
de la mediación, de un hacer‑ver los
representantes, un representar la representación misma. De ahí la importancia
dada a las declaraciones políticas,
a la producción de los actores
dentro del discurso de la actualidad. Ya sea mediante un discurso directo
(entrevistas, reportajes), ya sea mediante un discurso referido (crónica,
comentario, editorial), el periódico es un espacio de parlamento.
Son
ejemplares a este respecto las páginas de opinión de los periódicos, en
especial las del diario El País, por
la escenificación de los diferentes actantes constitutivos del espacio público
de representación: líderes de opinión (las
colaboraciones de la página de la derecha), instancias mass mediáticas
representantes de la opinión pública (cartas al Director) ...(4). El papel de
la prensa es, por fin, fundamental en la determinación de los que he llamado
el régimen de decibilidad
del discurso público: determina el campo de lo decible, establece un
consenso sobre lo que hay que decir/no decir, contribuye a delimitar la
competencia discursiva del sujeto social. Como escribe jesús
Ibáñez, de El País: “Nada de lo que
no es reflejado en sus páginas tiene reflejo en la realidad y los políticos o
intelectuales que no aparecen en él son expulsados de la realidad”. (5).
La
información ‑la in‑formación
como formalización/estructuración de la realidad en discurso‑ define un recorrido que va del Querer ser visto Vs
no ser visto de los políticos (véase la privatización de las conductas:
pactos secretos, estrategias ocultas...) al querer decir Vs no decir (off the record,
retención/selección de información) de los informadores. Ahora bien, el
acontecimiento como envite de este discurso se ve cada vez más cuestionado en sus status mismo: ¿dónde empieza,
dónde termina, desde el punto de vista referencial y narrativo, una secuencia terrorista, una escalada
armamentista, una estrategia de disuasión? Asistimos, en el marco de las
estrategias globales, a una dilución del concepto de acontecimiento. Dilución
tanto espacial (por desmultiplicación internacional de los conflictos)como
temporal: las estrategias de la tensión apuntan menos a una resolución del
conflicto que a su mantenimiento; buscan un cierto
equilibrio terrorífico, dentro de una visión bastante catastrófica de los fines...
Derelicción del medio que se traduce por una
inflación del mismo (véanse las “carreras” de todo tipo: armamentistas,
logísticas, argumentativas), en detrimento de los fines (finales)del conflicto (la virtual
Revolución, la impensable catástrofe
nuclear, etc.) (6).
En esta
perspectiva sacar del entramado de hechos, declaraciones, episodios, unos
acontecimientos relevantes que aclaren sobre la “orientación” de un conflicto
pierde sentido. El “acontecimiento” en el sentido periodístico es cada día más
una creación/construcción de la prensa. El poder decir del discurso es tal que
puede llegar a ser un poder no decir deliberado
(asumido como auto‑censura): la negativa de algunos medios de comunicación
a reproducir los comunicados, declaraciones de grupos terroristas refleja un
poder decir omnipotente, un derecho totalitario sobre la reproducción/supresión
del acontecimiento, un poder directo sobre la conformación del universo
referencial del sujeto, ayer en nombre de la ética profesional, hoy en aras de
un pretendido realismo político...
En todo caso
el status mismo de la realidad se ve afectado por el régimen comunicativo
moderno, en particular en el orden cotidiano. En una cultura saturada de signos
y de discursos, donde se da un exceso de inputs referenciales, lo real tiende a transformarse en espectáculo
irreal, representación de sí mismo (esto es, pura convención), desrealización (pérdida de los fines en el orden
pragmático), y desemantización (pérdida del sentido): cultura del
escaparate, del look como “estrategia de las apariencias”,
de la trivialización de los valores, del declinar de
las ideologías en aras de las conductas, de la exaltación del feeling en el orden perceptivo, de la performance (de la acción puntual) en el orden
estético (estetización de la actuación social) en
detrimento de la historia; sociedad en la que hasta
la violencia se banaliza mediante su espectáculo mass
mediático (la repetición legitima la presencia del objeto como práctica
cotidiana), y no sólo en sus formas sociales, como “lenguaje” (respuesta negativa
al sistema): la violencia se vuelve gratuita (no encaminada a una
rentabilidad social, ni siquiera a una respuesta); el
llamado gamberrismo es prueba de ello: destrucción
por la destrucción más que por la ganancia; marca de anomia más que de
protesta...
