No man's land: los mass media como tierra de nadie

 

Gerard Imóert

 

A través de la evolución de la modernidad, en la ideología, la cultura, los medios de comunica­ción, se aboca al análisis de la comunicación tecnológica, a unos medios y una cultura que no pertenecen propiamente a nadie, a una historia que se diluye en la actualidad.

 

La modernidad que parte de las Luces instaura nuevas for­mas de “publicidad” (Haber­mas) mediante las cuales se escenifican una serie de instan­cias y actores constitutivos de  una cierta visibilidad social: lo social cobra cuerpo (espacios de representa­ción: Parlamentos, Cortes...). Emergen nuevos actantes (la opinión pública es uno de ellos, se­ñero), nuevas figuras del poder (donde lo que desaparece es precisamente una distancia in­franqueable, una imagen inasequible, del Po­der: el poder como instancia trascendente), y se instalan nuevas formas de mediación que obligan a una redefinición del espacio público.

A una relación directa de dominación se sus­tituye una relación simbólica de gobernación mediante delegación de poder, que pasa por instancias de mediación, en el marco de un proceso generalizado de objetivación. Esta rup­tura en las formas de representación no se tra­duce sólo en el plano legislativo (legitimación institucional del sistema), sino también en el pla­no de las prácticas. La publicidad se funda so­bre un doble principio ‑una visibilización de las normas (filosofía de los derechos del hom­bre con su reverso prohibitivo)‑: la creación de un consenso social basado en una explicita­ción racional del sistema, la posibilidad de un diálogo entre las diferentes instancias sociales, que se apoya en la existencia de un aparato comunicacional: sufragio universal, libertad de ex­presión, desarrollo de los medios de comunica­ción, existencia de un espacio público, que ins­titucionaliza el vínculo social entre gobernantes y gobernados, y define los respectivos roles dentro de una formación social democrática.

Lo que se ha perdido en trascendencia (oca­so de los sistemas explicativos/legitimadores del mundo: biblias y vulgatas de todo signo: re­ligiosas, laicas, marxistas... ), se ha ganado ‑so­cialmente hablando‑ en inmanencia: el hom­bre moderno es cada día más dueño ‑cultural­mente‑ de su destino, pero más sujeto ‑mo­ralmente‑ a un sistema de interiorización de la Norma, del deber cívico: a la filosofía de los de­rechos humanos responde una praxis de los de­beres del ciudadano. La mediación social suce­de a la dominación y, por ende, pone fin a una relación in‑mediata con el entorno (físico, social, cultural).

Este sistema funda una cultura ‑la cultura política sobre la que se asienta la sociedad in­dustrial, hoy fuertemente cuestionada‑ que permite un acceso simbólico a lo real, esto es, estructura, cimenta, la adhesión formal de los individuos al sistema que los gobierna, y permi­te el desarrollo de una cierta socialidad. Hoy día, ¿cuál es el status de esta cultura? ¿Tiene to­davía vigencia como sistema representativo? ¿O se ha producido un corte definitivo (¿irreversi­ble?) entre cultura, sistema interpretativo, y prácticas sociales?

 

LA VISIBILIDAD SOCIAL

 

Las nuevas formas de publicidad nos encami­nan cada día más ‑para bien y para mal‑ ha­cia una sociedad de la visibilidad mediante:

 

la ostentación de los aparatos de representación (mass mediatización de los procesos electorales y de la vida política en general, ideología del Esta­do‑providencia),

la escenificación del actante colectivo en sus dife­rentes encarnaciones (Pueblo, nación, electores proyectados en las simulaciones estadísticas...)

‑ la visibilización de los actores sociales a través de sus representantes (portavoces, grupos, plata­formas: institucionales, gremiales, marginales)

‑ y, en el aspecto cultural, la publicitación de la pri­vacidad mediante un proceso generalizado de es­pectacularización (la cultura' de masas como se­miocracia, imperio de los signos de realidad).

