Jorge Ramírez Caro*
Todo proyecto educativo
debería hacer un esfuerzo por liberarnos de lo consabido, purgarnos de la
visión estereotipada, salvarnos del prejuicio, posibilitarnos una constante
deseducación de todos aquellos lastres que opacan, obstruyen y retrasan la
percepción, la apropiación, la comprensión, el análisis, la interpretación y la
explicación de la realidad social, histórica y cultural en la que vivimos con
los otros y desde la que nos convertimos en sujetos del proceso de saber. Pero
desafortunadamente nuestro sistema educativo no está haciendo dicho esfuerzo ni
mucho menos nos prepara para que nosotros lo ejecutemos por nuestra propia
cuenta. El orden está interesado en mantenernos bajo su tutela, amordazados y miopes
ante los problemas que nos afectan. Romper el cordón umbilical de esta nodriza
que castra debería ser nuestro cometido como educadores conscientes, críticos y
autocríticos.
La educación es una
tarea colectiva: en ella se involucra la familia, la comunidad, las
instituciones y el país. Todos ponen su grano de arena para que quien estudie
se cultive, crezca, florezca y dé abundantes frutos. Además del cariño y la
comprensión, la familia pone el alimento, la ropa y los útiles. Los del barrio
se acuestan temprano para que quienes estudian puedan tener su merecido
descanso y en el día hacen silencio para que se concentren y puedan hacer sus
tareas cotidianas. El pulpero y el panadero se levantan temprano para poner el
pan, la leche y la natilla a disposición de quienes ocupan comer antes de ir a
clases. Los autobuseros ponen buses que cubran rutas lejanas para que quienes
estudian puedan llegar a tiempo a sus centros educativos. El gobierno paga las
planillas de maestros y profesores, dispone de un presupuesto para construir
escuelas y colegios para que no dejen de cultivarse los hijos de la patria y
puedan alcanzar bienestar material y espiritual para sus familias, sus
comunidades y su país. Esos espacios educativos no dejan de demandar de la
participación constante y activa de las comunidades en las que se asientan:
bingos, rifas, tómbolas, competencias, concursos y turnos son organizados con
el fin de recolectar fondos para mantener vivos aquellos centros donde sus
hijos aprender las letras y los números. Todos esperan que aquellos que se
están cultivando lleguen a crecer, florecer y frutecer. La familia, la
comunidad, el país esperan que aquellos frutos no sean amargos, no estén
podridos, ni sean manzanas de la discordia, sino todo lo contrario: todos queremos
que sean frutos que alimenten, que satisfagan, que fortalezcan, que salven a
todos y que nos abran el apetito y las ganas de seguir haciendo todo tipo de
esfuerzo por construir un mundo mejor y alcanzar una mejor calidad de vida.
Pero la educación que
hemos recibido (que debería tener otro nombre) no es una educación progresiva,
proyectiva y utópica, sino una educación regresiva, retentiva y castradora: en
lugar de conducirnos hacia la excelencia nos ha llevado hacia la mediocridad,
hacia la medianía; en lugar de sacarnos del estancamiento mental y material
cada vez lo agudiza más. No salimos de ella motivados, entregados al trabajo de
cultivarnos y disciplinados en el esfuerzo continuo y perseverante, sino que de
ella volvemos desmotivados, entregados al facilismo, procurando el mínimo
esfuerzo, el descompromiso. Una que otra vez, en vista de ese espíritu
indomable que nos es natural, nos abrasa la fiebre de escudriñar, indagar y
cuestionarlo todo por un par de horas, para después caer en una indiferencia
enorme ante todo aquellos que demande entrega, esfuerzo mental y perseverancia.
Perdemos el entusiasmo cuando nos enteramos de que la empresa en la que nos
metimos demanda trabajo, constancia y disciplina y que el conocimiento no es
una cuestión que cae del cielo, sino que hay que participar para crearlo y
construirlo.
Venimos de una sociedad
y de una cultura que ha cultivado en nosotros la esperanza de que los problemas
se resuelven mágicamente, de que el dinero sale de la nada y de que sólo las
bestias y los otros son los que tienen que trabajar duro para salir adelante y
obtener lo que ocupan. En lugar de trabajo, empeño y tesón, preferimos los
juegos de azar, el negocio fácil y oportuno y todo lo que represente ganancia
abundante y rápida sin tener que mover un dedo. En vista de esta predilección,
a nivel educativo nos apuntamos en las carreras más cortas y que ofrezcan el
sueño de comenzar a ganar dinero antes de terminarla. Más que partícipes de los
acontecimientos preferimos ser pasivos y menguados espectadores, consumidores a
la distancia de lo que otros dicen y hacen. Pero, eso sí, somos feroces
combatientes de todo aquel que se atreva a remontar vuelo y avanzar: igualamos
hacia abajo. Jamás quien está abajo estancado aspira a alcanzar a quien le aventaja;
una serruchada de piso es suficiente para poner al otro a la estándar y
mediocre altura.