EL NO MAN'S LAND DE LAS NUEVAS TECNOLOGIAS
Los
medios de comunicación o, como prefiero llamarlos, los medios de difusión
masiva han llegado a crear una saturación y, hasta cierto punto, una
contaminación del medio; imponen un nuevo orden en el que la circulación de bienes informativos se
hace en todos los sentidos (y
direcciones) ‑ubicuidad de la cultura de masas‑ hasta perder todo sentido: el hecho de actualidad se
vuelve suceso (encierra su propia coherencia, funciona como microrrelato),
secuencia desvinculada de la historia por la propia dinámica del medio. Se
vuelve cada vez más difícil una aprehensión sincrética de la cultura. Como
escribía recientemente Baudrillard (7): “Cada hecho,
cada evento, político, histórico, cultural, está dotado, mediante su poder de
difusión mediático, de una energía cinética que lo arranca de cuajo de su
propio espacio, para siempre, y lo propulsa en un hiperespacio
en el que pierde todo su sentido, del que no regresará nunca. Así que no hace
falta hacer cienciaficción: desde ahora tenemos,
aquí y ahora, en nuestras sociedades, con los mass medias, la informática, los
circuitos, las conexiones, este alrededor de partículas que ha roto definitivamente
la órbita referencial de la cosas”.
La
“revolución tecnológica” ligada a la introducción de las llamadas nuevas
tecnologías no hace sino exacerbar esta tendencia. La tecnificación del medio
va en el sentido de la hipertrofia formal anteriormente apuntada. Sin caer en
una visión apocalíptica, parece difícil suscribir la tesis de sus defensores a
ultranza, para quienes las nuevas tecnologías reinyectan una dimensión creativa
en el universo mass mediático, fomentan la interactividad, desarrollan la actividad
lúdica, en una palabra, facilitan la comunicación... (Una cosa es la
potencialidad del medio ‑es innegable, a nivel
científico, el interés de las nuevas tecnologías‑, otra cosa la trivialización más o menos masiva del medio, sus
aplicaciones puntuales).
Lejos de
definir espacios comunes, las nuevas tecnologías fragmentan y desmultiplican el
espacio de la socialidad, lo serializan; a imagen de lo que ocurre con las cabinas porno, crean compartimentos estancos de comunicación en los que
cada sujeto se vuelve mágicamente destinatario exclusivo del mensaje y, por
delegación, (re)creador del mismo. Sintonizan perfectamente con una nueva
forma de narcisismo social. Espacio de todos y de nadie.
No man's land ‑espacio que no pertenece propiamente a nadie‑ esto es la cultura moderna: frialdad
del medio, asepsia del instrumento, que permiten precisamente una utilización
múltiple, una polisemia de contenidos. La forma pura ‑el medio
tecnológico‑ se ofrece a los usuarios de la comunicación para una nueva
rentabilización (¿rentabilización nueva?) de las
posibilidades del medio. ¿Qué hace realmente
el usuario con el nuevo juguete? Ver es la nueva función que se le asigna,
combinar el nuevo valor al uso, crear (crear programas, crear imágenes, crear
juegos creativos... ) la nueva ideología.
“Inteligencia artificial” se ha dicho (¿cuál de los dos términos habrá que
retener: el sustantivo o el adjetivo?...).
USOS Y EFECTOS PERVERSOS
DE LA COMUNICACION TECNOLOGICA
Sea lo que
fuere, ahí están los usos y efectos perversos de la comunicación tecnológica:
‑
La derelicción
del medio, extensiva al universo de la cultura de masas: la existencia del
medio justifica el uso y crea nuevas necesidades comunicativas, proceso paralelo
al del consumo de bienes materiales.
