El lenguaje publicitario, instrumento de análisis y comprensión de nuestra cultura

 

Juan Benavides Delgado

 

Lenguaje, cultura simulada, construcción social de la realidad, la publicidad tiene también una función de fabricación de ideología y de integración social.

 

1. PLANTEAMIENTOS

 

Comienzo con dos ideas y hago un poco de historia.

Vivimos en una realidad co­tidiana que nos ofrece, cada vez más, variada información, pero que, paralelamente, tie­ne menos sentido. Algo pare­cido escribe Baudrillard, en 1979, cuando con­firma la existencia de un universo social donde la información es incompatible con el sentido. Ni qué decir tiene que la comunicación publici­taria tiene en todo esto un papel de privilegio.

Parece que el proceso iniciado en el Renaci­miento, y ultimado en la revolución tecnológica, ha quebrado, definitivamente, el universo me­dieval, cerrado y perfecto en sí mismo. Lo que parece estar ocurriendo se delimita en un acen­tuado y generalizado escepticismo ante supues­tos valores, que deben sustentar la conducta humana, abundando en una especie de reac­ción indefinida frente a un mundo que se pre­tende superar a través del dominio tecnológico. El ciudadano vive este escepticismo como una actitud escasamente racionalizada.

El desarrollo reciente de nuestra idea con­temporánea del mundo se ha visto absorbido por un doble conflicto: el que se representa a través del triunfo de la “razón tecnológica” ‑ra­zón instrumental” la llaman algunos‑ y el que protesta contra la idea hegeliana del mundo, inspirando la pluma a Kierkegaard, Marx y Nietzsche, para reclamar formas específicas de individualidad. Esta dicotomía se cultiva tam­bién en un doble sentido: por un lado, el natu­ralismo materialista, que avaló ‑en su momen­to‑ el voluntarismo nietzscheano, el materialis­mo histórico y dialéctico y, no menos, en fin, el naturalismo freudiano, que instrumentalizó la ra­zón, haciendo realidad en la técnica aquella ta­maña “ambición ilustrada”; pues, en definitiva, la irracionalidad de la técnica no es otra cosa que los objetivos últimos de aquélla. Por otro lado, y frente a esa dominación del mundo, propia de Fausto, se erige la insatisfacción y la inseguri­dad del hombre, que Gaos vio tan lúcidamente reflejada cuando escribió: “Reconocerán que a nada le tiene el ser humano tanto miedo, hasta llegar a ser un miedo literalmente pánico, como a tener que proceder por sí y ante sí, por su cuenta y riesgo, no ya en los negocios de la vida corriente, ni siquiera en los ocios de la vida culta, sino en el gran negocio y ocio de ha­cerle frente, con la propia existencia, con el propio ser, inasistido, sólo, nudo, al universo, al existir, al ser” (1). En el fondo, esta reflexión viene a replantear el nuevo paradigma introdu­cido a través, que no por derecho, de la crisis de, la modernidad (*).

Si trasladamos estas consideraciones al uni­verso de la comunicación publicitaria deduci­mos el hecho, según el cual la tecnificación creciente de los procesos comunicativos y del mundo del consumo en general pudiera no ser más que una vía de escape al conflicto que nos supone, hoy por hoy, enfrentarnos solos al uni­verso, al mundo y a la vida; lo que explicaría, quizá, ese ahínco nuestro por construir una cul­tura de relaciones epidérmica y artificial. Lo grave no es que sea buena o mala, sino que es ficticia. En este sentido, Salvador Giner en un interesante trabajo escribe: “La esencia del Tecnoconocimiento es el simulacro, no ya in vi­tro, como en el experimento tradicional, sino en puro guarismo. Se simula una “realidad” para ver qué resultado da una situación hipotética, sin que la situación ocurra: se simulan guerras nucleares, ciclos económicos, aumentos de paro, envejecimientos de la población, force­jeos diplomáticos, vuelos de aeronave, vidas hu­manas...”. (2).

En el presente artículo abandono toda la in­vestigación axiológica y epistemológica que es­tos planteamientos exigen (3), con el fin de pre­cisar algunas breves reflexiones sobre la comu­nicación publicitaria, observada como instru­mento de análisis y comprensión de nuestra cultura cotidiana. Son éstas unas reflexiones apenas apuntadas con alfileres pero que, a mi juicio, enmarcan debidamente‑las estrechas re­laciones que se establecen entre la publicidad y las estructuras culturales, que subyacen a cualquier manifestación comunicativa.

 

2. EL MARCO TEORICO DE REFLEXION

 

La publicidad surge como una característica específica de lo público, generada en determi­nados universos institucionales y victoriosa so­bre la esfera de lo privado. Su estructura comu­nicativa se configura como uno de los mecanis­mos fundamentales en el sostenimiento de la or­ganización económica y social contemporánea. Este doble estado de manifestación y sostén de un orden establecido ha sido fruto de un com­plejo proceso de desarrollo, todavía inacabado, pero cuyo final ‑de acuerdo con lo indicado en el Cuadro I ‑ se vislumbra paradójicamente en una progresiva y ficticia reivindicación de lo privado sobre lo público, que termina por fun­dir ambos conceptos.