 

Pero esta tendencia a la visibilidad se acom­paña de una invisibilización de las estrategias políticas (privatización del poder decisorio) con la coartada de los aparatos “formales” de repre­sentación; y también de las instancias de con­trol social (interiorización de la coacción, formas de auto‑control), que puede llegar a producir una cierta duplicidad social: el sujeto social aparenta estar conforme, cívicamente, con las formas de poder, para realizarse “realmente” en la privacidad o al margen de la socialidad do­minante.

Asimismo a la instauración de una forma me­diatizada de poder, que es menos un poder coercitivo y más un poder disuasorio : derecho de mirada, hasta en la esfera privada, que no deja de traducir la prepotencia del poder‑ver social y trae consigo nuevas formas de control social. Estas mutaciones dentro de las formas del control social, que Michel Foucault analizó en su tiempo a través del discurso sobre la lo­cura, el sexo, permite, como apunta L. Quéré (1), “transformar el campo social en campo de visibilidad, constreñir los comportamientos de los individuos mediante el juego de la mirada, hacer creer que están permanentemente some­tidos a la visión del poder y al control de un sa­ber. Esta puesta en visibilidad permite prescin­dir de una constricción física, ya que conduce al individuo a interiorizar espontáneamente las exigencias del poder y del saber”.

El poder mismo se diluye como instancia úni­ca, trascendente; ya no necesita de un discurso totalizante, unificador ‑ya sea interpretativo, ya sea normativo‑, sino que se vuelve inmanente (se desmultiplican las instancias de poder, se interiorizan los modelos de comportamiento), y ‑hasta cierto punto‑ invisible. Se impone de esta manera lo que G. Lefort ha llamado la ideología invisible como proceso de objetiva­ción de la mediación simbólica; discurso implí­cito que prescinde de la invocación de los grandes principios humanistas y hasta de cual­quier tipo de discurso legitimador que no sea una lógica de tipo instrumental.

Se instaura así un nuevo discurso social del que nos dice L. Quéré: “Al contrario del ante­rior, este nuevo discurso social no se plantea en ningún momento como exterior a lo social. Ya no habla desde arriba. De ahí que tenga un pa­rentesco con el discurso totalitario que apunta a inscribirse en la realidad social para totalizarla. Se aleja de él, sin embargo, en la medida en que renuncia a llevar a cabo esta totalización en términos explícitos. Lo que no deja de vincular­lo con la ideología burguesa, de la que se dis­tingue por otra parte por el hecho de que anula la distancia que ésta instaura entre la represen­tación y la realidad”.

Esta ideología invisible se asienta sobre una visibilización cada vez mayor de las formas del intercambio: intercambio de objetos materiales (sociedad de consumo), de bienes simbólicos (las mitologías de la modernidad analizadas por un Barthes en su tiempo), y de sujetos, ilustrado dentro del código del intercambio que impera en la cultura de masas por el desarrollo de lo que podríamos llamar una ideología de la co­municación que se caracteriza por la inflación de los “servicios”, en particular toda una “indus­tria” de las relaciones públicas (promoción de imagen, marketing de sujetos y objetos...). La comunicación se vuelve bien simbólico.

De ahí un ensanchamiento de la esfera públi­ca ‑de los temas de interés público, que con­ciernen a la “comunidad nacional”‑ y una am­pliación de las formas de publicidad, de las áreas de dominio público. La publicidad, el principio de publicidad según Habermas (die Publizitát: lo que se vuelve público), se vuelve publicitario en el sentido más trivial de la pala­bra. Escribe L. Béaud al respecto (2): “Si hoy en día amplias fracciones de la población parecen tener acceso a la esfera pública, no se trata más que de una desviación operada por los medios de comunicación con fines puramente comer­ciales. Este universo, de esfera pública, sólo tie­ne la apariencia; el público que debatía sobre la cultura se ha transformado en un público que la consume”.