Algo hay que hacer para
poner freno a esa regresión: cultivo, trabajo, disciplina, perseverancia,
ética, compromiso solidario, utopía. Atrás deben quedar las excusas de que aún
no es tiempo, de que todavía no ha llegado la hora, de que los estudiantes no
tienen la madurez suficiente para empezar a comprometerlos y a
responsabilizarlos en el proceso enseñanza-aprendizaje. La complicidad de
padres y profesionales para no hacer yunta juntos no es más que un premeditado
juego en el que ninguna de las partes quiere comprometerse para romper de una
vez por todas con las telarañas de intereses que tienen cautiva a la educación
y dispone de ella a su antojo para que trabaje a favor de proyectos políticos,
económicos e ideológicos que ningún beneficio deparar ni a las familias, ni a
las comunidades, ni a la patria.
Para deseducarnos
tenemos que comenzar a liberarnos de todas nuestras perezas, de todas nuestras
indiferencias y de todos nuestros individualismos. No podemos seguir pensando
que la educación sola nos va a conducir a ninguna parte, mucho menos si se
trata de la que hasta este momento hemos recibido. En lugar de seguirnos
educando en la misma línea en que lo hemos hecho hasta ahora, deberíamos
comenzar a destejer toda esa maraña de discursos, de prácticas y actitudes que
nos han convertido en pasivos, conformistas y cómplices. Deseducarnos no es
sólo liberarnos de esta educación castrante, sino también de los docentes que
fungen como castradores, de los padres de familia y de los estudiantes
cómplices y de las instituciones politizadas que reproducen en su interior las
contiendas políticas que se expresan a nivel macro. En tal sentido, la
deseducación no es una cuestión que competa sólo a los docentes, a los padres
de familia y a los estudiantes, sino a las instituciones y a la sociedad
entera.
Lamentablemente, quienes
se suponen más preparados, conscientes, libres y motivados para dar una lucha
en este sentido, tienen sus pasiones puestas en otras preocupaciones: su
seguridad laboral, su entrada económica, su posición o relación política con el
próximo director, con el decano que viene o con el rector que ganará las
elecciones. Los docentes se comportan como verdaderos emisarios de los
políticos de turno, esto quiere decir que sus compromisos académicos jamás
reñirán con sus compromisos políticos. Por esta razón, sus esfuerzos por
desenmascarar esa complicidad son absolutamente improductivos cuando no nulos.
Un docente que actúa según los parámetros establecidos por un sistema
interesado en que nadie se salga de los rieles es un docente castrado,
domesticado y acrítico que lo único que hace es castrar, domesticar y volver
acrítico a sus estudiantes. La relación entre educación y política que debería
ser trascendental para que cada partido se preocupara por ofrecer mejores
condiciones de vida académica, material e intelectualmente hablando, termina
siendo nefasta para una sociedad acostumbrada a pensar todo dentro de unos
parámetros que, por la fuerza de la costumbre, se han visto como naturales: por
más preparación académica que se posea, nada es posible si se está fuera de la
argolla política. El vista de no poder desenmascarar esta complicidad, en vista
de no saber dónde están las verdaderas causas de los males que aqueja a nuestra
sociedad y a nuestra educación, comenzamos a despotricar contra todo sin saber
exactamente hacia dónde apuntar el dedo.
Algo hay que hacer para
que el binomio educación-política vuelva a pensarse y a practicarse dentro de
la lógica del beneficio colectivo, del bien común y no desde la lógica de los
intereses partidistas y personales. Para ello retomemos cuál debe ser el papel
por cumplir de los más directamente implicados en el proceso enseñanza-aprendizaje:
los estudiantes, los docentes y los padres de familia. Me refiero sólo a estos
por ser quienes se vuelven permisivos, practicantes y reproductores de las
políticas educativas emanadas de las clases dirigentes de turno.
Como estudiantes,
debemos dejar de refugiarnos en las excusas para ocultar nuestra falta de
compromiso y de responsabilidad en el proceso enseñanza-aprendizaje. Cuando no
acertamos a responder con las tareas de un curso que ha requerido otro
anterior, solemos decir que en el primer curso no nos enseñaron nada o que los
profesores sólo se presentaron unas cuantas veces o que nunca se pusieron de
acuerdo en cuanto a lo que iban a enseñarnos, ya que unos enseñaron unas cosas
y otros, otras. Así, lo que para uno estaba bien, para otro estaba mal. Si
realmente estuviéramos interesados en cultivarnos, poco nos debería importar si
los profesores cumplen o si nunca se pusieron de acuerdo. No podemos seguir
atenidos a que los docentes lo hagan y lo digan todo para eximirnos de tener
que hacer algo.