 

 

Ahora bien, previamente debo precisar algu­nas nociones, que subyacen a los criterios ex­puestos en este artículo. La publicidad es, stric­to sensu, lenguaje; y dicho lenguaje se genera a través de los contextos, que le confieren su es­tructura y su significado. Debo indicar, por lo tanto, el lugar generador de la comunicación publicitaria y su relación inmediata con las es­tructuras culturales.

En primer lugar destaco una serie de aspec­tos sobre el lenguaje, que no son míos, sino de Peter Winch (4), y que considero de gran inte­rés a mi propósito. Si los presento aquí es por­que creo que siguen siendo ‑después de los años‑ un buen ejemplo de las consecuencias epistemológicas, que se derivan de un estudio serio del lenguaje y de la cultura. Los criterios de los que hablo, brevemente, son los siguien­tes:

 

No es posible distinguir con claridad el mun­do (la realidad, la cultura) y el lenguaje con el que éste se explica.

Nuestros conceptos constituyen la única forma de experiencia que tenemos del mundo que nos rodea.

Los “patrones” y los criterios de racionalidad, que establecen las relaciones sociales, se ex­presan a través del lenguaje.

El significado de un enunciado está directa­mente relacionado con el “contexto vital” al que pertenece.

 

Desde la perspectiva aquí apuntada me cabe ofrecer una definición de cultura funda­mentalmente metodológica. Dicho acerca­miento no abandona sus ciertas dependencias estructurales; aquellas que suponen, ‑como afirmó A. J. Greimas (5)‑ captar el mundo como una amplia red de relaciones, como una arquitectura de formas cargadas de sentido, y que llevan en sí mismas su propia significación. Me refiero a la noción de cultura derivada del enfoque sociológico; pero que ‑según recono­cen sus autores A. Tornos y R. Aparicio‑ está abierta a la sensibilidad antropológica, psicoló­gica y lingüística. Brevemente la cito: “La cultu­ra” ‑escriben‑ supone “una orientación de significantes intervinientes dentro de toda so­ciedad en la constitución del sujeto, cuya inter­nalización contribuye a producir la semejanza y diferenciación de los individuos y las socieda­des, su consistencia interna y su relación con la realidad en cuanto tal” (6). Existen inconvenien­tes ‑resulta obvio decirlo‑ en ofrecer defini­ciones de cultura tan amplias. En este sentido no desdeño acercamientos más restrictivos y alejados de una cierta “filosofía de la cultura”, como es el caso de M. Bunge (7), quien ha pre­ferido considerar las actividades culturales como actividades sociales llevadas a cabo por los individuos o los grupos. Acotemos también estas precisiones.

En segundo lugar delimito el marco donde se expresa la comunicación social, pues sólo des­de esta perspectiva podemos ubicar debida­mente el problema de la comunicación publici­taria. De ahí mi pregunta, ¿cómo se expresa el universo de la comunicación social? (8). El uni­verso de la comunicación social se expresa a través de tres conjuntos teóricos que preciso muy brevemente:

 

El primero de ellos se delimita a través de la no­ción de estructuras de conocimiento. Desde los iniciales planteamientos de W. O. Quine ‑que tan sólo me interesan de manera indirecta‑ hasta lo más reciente de la Sociología del Conocimiento, debo decir que la realidad social se define a tra­vés de específicas estructuras cognitivas, que dan razón de aquélla. El individuo vive a través de di­ferentes construcciones de la realidad, que utiliza simultáneamente. En nuestro lenguaje nos vamos “comprometiendo” con diversas interpretaciones acerca del mundo y de nuestra realidad más in­mediata. En este sentido, permítaseme transcribir unos comentarios muy clarificadores de LeShan y Margenau (9) a propósito de la jornada de un imaginario hombre de negocios, clásico ejecutivo y con los pies bien pegados a la tierra: “Durante la jornada de trabajo ‑escriben estos autores - ­ese hombre está sentado a su escritorio y vive en una realidad que todos conocemos muy bien. Es la realidad que los occidentales concebimos ordi­nariamente como la realidad real. Es la realidad en que nos atamos los cordones de los zapatos, en que compramos pasajes de avión y tomamos un taxi para ir al aeropuerto”... “Un día ese hom­bre de negocios llega a su casa después del tra­bajo. Sabe que en esa zona se han registrado al­gunos casos de meningitis y está preocupado por su hijo de tres años. Por la noche, mientras está sentado en el salón de la planta baja, oye que el niño llora arriba. El hombre sube por la escalera terriblemente asustado y murmura: “¡Dios mío, que no sea meningitis!”. En realidad, está rezando. Toda su conciencia participa en esa acción... En su trabajo sabe que no tendría absolutamente nin­gún sentido semejante. El universo, tal como ese hombre lo estructura ordinariamente, no respon­de ni a la emoción ni a la oración”. Y, continúan estos autores, “llega al piso superior y con gran alivio comprueba que el niño no está enfermo... El hombre acaricia a su hijo... “Todo está bien. El universo es bueno, todas las cosas están en or­den”. Pero todo esto no es cierto en el estado de conciencia ordinario y cotidiano de ese hombre, en el modo en que comúnmente organiza la reali­dad. El hombre vive en un mundo hostil capaz de aniquilarlo a él y a su hijo. Uno no puede de­círselo al niño y decirle también “Todo está bien, el universo es bueno”. Pero ese hombre de nego­cios no está mintiendo; en ese momento se en­cuentra en una realidad completamente diferente de la realidad vivida durante el día o de la reali­dad vivida en el momento en que subía por la es­calera”. En efecto, el hombre estructura y constru­ye, simultáneamente, diversas interpretaciones que explican, legitiman o racionalizan su conducta. Subrayamos dos reflexiones: la primera de ellas, la pluralidad de esas estructuras de conocimiento ‑pluralidad que no exime de la contradicción­ y la fugacidad (vs convicción) aparente con que el ser humano “vive” esas estructuras.