La modernidad ascendente sigue un proceso de visibilidad social cuyo parangón sería el dis­curso sobre el cuerpo y la “liberación sexual” de los 60. Apunta a una especie de ideal de transparencia, de publicitación de la privacidad que rompe la dicotomía clásica entre espacio privado y espacio público. La publicidad mo­derna, con su representación de arquetipos, es­tereotipos, modelos y antimodelos, su proyec­ción de deseos, fantasmas, a la par que esceni­fica figuras del sujeto social, coarta su capaci­dad pragmática y hace del actor un objeto de representación. La representación misma corto­circuita y, hasta cierto punto, paraliza la acción, neutraliza el conflicto (el intercambio se sustitu­ye al antagonismo, escribe Quéré...).

La nueva visibilidad social produce una satu­ración del espacio social: funda una imaginería social (la imagen como hilo visual que interco­necta sujetos, unifica recorridos, se impone como referente). ¿En qué medida no genera una hiperrealidad que, mediante una semiocra­tización de la cultura ‑la cultura como sistema de signos‑ consagra la comunicación como nuevo referente, como imperativo formal, como imperialismo deóntico (el deber de comunicar que impone el medio técnico)? ¿Hasta qué pun­to no consagra una ideología del medio, una prevalencia del medio sobre los fines, en que la lógica técnica se impone en detrimento de una verdadera ideo‑logía (un discurso sobre los fi­nes, una racionalización del sistema). El medio impone el uso, y de ahí se deriva (se construye) el sentido: sentido añadido, sin otro valor se­mántico que el de su valor de cambio, sin otra lógica que la del medio; lógica formal que remi­te a una necesidad intrínseca del sistema de producir “información”, de generar comunica­ción, de fomentar signos, de (re)crear sociali­dad. No estamos lejos del impasse baudrillar­diano: cuando todo se ha socializado, lo social desaparece como categoría, se desvanece; la integración simbólica deja paso a una integra­ción funcional, a una lógica puramente instru­mental.

 

HACIA UNA ECOLOGIA POLITICA DEL SIGNO

 

Decir que se instaura una nueva forma de mediación social es aceptar que el poder nece­sita ser representado (en el sentido social y tea­tral de la palabra), para imponerse: estar presente como condición virtual, visibilizado como forma, pero invisibilizado como instancia. De ahí la importancia de los aparatos formales de presentación (y representación) de los actores en las actuales democracias.

La mediación pasa por el discurso, por una economía política del signo en un proceso que está operando una culturización de lo social consistente en hacer de los signos culturales in­dicadores sociales. Este proceso tiene su reflejo en las mutaciones dentro del campo cultural. El status del saber se modifica, con el paso de un discurso legislador (saber de élites) a un dis­curso vulgarizador (cultura de masas) que se basa en la circulación de informaciones y bie­nes simbólicos (signos de poder, de saber...), tan imprescindible para la lógica interna del sistema como puede serlo, en el campo económico, la producción, circulación y consumo de bienes materiales. Objetivación del saber que rompe con el privilegio que tenían las fuentes institucionales de producción del saber (Univer­sidad, élites intelectuales y, hasta cierto punto, clase política, cuerpos constituidos, Iglesias y Textos ideológicos) de monopolizar la produc­ción y representación del saber colectivo, pero consagra otras instancias: nuevos técnicos del saber, expertos (sociólogos, politólogos...) y también otros medios (a través de los mass me­dia).