‑ La integración
mediante el medio: las tecnologías de las comunicación
consagran una comunidad de usuarios, supra‑social,
metacomunicacional, y una adhesión técnica (especie
de pacto formal) al sistema, mediante una identificación al objeto (abolición
de la relación instrumental ‑de dominación de lo real, de lo
irreductible‑ con el medio: el medio
tecnológico es lo irreductible).
‑ Crea una ilusión
comunitaria mediante un simulacro comunicativo y enunciativo. El que no fomente
‑en la mayoría de los casos‑ la creatividad queda ilustrado en el
uso redundante que se hace del vídeo: “La TV por cable y el video no son más,
hoy por hoy, que medios para consumir más o de manera diferente los productos
de la televisión: aquélla amplía la oferta, éste permite como mucho evitar los
conflictos familiares cuando dos programas entran en competición. Un estudio de
mercado realizado en los Estados Unidos muestra que sólo el 20% de los que
adquieren un video compran una cámara; para todos los demás, el aparato no
sirve más que para grabar los programas de la televisión comercial o para
poner películas porro que han representado en los comienzos del video el 60%
de las ventas de cassetes grabados. Cuando existe, la producción vídeo de los
aficionados no se sale del marco de usos familiares tradicionales que ya eran
los de la foto y del super 8”. (P. Béaud). Aquí no se trata siquiera
de efectos perversos, provenientes de un uso derivado, sino de un uso literal
del medio; tan literal que reproduce el de otro medio existente, la televisión.
‑ Ilusión espacio‑temporal
también: Don de ubicuidad que otorgan las nuevas tecnologías; esta sensación
de dominar, desde el hic et nunc
doméstico, la producción mundial de acontecimientos y saberes que comparte en
telemática con los medios de comunicación. La cultura se
informacionaliza ‑se vuelve una información
profesionalizada‑; ¿qué es un banco de datos
sino un libro permanentemente actualizado, una tirada eternamente nueva?
Cultura non stop, al igual que estos programas ininterrumpidos
(sin principio ni fin) de las televisiones americanas, donde los partes
informativos se amoldan a los comentarios futbolísticos... Si la política es
un espectáculo, un partido siempre inacabado, la cultura se transforma en un
parte informativo siempre actualizado, a disposición de todos, interconectable, permutable: un inter‑cambio
per se.
Internacionalización de los modelos de producción y
reproducción, pero también de las coordenadas espacio‑temporales.
Estamos en la era de las grandes conexiones, del informativo de las ocho y
media para todos, de la planificación familiar del ocio, de la
industrialización de la cultura. ‑ Función fática de los medios por fin (más
que referencial): ruido más que sonido, los medios crean un ritmo (formalidad
más que funcionalidad, que estriba en su aspecto repetitivo y, las más de las
veces, redundante); los medios como encuadre espacio‑temporal
imponen una forma sustitutiva de cotidianeidad (lo cotidiano, a través de la
relación espacio‑temporal con el entorno, es volver a encontrar lo mismo
dentro de la diferencia...).
Esta
regularidad tiene como finalidad, más allá incluso de los contenidos, mantener
el contacto con el receptor: algunos sondeos demuestran que sólo un 30% de
los oyentes es capaz de decir con precisión lo que acaba de escuchar, después
de apagar la radio...
Lejos de
sacar al sujeto de su aislamiento, la telemática delimita un marco de actuación
privado, un téte‑á‑téte íntimo del sujeto
con el medio (el “walkman” es otro ejemplo típico),
un ensimismamiento doméstico (crea una nueva centralidad doméstica), una
especie de vicio solitario que involucra al sujeto en un vértigo, en una
práctica narcisista del medio. El ordenador doméstico, al igual que las
calculadoras de bolsillo, según se desprende de unos estudios americanos
citados por Béaud, “serviría antes que nada para usos
no utilitarios, lúdicos, pero limitados a una relación narcisista con el
objeto técnico”.