 

‑ Ahora bien, esas “estructuras de conocimiento” se expresan a través de contextos sociales, que son, precisamente, los que ofrecen a dichas configura­ciones sus condiciones de plausibilidad. En defi­nitiva, el contexto social supone la estructura de plausibilidad de los conjuntos de normas y cuer­pos de conocimiento, que formulan los individuos. Importa señalar a este respecto que dichos con­textos se configuran a través de las diversas pau­tas institucionales vigentes. No debe olvidarse nunca que las “instituciones”, por el hecho mismo de existir, “también controlan el comportamiento humano estableciendo pautas definidas de ante­mano, que lo canalizan en una dirección determi­nada, en oposición a las muchas otras que po­drían darse teóricamente” (10).

‑ En tercer lugar, la forma más precisa de expresar dichas estructuras de conocimiento es, sensu stricto, lingüística. Porque, en tanto que discurren las relaciones sociales entre los individuos, debe­mos de hablar de comportamientos; pero en tanto que dichos comportamientos sólo se conocen a través de su expresión, o son ellos mismos una forma específica de expresión, debemos de ha­blar de comportamiento lingüístico. En definitiva, el lenguaje es generador y sincera manifestación del comportamiento social, además de ser nues­tra única forma de apropiarnos de la realidad y confrontarnos con ella. Algo de esto es lo que dice H. Tajfel cuando escribe: “Las complejidades de la interacción social se deben a que las “es­tructuras cognitivas” intervienen entre lo que quiere el hombre y el modo de conseguirlo, bus­cando beneficiarse de su experiencia pasada y utilizando sus aptitudes cognitivas” (11).

 

De todo lo dicho hasta ahora debe concluirse un primer aspecto, que juzgo decisivo a la hora de entender la publicidad. El marco explicativo de dicho fenómeno no puede desligarse de un adecuado enfoque de la comunicación social; porque, en definitiva, el texto publicitario y su consumo reproducen, fielmente, el sistema plu­ral de los significados sociales, y sólo se hace plausible a través de los contextos sociales que expresan. La publicidad diseña sistemas de re­laciones y contextos de actualización de con­ductas, que expresan aquellas estructuras de conocimiento, de las que antes habláramos y de las que se vale el hombre para entender y co­municar la realidad que le rodea.

En este sentido, el Cuadro II refleja nuestro modo de entender la comunicación publicitaria y su relación con la lógica del consumo que ésta genera. El emisor transmite mensajes que son “consumidos” por un receptor, a través de su conducta de compra (con la consiguiente asunción de roles) y de la aceptación de espe­cíficos sistemas de representación simbólica, inherentes al universo de connotación asociado al objeto. Con ello, distinguimos una “lógica del texto publicitario” ‑objeto propio del análisis­ de una “lógica del consumo”, que genera todo un conjunto de marcos de conductas.

Ahora bien, ¿hasta qué punto el proceso pu­blicitario organiza de cara al consumo un espe­cífico tipo de discurso? Esta pregunta se dirige a cuestionar los tipos de estructura que configu­ra el texto publicitario. En efecto, la publicidad no sólo informa o argumenta sobre las caracte­rísticas de un producto, sino que, más decisiva­mente, organiza un tipo de lenguaje, que con­lleva un universo de significados, muy alejado, en ocasiones, del objeto publicitado. En este sentido, en paralelo al sistema cultural de los objetos, se va construyendo culturalmente un sistema de los consumidores, que se relaciona con las estructuras de significado transmitidas por dicho lenguaje. Desde esta perspectiva debe entenderse, a mi juicio, la opinión de J, Baudrillard, según la cual la lógica de la publi­cidad es una lógica de la fábula y de la adhe­sión (El sistema de los objetos, 1968). Porque en la publicidad ocurre como en los cuentos, que el niño sabe perfectamente que los ogros y las brujas no existen, pero se obra y se entiende el cuento como si éstos existieran; en efecto, ¿qué sería del cuento sin esos personajes y del niño sin su apoyo en la solución de las “tramas de su vida cotidiana” o de complejas angustias? De la misma manera, el consumidor reconoce que el producto ‑como el objeto mágico‑ no es ca­paz de trasladarnos al universo fantástico que preconiza, pero se acepta éste como el univer­so de representaciones simbólicas, que inter­pretan (sentido) la vida cotidiana del consumi­dor, reconstruyendo significativamente ‑en re­lación a unos contextos dados‑ sus anhelos y deseos.