Este proceso corresponde por otra parte a una demanda cada vez más acuciante de saber práctico para hacer frente a la desmultiplica­ción de los problemas que surgen de una rela­ción con el entorno que se vuelve más y más compleja. Ahora bien, se produce una especie de perversión del medio que invierte la relación instrumental con el medio técnico en la medida en que muy a menudo el medio tecnológico no está ahí para responder a una demanda indivi­dual de cara a la sociedad, sino que es todo lo contrario: la existencia de toda una serie de avances tecnológicos va creando oficios, va de­terminando roles y funciones. De ahí que algu­nos analistas hablen de “cultura programada” (L. Quéré) en la que las tecnologías “están encami­nadas a determinar íntegramente las relaciones constitutivas del proceso de socialización”. Se impone así un modelo cultural que corresponde a lo que L. Quéré llama sociedad tecnológica, “esto es, no tanto la proliferación de máquinas, como la regulación de la sociedad mediante una tecnología social (procedimientos, métodos, operaciones, que permiten determinar las rela­ciones subyacentes a la socialización)”.

A la legitimación por los fines ‑los grandes “programas ideológicos”, los “proyectos históri­cos”, las “vocaciones políticas”, que orientan tra­dicionalmente el hacer colectivo (y en los que ya (casi) nadie cree)‑ sucede una legitimación por los (y el) medios. La “modernización” es una de ellas; búsqueda de una nueva forma de legi­timación político‑económica cuando casi todos los partidos (sobre todo entre la izquierda) han renunciado a su ideario propiamente político (a sus contenidos ideológicos)...

Hasta la conducción de la vida política se ha profesionalizado y, se podría decir, tecnificado. Desde esta perspectiva el reproche que hacen los profesionales de la política a las masas de desinteresarse de la cosa pública no tiene sen­tido. La llamada apatía política, el tan cacarea­do “retorno a la privacidad”, lejos de ser una marca de anomia social (pérdida de la identi­dad social), es una respuesta pasiva (de la mis­ma manera que se habla de resistencia pasiva) a la objetivación de la mediación, pero no en términos agonísticos (ya que rechaza tanto la adhesión como la lucha): es una respuesta ad­yacente, que se niega a entrar en el terreno co­mún ‑el topos tópico de la política‑ que, en cierta medida, no acepta las reglas del juego, pero sin poder tampoco negarlas y, menos, destruirlas. Hoy más que nunca se impone una ecología del medio...

 

LA PRODUCCION DE LA REALIDAD

 

No insistiré sobre la función de la cultura de masas como aparato de integración cultural. Desde el Baudrillard de “La sociedad de consu­mo” (1970) hasta los autores ya citados han des­tacado el consenso formal (a las formas del sa­ber) que impone la cultura mass mediática como “corpus de signos y de referencias” (Bau­drillard), en el que el significante se vuelve su propio significado, en una hipertrofia formal que crea una cultura de la puntualidad, que consa­gra la muerte del relato como lenguaje y forma de transmisión del saber, e instaura una hipe­rrealidad.

Hasta la información, discurso referencial si los hay, se vuelve simulacro de realidad. Lejos de ser un poder más, un cuarto poder que se añadiría a los poderes constituidos (a los llama­dos poderes institucionales), la prensa es un po­der fundacional, que “instituye” la realidad y participa directamente en la creación de universos referenciales (3). Participa por otra parte de una visibilización de la mediación, de un ha­cer‑ver los representantes, un representar la representación misma. De ahí la importancia dada a las declaraciones políticas, a la produc­ción de los actores dentro del discurso de la actualidad. Ya sea mediante un discurso directo (entrevistas, reportajes), ya sea mediante un discurso referido (crónica, comentario, edito­rial), el periódico es un espacio de parlamento.

Son ejemplares a este respecto las páginas de opinión de los periódicos, en especial las del diario El País, por la escenificación de los diferentes actantes constitutivos del espacio pú­blico de representación: líderes de opinión (las colaboraciones de la página de la derecha), instancias mass mediáticas representantes de la opinión pública (cartas al Director) ...(4). El papel de la prensa es, por fin, fundamental en la de­terminación de los que he llamado el régimen de decibilidad del discurso público: determina el campo de lo decible, establece un consenso sobre lo que hay que decir/no decir, contribuye a delimitar la competencia discursiva del sujeto social. Como escribe jesús Ibáñez, de El País: “Nada de lo que no es reflejado en sus páginas tiene reflejo en la realidad y los políticos o inte­lectuales que no aparecen en él son expulsados de la realidad”. (5).