Los nuevos
medios consagran, nos dice Baudrillard, una
ideología de la self‑reference,
forma suprema y acabada del individualismo: del self
made mar en lo social, al do it yourself
en lo trivial, pasando por el look en las conductas,
cada uno se vuelve empresario de su propia práctica, productor y consumidor
especular (y espectacular) de su propio código. Economía sumergida del cuerpo
y ‑paradójicamente‑ de las apariencias, el estar se sustituye al ser, la movida al movimiento, el punto al
espacio, lo puntual a lo temporal: cultura de lo efímero, de la representación
siempre reconducida de sí mismo, que virtualiza seres
y objetos, donde la escenificación es más importante que la actuación y el
objeto escenificado, que visibiliza los últimos signos de socialidad.
EL FIN DE LA HISTORIA
Como nuevos
lenguajes que son, las nuevas tecnologías actúan sobre las representaciones
colectivas. Si Baudrillard ya había apuntado la
pérdida de los simbólico en el intercambio actual,
otros autores han analizado la fragmentación del universo representativo
producida por los medios de comunicación tanto en el orden perceptivo como
estético e ideológico.
Se impone de
esta manera una forma específica de narratividad derivada por otra parte de
una crisis genérica de la representación (si muchos
han hablado de la “muerte del sujeto”, pocos han hecho hincapié en la muerte
del realismo como sistema de referenciación no sólo
estético sino también como representación figurativa de la realidad). La
cultura de los medios es antes que nada fragmentaria: diseminada en cuanto a
las fuentes (multiplicidad de voces que caracteriza el discurso social: metadiscurso de la sociedad sobre sí misma), miniaturizada
en cuanto a los productos (multiplicidad de microrelatos:
las series televisivas
son ejemplares a este respecto). Por fin diluida en cuanto a su finalidad.
Frente a la actualidad, la historia se desvanece como categoría: “La historia
ya no puede sobrepasarse, ni siquiera contemplar su propia finalidad, ni soñar
con su propio fin; se hunde en su propio efecto inmediato, se agota en sus
propios efectos especiales, se vuelve sobre sí misma, hace implosión en la
actualidad. En el fondo, ni siquiera se puede hablar del fin de la historia, ya
que no tendrá tiempo de alcanzar su
propio fin. Sus efectos se aceleran, pero su sentido se ralentiza,
ineluctablemente. Acabará por detenerse, y por desvanecerse como la luz y el
tiempo cuando se aproxima una masa infinitamente densa...” Q. Baudrillard).
La posmodernidad se podría resumir así: como el paso de los
grandes relatos de legitimación, de los textos unificadores (erigidos en
ideologías: discursos sobre el
mundo), a una serie inconexa de discursos narrativos (erigidos a menudo en
saberes prácticos y apuntando a unos fines puntuales e inmediatos); marca el
paso de lo trascendente a lo inmanente, de lo permanente a lo efímero, del
imperio de los dioses al desierto de los hombres. Ojalá este desierto no sea
también su cementerio...
NOTAS
(1) Louis Quéré: «Des miroirs équivoques», Aubier Montaigne ‑1982.
(2) Paul Béaud: «La société de connivence», Aubier ‑ 1984.
(3) Como
discurso la prensa refleja, en su organización interna, una jerarquización de
la realidad (la “actualidad es el resultado de una creación performativa
de realidad: el periódico da cartas de realidad a lo que nombra); y también un
mapa” temático: las secciones remiten el desorden del mundo al orden de la referenciación; remiten el acontecimiento ‑lo
imprevisible‑ a un orden paradigmático (“lo” social, lo económico, la
política, la cultura..), al orden de lo previsible.
(4) Sobre
este tema remite a mi trabajo: “El discurso de la representación ‑El País
y la voz pública en «El País o la referencia dominante», Gérard
Imbert y José Vidal‑Beneyto coordinadores,
Editorial Mitre ‑ 1986.
(5) «Encuentros
sobre metodología del análisis de la prensa» ‑Casa de Velázquez, Madrid,
1986
(6) Este
punto ha sido desarrollado en G. Imbert “Por una sociosemiótica de los discursos sociales (acercamiento
figurativo al discurso político)”, en «El análisis de la realidad social» ‑M.
García Ferrando, J Ibañez, F. Alvira
compiladores, Alianza Editorial, 1986.
(7) Jean Baudrillard:
“L'an 2000 ne passera pos”, Traverses/33‑34 ‑Centre Georges
Pompidou.