Nadie cree en lo que dice el texto publicita­rio, pero se obra como si se creyera. En el fon­do, el hombre moderno, en su acceso al bie­nestar, reivindica el que se ocupen de sus de­seos, de su formulación y de su dotación icónica. El que ello ocurra en detrimento de la “coherencia” no importa; bien entendido que debe preservarse una actitud crítica frente a ese proceso que J. Baudrillard define ‑ya lo he indicado‑ como el proceso desenfrenado de la información, que construye y mantiene lo que no es sino simulacro social (1979). A modo de resumen diremos que “la comunicación publici­taria no sólo informa o constata la existencia de un producto, de un líder político o de una op­ción ideológica, sino que además conlleva la sobredeterminación del comportamiento de los consumidores, de sus frustraciones, deseos y anhelos más íntimos. Y ello hasta conseguir una auténtica simulación de la realidad; porque el proceso publicitario es la forma más fehaciente de construir una cultura simulada, fantástica y ficticia” (12). Estas últimas consideraciones de­ben completarse con la idea según la cual el consumidor se apropia de esa cultura simulada, y la expresa como suya en el comportamiento diario. Por ello mismo, si deseamos compren­der el papel que juegan los manifiestos publici­tarios en relación con el hecho del consumo, es imprescindible preguntar cómo la publicidad organiza y estructura la realidad (13).

 

3. TEXTO PUBLICITARIO, IDEOLOGIA Y VIDA COTIDIANA

 

Hasta este momento he ofrecido al lector tres conjuntos de definiciones: el primero de ellos, el marco teórico de reflexión. En segundo lu­gar, se ha explicado brevemente el contexto donde se ubica el proceso publicitario; y, en tercer lugar, he precisado muy sucintamente el texto publicitario como una forma de construc­ción social de la realidad, a través de la cual el consumidor interpreta y realiza su vida cotidia­na. A continuación debo delimitar, con obligada brevedad, algunas consideraciones que pro­yectan a la publicidad hacia una reflexión sobre la vida cotidiana. Divido estas sugerencias en tres grandes apartados: la definición del texto publicitario en relación con la construcción de un discurso ideológico (expresión directa de esa cultura de la simulación de la que acabo de hablar); la especificación de la publicidad como interacción social, y, por último, la comunica­ción publicitaria como una nueva forma de “in­tegración” social de los consumidores. Vayamos por partes.

 

3.1. Debo decir, desde un principio, que no adopto la concepción “clásica” de ideología; esto es, aquella que define dicho concepto como “un discurso engañoso y ocultador de rea­lidad”. En este sentido, defiendo que la publici­dad no es ideología en la medida en que el dis­curso publicitario construye y multiplica un sis­tema de significados, que designan, clasifican y jerarquizan la personalidad del consumidor, pero que no le engañan sobre supuestas reali­dades. La publicidad construye un sistema de representación simbólico que expresa la reali­dad de nuestra vida cotidiana. Precisamente, desde esta constante es desde donde Baudri­llard deduce el hecho de que vivimos en una especie de efervescencia artificial de signos, que es irreversible y que está condenada a su propia destrucción.

Dejando a un lado, consiguientemente, todas las funciones y tipologías más específicamente lingüísticas del texto publicitario, diré que la publicidad es sólo ideología en la medida en que la comunicación publicitaria construye o reproduce formas de conciencia colectiva. Es­tas formas de conciencia se generan ‑ya lo he dicho en repetidas ocasiones‑ en un medio social concreto; ello significa que el proceso institucionalizador inherente será el encargado de configurar en la mente del consumidor un tipo peculiar de realidad, que he dado en lla­mar, con otros autores, realidad simulada.

Pensemos un poco en esta definición:

 

‑ Al decir que es una forma de conciencia que se genera en un medio social concreto, quiero su­brayar lo que llevo diciendo desde un principio: el hombre está incrustado en una determinada cultura y en una estructura social, que tipifica sus conductas y delimita, de alguna manera, sus di­versos sistemas de representación simbólica.

‑ En segundo lugar, confirmo la noción de institu­cionalización, porque son los grupos sociales los que expresan con su lenguaje una forma unívoca de realidad (14).