La información ‑la in‑formación como forma­lización/estructuración de la realidad en discur­so‑ define un recorrido que va del Querer ser visto Vs no ser visto de los políticos (véase la privatización de las conductas: pactos secretos, estrategias ocultas...) al querer decir Vs no de­cir (off the record, retención/selección de infor­mación) de los informadores. Ahora bien, el acontecimiento como envite de este discurso se ve cada vez más cuestionado en sus status mis­mo: ¿dónde empieza, dónde termina, desde el punto de vista referencial y narrativo, una se­cuencia terrorista, una escalada armamentista, una estrategia de disuasión? Asistimos, en el marco de las estrategias globales, a una dilu­ción del concepto de acontecimiento. Dilución tanto espacial (por desmultiplicación internacio­nal de los conflictos)como temporal: las estra­tegias de la tensión apuntan menos a una reso­lución del conflicto que a su mantenimiento; buscan un cierto equilibrio terrorífico, dentro de una visión bastante catastrófica de los fi­nes... Derelicción del medio que se traduce por una inflación del mismo (véanse las “carreras” de todo tipo: armamentistas, logísticas, argu­mentativas), en detrimento de los fines (finales)del conflicto (la virtual Revolución, la impensa­ble catástrofe nuclear, etc.) (6).

En esta perspectiva sacar del entramado de hechos, declaraciones, episodios, unos aconte­cimientos relevantes que aclaren sobre la “orientación” de un conflicto pierde sentido. El “acontecimiento” en el sentido periodístico es cada día más una creación/construcción de la prensa. El poder decir del discurso es tal que puede llegar a ser un poder no decir delibera­do (asumido como auto‑censura): la negativa de algunos medios de comunicación a reproducir los comunicados, declaraciones de grupos te­rroristas refleja un poder decir omnipotente, un derecho totalitario sobre la reproducción/supre­sión del acontecimiento, un poder directo sobre la conformación del universo referencial del su­jeto, ayer en nombre de la ética profesional, hoy en aras de un pretendido realismo político...

En todo caso el status mismo de la realidad se ve afectado por el régimen comunicativo moderno, en particular en el orden cotidiano. En una cultura saturada de signos y de discur­sos, donde se da un exceso de inputs referen­ciales, lo real tiende a transformarse en espec­táculo irreal, representación de sí mismo (esto es, pura convención), desrealización (pérdida de los fines en el orden pragmático), y dese­mantización (pérdida del sentido): cultura del escaparate, del look como “estrategia de las apariencias”, de la trivialización de los valores, del declinar de las ideologías en aras de las conductas, de la exaltación del feeling en el or­den perceptivo, de la performance (de la ac­ción puntual) en el orden estético (estetización de la actuación social) en detrimento de la his­toria; sociedad en la que hasta la violencia se banaliza mediante su espectáculo mass mediáti­co (la repetición legitima la presencia del obje­to como práctica cotidiana), y no sólo en sus for­mas sociales, como “lenguaje” (respuesta nega­tiva al sistema): la violencia se vuelve gratuita (no encaminada a una rentabilidad social, ni si­quiera a una respuesta); el llamado gamberris­mo es prueba de ello: destrucción por la des­trucción más que por la ganancia; marca de anomia más que de protesta...