 

En este sentido, el texto publicitario crea he­chos donde sólo existen imágenes y palabras. El lenguaje configura una realidad que parece anu­lar la auténtica (De ahí que en el Cuadro II subra­ye la “hiperrealidad). Estos cuestionamientos los formulan algunos profesionales de la publicidad y muchos lectores y consumidores del fenómeno publicitario, por lo que no los abandono. En efec­to, puede decirse que el texto publicitario conlle­va una específica organización de los significados sociales, y en ese sentido hablo de “ideología'; pero falta, todavía, una segunda pregunta: ¿a qué se refiere de hecho el texto publicitario? Desde esta perspectiva me parece interesante elevar dos reflexiones de cara a cualquier enfoque analí­tico del problema:

‑ En primer lugar, ¿hasta qué punto el texto publi­citario habla de apariencias? Sólo en contadas circunstancias el texto publicitario tiene referen­tes concretos. Normalmente el objeto publicitado se confunde con todo un conjunto de “asociacio­nes significativas”, que configuran la oferta de consumo; hasta el punto de ofrecerse ellas mis­mas como consumo. El producto es una especie de “objeto mágico”, que siempre ‑o casi siem­pre‑ nos traslada al mundo de lo imaginario o al universo de lo cotidiano distorsionado (proceso del simulacro).

‑ En segundo lugar, otra pregunta obligada: ¿en qué medida el texto publicitario pretende legiti­mar valores universales? Puedo observar cómo se insiste en la “inmutabilidad” o “inmodificabilidad” de algo, cuando en realidad se abre una gran dis­tancia entre el concepto utilizado, su valor y la vida social. Acentúo esta reflexión precisamente cuando me encuentro con esas imágenes que Pe­ninou define, desde R. Barthes, como imágenes estéticas, y que suponen la máxima asimetría en­tre el emisor y el receptor, y donde se ofrece una especie de mundo mágico e insospechado, que emerge a través de la evocación y del conjuro.

 

Estas preguntas se dirigen a cuestionar los referentes del consumo publicitario. En efecto, ¿qué es lo que se está consumiendo? ¿Un siste­ma de representación simbólica? ¿Un conjunto de conductas? ¿Unas formas de legitimación so­cial? ¿Unos objetos?... Contestar estas preguntas exige perfilar la construcción y la estructura de los mensajes publicitarios. La realidad de la pu­blicidad es simulacro en la medida en que se hace pasar por real lo que no es sino cristali­zación del sentido, del valor y del bien. Si se quiere, el consumo supone una forma de reifi­car las conductas y los roles expresados en el texto publicitario. Consumir es reificar; esto es, aprehender la actividad humana como si fuera una cosa, hacer pasar por real lo que son mo­mentos del proceso de producción y de elaboración social del sentido. Si toda formulación conlleva una específica manera de entender la realidad, es obligado delimitar los significados en relación con los contextos donde éstos se producen. Y, al hablar de contextos, hablamos de conductas (Cfr. Cuadro II). Ello evita, a mi juicio, la acronía del emisor y un mejor control, por parte de los consumidores, del nuevo cen­tro del poder que se ha configurado en nuestra sociedad contemporánea. Lo que se consume con la publicidad es una cultura artificial; preci­samente la que configura nuestra vida cotidiana.

 

 

 

 

 

(1)       El proceso de la Comunicación Publicitaria es un proceso circu­lar en el que se recrea continuamente una realidad cerrada en sí misma: es la “hiperrealidad” de J. Baudrillard, con la que se alcanza la auténtica abolición de lo “real” y el 'consumó' de la propia comunicación.

(2)       El Texto Publicitario asocia al objeto el universo de significados del Emisor, del Receptor o los inmediatos del propio objeto, en su diseño, color y morfología.

(3)       Entre el Emisor y el Receptor se establece una interacción es­tratégica, donde la asimetría convierte en anónimos a los emiso­res.

(4)       Los SIGNOS cumplen la función de presentar, ubicar e indivi­dualizar el producto, a través de una específica configuración de la realidad.

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.2. El universo de la publicidad puede ob­servarse desde un doble prisma. El primero de ellos, quizá el más clásico, se centra en la base económica de la producción, como base de la existencia de la sociedad. En este sentido, la producción se constituye como centro de poder y contexto desencadenante de conflictos ideo­lógicos. El segundo de ellos observa la base económica desde el contexto del consumo. No se habla tanto del poder de la producción como del poder del consumo. La producción genera­dora de poder y el consumo centro de poder. Desde este segundo enfoque, la publicidad puede entenderse como una forma de control del poder, donde su lenguaje legitima no sólo conductas sociales, sino formas de anexión a todo un sistema de representación social. Por ello es tan grave y necesaria una reflexión so­bre el consumo.

Nunca debe olvidarse que desde esta pers­pectiva, el objeto del consumo no son los obje­tos o los productos materiales, sino las necesi­dades y las satisfacciones; precisamente, las dos formas más privilegiadas sobre las que se construye el universo de la representación pu­blicitaria. Ello significa que el texto publicitario no puede observarse fuera de las pautas cultu­rales que definen sus contextos, de acuerdo con unas formas de producir lenguaje y unos sistemas de representación compartidos. En este sentido, uno de los lugares más precisos para reflexionar sobre el texto publicitario es el contexto donde se organiza las significaciones. Dicho de otro modo: la publicidad y su consu­mo no se pueden definir por la práctica mate­rial o por la fenomenología de la abundancia, no es “el alimento que se digiere o el automóvil del que uno se vale”, sino la organización de todo eso “en sustancia significante” (J. Baudri­llard). Desde esta perspectiva entendemos la afirmación de Weblen, según la cual lo que está en juego en el intercambio económico, no es tanto el consumo inmediato ‑de acuerdo con las capacidades económicas de los indivi­duos‑, sino la representación social del inter­cambio consumista. Precisamente por esto, no hablo solamente de publicidad, sino de consu­midores, porque no se establece en ese mundo de la “representación social” una relación pri­maria entre el objeto y su consumidor, sino en­tre los propios consumidores. Dentro de ese conjunto de relaciones, en fin, el objeto desapa­rece y se consumen los símbolos que a él se adhieren.

Estos postulados enfocan el texto publicitario como una especie de ejercicio coactivo, que in­cita a unas prácticas y refuerza los argumentos de los propios sujetos, convirtiendo su conducta en una práctica idealista y total, que rebasa, so­bradamente, la relación con los propios objetos. En este sentido, el consumo de la publicidad viene a cristalizar ‑a reificar‑ un proceso que no es real, sino que es pura simulación, y que vive en el universo de la producción del len­guaje (significantes) y de su inmediato consumo. Es éste un segundo lugar de reflexión: los propios símbolos ofrecidos. Y será, a partir de aquí, desde donde el sujeto individual, a modo de conjuro, es requerido en la búsqueda ince­sante de su propia identidad como consumidor.

 

3.3. Me queda una última línea de reflexión. La resumo en una simple pregunta: ¿dónde queda el lugar del sujeto individual? Porque, en efecto, ¿dónde está, realmente, el consumidor dentro de todo este proceso que he definido? ¿Es el sujeto, también, una construcción social? ¿Es el propio proceso el que nos ofrece la idea de lo que somos?

A mi juicio, el problema de la identidad debe cuestionarse desde el momento en que el yo se configura como construcción lingüística ‑es éste el terreno de la lingüística y de algunas teorías del lenguaje‑ o como imagen univer­sal, relativizada en ciertos ambientes disciplina­res de la antropología y de la sociología. O di­cho de un modo más orteguiano y sencillo: el problema de la identidad surge cuando el hom­bre se encuentra sin suelo que le sostenga, cuando metemos el pie en los “hondones de la duda”, cuando todo se queda en las ideas con las que pensamos, perdiendo las creencias en las que estamos (15). Este problema tiene orí­genes muy complejos de explicar en breves lí­neas, pero ocupa un lugar privilegiado en esa conciencia relativista que todos tenemos. Este relativismo no sólo se vive hacia fuera ‑desde la importación de las diversas formas de cultu­ra, que nos introducen las ciencias sociales y los medios de comunicación‑, sino que, tam­bién, se vivencian hacia dentro, desde ese pro­ceso, cada vez más desenfrenado, de la infor­mación masiva y aglutinadora. Aquí la publici­dad y el consumo cumplen un papel decisivo, porque la cultura del simulacro es, sensu stric­to, una “cultura del bricolaje”, Ahora bien, ¿cuál es la característica esencial de todo ese monta­je? Una palabra para responder: la actualidad. En este sentido, M. Villegas López define nues­tra cultura como la cultura de la inestabilidad y de la actualidad. “La esencia de nuestra civiliza­ción ‑nos dice‑ es el cambio más fundamen­tal y sin igual de la historia..., cuya condición genuina es la inestabilidad y la transformación sin pausa y como su razón de ser” (16). En nuestra cultura se elimina la contemplación por la información y el consumo. Ahora bien, volvamos sobre el problema de la identidad y pregunté­monos por el sujeto que hay detrás del consu­midor; ¿qué es lo que busca dicho sujeto y cómo se configura en el proceso del consumo? Adelantamos la respuesta: el consumidor busca la legitimidad y ubicación en el grupo, a través de un conjunto de conductas que le proporcio­nan una identidad colectiva.

Esta respuesta contiene una primera reflexión que no queremos olvidar. Hasta hace relativa­mente poco tiempo el hombre ha necesitado del pasado y del futuro para definirse dentro de un proyecto propio e individual. El pasado y el futuro (el tiempo y la memoria) han sido los lu­gares idóneos donde el hombre ha configurado su identidad. Si recurrimos al estudio de la tra­dición oral y de las historias de vida es fácil en­contrar ejemplos de esto que decimos. Sin em­bargo, el consumo de la comunicación publici­taria no ofrece ni pasado, ni futuro, sólo “vende actualidad”. El presente, rabiosamente frívolo y fugaz, es el tema de nuestro tiempo. Un tema que nos ha hecho perder la “identidad indivi­dual” a través de la búsqueda de una identidad colectiva, que delimita y da carácter a nuestra cultura de la vida cotidiana.