 

EL NO MAN'S LAND DE LAS NUEVAS TECNOLOGIAS

 

Los medios de comunicación o, como prefie­ro llamarlos, los medios de difusión masiva han llegado a crear una saturación y, hasta cierto punto, una contaminación del medio; imponen un nuevo orden en el que la circulación de bie­nes informativos se hace en todos los sentidos (y direcciones) ‑ubicuidad de la cultura de masas‑ hasta perder todo sentido: el hecho de actualidad se vuelve suceso (encierra su propia coherencia, funciona como microrrelato), se­cuencia desvinculada de la historia por la pro­pia dinámica del medio. Se vuelve cada vez más difícil una aprehensión sincrética de la cul­tura. Como escribía recientemente Baudrillard (7): “Cada hecho, cada evento, político, históri­co, cultural, está dotado, mediante su poder de difusión mediático, de una energía cinética que lo arranca de cuajo de su propio espacio, para siempre, y lo propulsa en un hiperespacio en el que pierde todo su sentido, del que no regresa­rá nunca. Así que no hace falta hacer ciencia­ficción: desde ahora tenemos, aquí y ahora, en nuestras sociedades, con los mass medias, la in­formática, los circuitos, las conexiones, este al­rededor de partículas que ha roto definitiva­mente la órbita referencial de la cosas”.

La “revolución tecnológica” ligada a la intro­ducción de las llamadas nuevas tecnologías no hace sino exacerbar esta tendencia. La tecnifi­cación del medio va en el sentido de la hiper­trofia formal anteriormente apuntada. Sin caer en una visión apocalíptica, parece difícil suscri­bir la tesis de sus defensores a ultranza, para quienes las nuevas tecnologías reinyectan una dimensión creativa en el universo mass mediáti­co, fomentan la interactividad, desarrollan la ac­tividad lúdica, en una palabra, facilitan la comu­nicación... (Una cosa es la potencialidad del medio ‑es innegable, a nivel científico, el inte­rés de las nuevas tecnologías‑, otra cosa la tri­vialización más o menos masiva del medio, sus aplicaciones puntuales).

Lejos de definir espacios comunes, las nuevas tecnologías fragmentan y desmultiplican el es­pacio de la socialidad, lo serializan; a imagen de lo que ocurre con las cabinas porno, crean compartimentos estancos de comunicación en los que cada sujeto se vuelve mágicamente destinatario exclusivo del mensaje y, por dele­gación, (re)creador del mismo. Sintonizan per­fectamente con una nueva forma de narcisismo social. Espacio de todos y de nadie.

No man's land ‑espacio que no pertenece propiamente a nadie‑ esto es la cultura mo­derna: frialdad del medio, asepsia del instru­mento, que permiten precisamente una utiliza­ción múltiple, una polisemia de contenidos. La forma pura ‑el medio tecnológico‑ se ofrece a los usuarios de la comunicación para una nue­va rentabilización (¿rentabilización nueva?) de las posibilidades del medio. ¿Qué hace real­mente el usuario con el nuevo juguete? Ver es la nueva función que se le asigna, combinar el nuevo valor al uso, crear (crear programas, crear imágenes, crear juegos creativos... ) la nueva ideología. “Inteligencia artificial” se ha di­cho (¿cuál de los dos términos habrá que rete­ner: el sustantivo o el adjetivo?...).

 

USOS Y EFECTOS PERVERSOS DE LA COMUNICACION TECNOLOGICA

 

Sea lo que fuere, ahí están los usos y efectos perversos de la comunicación tecnológica:

 

La derelicción del medio, extensiva al universo de la cultura de masas: la existencia del medio justifica el uso y crea nuevas necesidades comu­nicativas, proceso paralelo al del consumo de bienes materiales.

‑ La integración mediante el medio: las tecnologías de las comunicación consagran una comunidad de usuarios, supra‑social, metacomunicacional, y una adhesión técnica (especie de pacto formal) al sistema, mediante una identificación al objeto (abolición de la relación instrumental ‑de domi­nación de lo real, de lo irreductible‑ con el me­dio: el medio tecnológico es lo irreductible).