Por todo lo que acabamos de decir, eludimos cualquier matiz individualista en nuestra noción de identidad. No hablamos de identidad perso­nal, sino de identidad colectiva, porque no sólo, en la actualidad, no sabemos quiénes somos, sino que sabemos menos dónde estamos. El proceso de la comunicación publicitaria es un proceso ambivalente y contradictorio. Es algo casi descorazonador‑ se busca algo que nos vie­ne dado en la propia práctica, pero que nunca nos pertenece. A este respecto, permítaseme transcribir unas palabras de J. L. López Arangu­ren: “De la misma manera que somos el que fui­mos, el que ahora somos y el que seremos, ‑es­cribe este autor‑, somos todos nuestros roles en la vida, por diferentes entre sí y hasta in­compatibles que parezcan. O bien no somos ninguno de ellos: seríamos entonces nuestra contradicción; y en la escisión, en el entre unos y otros de los papeles que representamos es en lo que consistiríamos”... “La tendencia que Orte­ga constataba ‑continúa‑ a la “publicación” de la vida privada e íntima, aparecería así ple­namente justificada en nuestro contexto, en tan­to que nueva concepción de la existencia como desidentificación o desmarque”... “ El modo y manera del vivir moderno, el estilo de vida propio de nuestro tiempo, contra lo que veíamos, es menester decirlo, no se caracteriza sin más por una tendencia a “desmarcarse” a salirse de sus casillas, es decir del encasillamiento social que pone a cada uno en su sitio, en su rol; ni tampoco por el hecho de que integremos en nosotros mismos, a modo de infiltrados, otros papeles diferentes de aquel que habitualmente representamos” (17). En este sentido, la identi­dad que formulamos en el hecho del consumo se relaciona directamente con los múltiples y cambiantes papeles, que representamos en la interacción con los demás. En este sentido, la publicidad no construye el mundo de los obje­tos, sino que ayuda a construir el mundo de los sujetos en su interacción cotidiana. En el proce­so del consumo nos reconocemos como “sujetos grupales”, y el texto publicitario, al igual que las historias de vida, nos ayuda a objetivar como verdaderas las experiencias que representan los objetos como representación distorsionada del universo de lo cotidiano (18).

 

4. UNA ULTIMA REFLEXION METODOLOGICA

 

El investigador en publicidad trabaja sobre la opinión, no sobre el ser de las cosas; solamen­te profundiza en lo verosímil. La investigación publicitaria resulta clave para interpretar nuestra vida cotidiana. Y en este sentido, no quisiera terminar sin una brevísima reflexión en voz alta sobre el papel del propio investiga­dor. Para ello apelo a unos magníficos comenta­rios que J. Alsina elabora sobre El Hermótimo de Luciano de Samosata. Ya, desde entonces, encontramos lúcidas reflexiones: “La actitud ra­dical de Luciano ante la locura humana ‑escri­be este autor‑ se manifiesta de un modo típi­camente semita: por un lado, por lo que se ha querido llamar “afán de sabotaje”; por otro, su tendencia ético‑subjetiva. La actitud “sabotea­dora” de Luciano aparece claramente cuando tomamos sus diálogos maduros: imposibilidad absoluta de llegar a la meta de la filosofía, esto es, negación de toda filosofía, la gran creación de Grecia. Por tendencia ético‑subjetiva enten­demos la actitud que valora, no las creaciones metafísicas, sino la posibilidad de educar la conducta humana; no el filosofar sobre la reali­dad objetiva, sino la preocupación por el inte­rior del hombre. Esta tendencia aparece ya, es cierto, en Sócrates, pero es, especialmente, es­toica, y el estoicismo es la creación de un semi­ta” (19).

Frente al consumo y la publicidad este texto nos sirve de buena metáfora. Una gran metáfora sobre nuestra actual situación de investigadores de la publicidad y el lenguaje; actitud teórica que, en muchos momentos, debe guarecerse del vendaval relativista, que tantas consecuen­cias ejerce sobre el trabajo sociológico. No de­bemos olvidar a este respecto que la investiga­ción publicitaria no debe ni puede ofrecer una guía moral, pero tiene, como la sociología, una cierta y curiosa relación con la ética, esa ética que M. Weber definió como ética de la respon­sabilidad. Una ética que deriva sus criterios para la acción de un conjunto de comentarios probables antes que de principios absolutos. Esta inquietud queda maravillosamente bien ex­puesta por P. Berger y H. Kellner. Acabo con sus propias palabras: “La sociología no puede resolver el problema del relativismo, en el sen­tido de arbitrar entre sistemas de significado en conflicto mediante el intento de llegar a la ver­dad última. Supuesto que este arbitraje sea po­sible en todo caso, la tarea debe encomendarse a la filosofía, a la ética y a la teología”... “La va­riedad de significados humanos ‑terminan es­tos autores‑ impresiona al sociólogo y también lo hace su carácter precario. Precisamente por­que todos los mundos humanos son “construc­ciones”, son frágiles, contingentes y destinados a desaparecer en último término”... “Cabe, pues, concebir toda sociedad como un tejido de significados, precariamente ensamblados, me­diante los cuales los seres humanos tratan de encontrar una guía para sus vidas, consuelo e inspiración ante los sentimientos de la finitud y de la muerte” (20).