‑ Crea una ilusión comunitaria mediante un simula­cro comunicativo y enunciativo. El que no fomen­te ‑en la mayoría de los casos‑ la creatividad queda ilustrado en el uso redundante que se hace del vídeo: “La TV por cable y el video no son más, hoy por hoy, que medios para consumir más o de manera diferente los productos de la televi­sión: aquélla amplía la oferta, éste permite como mucho evitar los conflictos familiares cuando dos programas entran en competición. Un estudio de mercado realizado en los Estados Unidos muestra que sólo el 20% de los que adquieren un video compran una cámara; para todos los demás, el aparato no sirve más que para grabar los progra­mas de la televisión comercial o para poner pelí­culas porro que han representado en los comien­zos del video el 60% de las ventas de cassetes grabados. Cuando existe, la producción vídeo de los aficionados no se sale del marco de usos fa­miliares tradicionales que ya eran los de la foto y del super 8”. (P. Béaud). Aquí no se trata siquiera de efectos perversos, provenientes de un uso de­rivado, sino de un uso literal del medio; tan literal que reproduce el de otro medio existente, la tele­visión.

‑ Ilusión espacio‑temporal también: Don de ubicui­dad que otorgan las nuevas tecnologías; esta sensación de dominar, desde el hic et nunc domésti­co, la producción mundial de acontecimientos y saberes que comparte en telemática con los me­dios de comunicación. La cultura se informaciona­liza ‑se vuelve una información profesionaliza­da‑; ¿qué es un banco de datos sino un libro permanentemente actualizado, una tirada eterna­mente nueva? Cultura non stop, al igual que estos programas ininterrumpidos (sin principio ni fin) de las televisiones americanas, donde los partes informativos se amoldan a los comentarios futbo­lísticos... Si la política es un espectáculo, un parti­do siempre inacabado, la cultura se transforma en un parte informativo siempre actualizado, a dispo­sición de todos, interconectable, permutable: un inter‑cambio per se.

Internacionalización de los modelos de produc­ción y reproducción, pero también de las coorde­nadas espacio‑temporales. Estamos en la era de las grandes conexiones, del informativo de las ocho y media para todos, de la planificación fami­liar del ocio, de la industrialización de la cultura. ‑ Función fática de los medios por fin (más que re­ferencial): ruido más que sonido, los medios crean un ritmo (formalidad más que funcionali­dad, que estriba en su aspecto repetitivo y, las más de las veces, redundante); los medios como encuadre espacio‑temporal imponen una forma sustitutiva de cotidianeidad (lo cotidiano, a través de la relación espacio‑temporal con el entorno, es volver a encontrar lo mismo dentro de la dife­rencia...).

 

Esta regularidad tiene como finalidad, más allá incluso de los contenidos, mantener el con­tacto con el receptor: algunos sondeos demues­tran que sólo un 30% de los oyentes es capaz de decir con precisión lo que acaba de escu­char, después de apagar la radio...

Lejos de sacar al sujeto de su aislamiento, la telemática delimita un marco de actuación pri­vado, un téte‑á‑téte íntimo del sujeto con el me­dio (el “walkman” es otro ejemplo típico), un en­simismamiento doméstico (crea una nueva cen­tralidad doméstica), una especie de vicio solita­rio que involucra al sujeto en un vértigo, en una práctica narcisista del medio. El ordenador do­méstico, al igual que las calculadoras de bolsi­llo, según se desprende de unos estudios ame­ricanos citados por Béaud, “serviría antes que nada para usos no utilitarios, lúdicos, pero limi­tados a una relación narcisista con el objeto téc­nico”.

Los nuevos medios consagran, nos dice Bau­drillard, una ideología de la selfreference, forma suprema y acabada del individualismo: del self made mar en lo social, al do it yourself en lo tri­vial, pasando por el look en las conductas, cada uno se vuelve empresario de su propia prácti­ca, productor y consumidor especular (y espec­tacular) de su propio código. Economía sumer­gida del cuerpo y ‑paradójicamente‑ de las apariencias, el estar se sustituye al ser, la movi­da al movimiento, el punto al espacio, lo puntual a lo temporal: cultura de lo efímero, de la re­presentación siempre reconducida de sí mismo, que virtualiza seres y objetos, donde la escenifi­cación es más importante que la actuación y el objeto escenificado, que visibiliza los últimos signos de socialidad.