 

(1) Cfr. J. Gaos, Historia de Nuestra Idea del Mundo, FC.E., México 1973, pp. 712‑713.

(*) Remito al artículo de Juan A. González Martín presente en este número de “TELOS”.

(2) Cfr. Salvador Giner, Tecnocultura, saber y mudanza social, en “TELOS”, n.° 1, enero 1985, p. 24.

(3) Se requiere un desarrollo que, dentro de los límites de este artículo, no creo oportuno hacer.

(4) Cfr P. Winch, Ciencia Social y Filosofía, Amorrortu, Buenos A­ res, pp. 21, 27, 42 y 79. Y su réplica al trabajo de 1. C. Jarvie, Comprensión y Explicación en Sociología y en Antropología So­cial en La Explicación en las Ciencias de la Conducta, Alianza,Madrid 1970, pp. 166, 184‑185 y 192.

(5) Cfr, A. J. Greimas, Actualidad del Saussurismo en Ferdinand de Sausurre, Siglo XXI, México, 1971, pp. 24‑25.

(6) Cfr. A. Tornos y R. Aparicio, Dimensiones éticas de la enseñan­za, Marova, Madrid. 1978, pp. 44.

(7)     Cfr. M. Bunge, Culture as a Subsystem of Society, 1976 (Citado por J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Alianza, Madrid 1979, t‑1, p. 708).

(8)     Cfr. Como buenos manuales de introducción se pueden consul­tar el trabajo de B. N. Meltzer, J. W. Petras & L. T. Reynolds, Symbolic Interactionism. Genesis varieties and criticism, Rou­tledge & Kegan Paul, London, 1975 y la obra de W. Labov, Mo­delos Sociolingüísticos, Cátedra, Madrid 1984.

(9)Cfr. L. LeShan y H. Margeneau, El Espacio de Einstein y el Celo de Van Gogh (1982), Gedisa, Barcelona, 1985, p. 27. Estos co­mentarios arrancan de la obra citada por estos mismos autores de P. Berger, Rumor of Angels, Doubleday, New York, 1961, pp, 71 y ss. (La negrita es mía.).

(10) Cfr. P. Berger y Th. Lukmann, La Construcción Social de la Realidad, Amorrortu, Buenos Ares, 1968, p, 76.

(11) Cfr. H. Tajfel, Grupos Humanos y Categorías Sociales, ¡bid, pp.    49‑50.

(12) Cfr. J. Benavides, Comunicación y Publicidad, “Crítica”, Abril, 1986. Utilizo la noción de “Texto” introducida en R. Barthes (De L'Oeuvre au Texte,”Revue D'Esthétiqué', n.° 3, 1971, pp, 72‑81); por lo tanto no hablamos desde los enfoques más específicos de algunas Teorías Lingüísticas.

(13) Cfr. G Dyer, Advertising as Communication, Methuen & Co. Ltd. London, 1982, esp. Cap. 5‑7 (pp. 86‑157).

(14)    Considero que la “institucionalización aparece cada vez que se da una tipificación de acciones habitualizadas por tipos de acto­res... Las tipificaciones de las acciones habitualizadas que cons­tituyen las instituciones, siempre se comparten, son accesibles, a todos los integrantes de un determinado grupo social” (Cfr, P. Berger y Th. Lukmann, La construcción social de la realidad, ibid., p. 76). Aclara mucho este enfoque la lectura de R. Apari­cio, Cultura y Sociología, Ed, Narcea, Madrid 1981, esp. pp, 128‑143,

(15) Nos ofrece J. Ortega y Gasset unas reflexiones muy didácticas en su ensayo Ideas y Creencias, EspasaCalpe, Madrid.

(16) Cfr. M. Villegas López, La nueva cultura, Taurus, Madrid 1981, p. 16.

(17) Cfr, J. L. López Aranguren, Sobre imagen, identidad y hetero­doxia, Taurus, Madrid 1981, pp. 19 y 22.

(18) Cfr. J. Benavides, La narración oral y el cuento maravilloso, en “Memoria Académica”, Instituto Fe y Secularidad, Madrid 1984, pp. 100‑102.

(19) Cfr, J, Alsina, Introducción a las Obras de Luciano (Tomo I), Ed, Alma Mater, Barcelona 1962, pp, XII‑XIII

(20) Cfr. P. Berger & H. Kellner, La Reinterpretación de la Sociología, EspasaCalpe, Madrid 1985, pp, 111‑112.