 

EL FIN DE LA HISTORIA

 

Como nuevos lenguajes que son, las nuevas tecnologías actúan sobre las representaciones colectivas. Si Baudrillard ya había apuntado la pérdida de los simbólico en el intercambio ac­tual, otros autores han analizado la fragmenta­ción del universo representativo producida por los medios de comunicación tanto en el orden perceptivo como estético e ideológico.

Se impone de esta manera una forma especí­fica de narratividad derivada por otra parte de una crisis genérica de la representación (si mu­chos han hablado de la “muerte del sujeto”, po­cos han hecho hincapié en la muerte del realis­mo como sistema de referenciación no sólo es­tético sino también como representación figura­tiva de la realidad). La cultura de los medios es antes que nada fragmentaria: diseminada en cuanto a las fuentes (multiplicidad de voces que caracteriza el discurso social: metadiscurso de la sociedad sobre sí misma), miniaturizada en cuanto a los productos (multiplicidad de micro­relatos: las series televisivas son ejemplares a este respecto). Por fin diluida en cuanto a su fi­nalidad. Frente a la actualidad, la historia se desvanece como categoría: “La historia ya no puede sobrepasarse, ni siquiera contemplar su propia finalidad, ni soñar con su propio fin; se hunde en su propio efecto inmediato, se agota en sus propios efectos especiales, se vuelve so­bre sí misma, hace implosión en la actualidad. En el fondo, ni siquiera se puede hablar del fin de la historia, ya que no tendrá tiempo de al­canzar su propio fin. Sus efectos se aceleran, pero su sentido se ralentiza, ineluctablemente. Acabará por detenerse, y por desvanecerse como la luz y el tiempo cuando se aproxima una masa infinitamente densa...” Q. Baudrillard).

La posmodernidad se podría resumir así: como el paso de los grandes relatos de legiti­mación, de los textos unificadores (erigidos en ideologías: discursos sobre el mundo), a una se­rie inconexa de discursos narrativos (erigidos a menudo en saberes prácticos y apuntando a unos fines puntuales e inmediatos); marca el paso de lo trascendente a lo inmanente, de lo permanente a lo efímero, del imperio de los dioses al desierto de los hombres. Ojalá este desierto no sea también su cementerio...

 

NOTAS

 

(1) Louis Quéré: «Des miroirs équivoques», Aubier Montaigne ‑1982.

(2) Paul Béaud: «La société de connivence», Aubier ‑ 1984.

(3) Como discurso la prensa refleja, en su organización interna, una jerarquización de la realidad (la “actualidad es el resultado de una creación performativa de realidad: el periódico da cartas de realidad a lo que nombra); y también un mapa” temático: las seccio­nes remiten el desorden del mundo al orden de la referenciación; remiten el acontecimiento ‑lo imprevisible‑ a un orden paradig­mático (“lo” social, lo económico, la política, la cultura..), al orden de lo previsible.

(4) Sobre este tema remite a mi trabajo: “El discurso de la representación ‑El País y la voz pública en «El País o la referencia do­minante», Gérard Imbert y José Vidal‑Beneyto coordinadores, Edito­rial Mitre ‑ 1986.

(5) «Encuentros sobre metodología del análisis de la prensa» ‑Casa de Velázquez, Madrid, 1986

(6) Este punto ha sido desarrollado en G. Imbert “Por una socio­semiótica de los discursos sociales (acercamiento figurativo al dis­curso político)”, en «El análisis de la realidad social» ‑M. García Ferrando, J Ibañez, F. Alvira compiladores, Alianza Editorial, 1986.

(7) Jean Baudrillard: “L'an 2000 ne passera pos”, Traverses/33‑34 ‑Centre Georges Pompidou.