En vista del
sometimiento y del formateado de cerebro a que estamos expuestos con el tipo de
educación que recibimos, llegamos a creer que todos los profesores deberían
pensar de la misma manera, poseer la misma formación y repetir las mismas
palabras para que se evidencie la igualdad y la coherencia de criterios e ideas
sobre las cosas que enseñan. Llegamos a dar por sentado de que la bibliografía
sólo está para adornar los programas del curso y que nada estamos obligados a
realizar por nuestra propia cuenta. No nos percatamos de que los libros no son
catecismos y que los profesores tampoco consumen los libros para recitarlos,
sino para cuestionarlos y rebatirlos, para poner de relieve los aportes y las
deficiencias de los manuales y textos.
A propósito de lo
anterior, los docente no siempre consumimos los libros como catecismos o
manuales, sino como pretextos para llegar a otra parte del conocimiento, jamás
como santa palabra sobre los fenómenos que se estudian. Como profesores debemos
poner en práctica una serie de estrategias de lecturas que nos ayuden a
deseducarnos de los vicios heredados de un sistema que nos mantiene casi todo
el tiempo llenando papeles y no nos deja oportunidad para leer, investigar y
escribir. Los libros deben ser tomados como puntos de referencias, como
provocaciones y como suscitadores de nuevas voces, como pretextos para llegar a
otro punto no visualizado por el manual. En este sentido, ni el recitado ni la
consagración de los manuales pueden ser la estrategia metodológica para generar
un conocimiento que nos deseduque de todos los males que con el abecedario y
los números han sido sembrados en la tierra fértil de niños y jóvenes. Tan
miope resulta el apego a la letra como el carecer de ella. Sólo se puede pensar
en la otra orilla si nos ubicamos en una. Consultar más de una fuente es
cognitivamente más saludable que la santificación de un solo libro de texto.
Esa pluralidad es la mejor base para edificar lo que está por venir de una
educación que se sueña democrática, plural, libre de todos los encierros en los
que el sistema educativo la ha confinado.
A veces quienes se
excusan por los estudiantes son los padres de familia, otro de los pilares
sobre los que asienta esta educación pasiva: es que no pudimos conseguir los
libros, es que en este pueblo no hay bibliotecas, es que la biblioteca estuvo
cerrada, es que no tuvo tiempo porque se lo llevaron a ver el partido, es que
los jóvenes necesitan un poco más de descanso, un poco de más vacaciones para
recuperar fuerzas, es que... Cuando la excusa por falta de tiempo o por
carencia de material no es suficiente, se recurre a otra excusa más vil que
pone de relieve la mediocridad: es que a mi hijo le cuesta y necesita de la
colaboración y apoyo de los profesores para poder salir adelante. Con ese paño
de lágrimas acuden los padres de familia a los centros educativos primarios y
secundarios y con esa misma excusa llegan los estudiantes a la universidad:
toda la vida se la pasan mendigando una nota y para salir adelante lo único que
hacen es llorar y contar con el cómplice apoyo de sus padres y de profesionales
que dictaminan minusvalía mental y baja autoestima en ese tipo de mal llamados
estudiantes.
¿Hacia dónde nos puede
conducir una educación que no sólo castra, sino que también posibilita que los
padres y los estudiantes se autocastren para poder arriban a buen puerto sin
contratiempo alguno? Algo hay que hacer para acabar con este tipo de educación
que ha creado semejante sociedad o acabar con semejante sociedad que se
complace en una educación así. Cuando estudiantes, profesores y padres de
familia se excusan por no hacer lo que tenían que hacer o por no saber lo que
era materia de cursos anteriores, es prueba inequívoca de que no saben de dónde
vienen, por qué están aquí ni para dónde van. La excusa delata su falta de
compromiso, su falta de trabajo y su falta de disciplina. La excusa
desenmascara su falta de responsabilidad con todo aquello que se asumió como
deber y como derecho cuando se firmó un contrato de matrícula y un contrato de
trabajo. Por eso es que no se puede seguir educando en esa dirección. Urge
desconectarnos de la hipnopedia. Precisa dejar de seguir formateando cerebros.
Deseducarnos sería la salida.
Deseducarse es: a)
limpiarse los ojos mentales, adquirir una nueva percepción y poder ver el mundo
con una nueva luz, nacer al principio de las cosas sin perder su trayectoria;
b) estar motivado, hacer las tareas y las vueltas necesarias para salir
adelante y no dejar de insistir hasta conseguir las metas propuestas; c)
desinstitucionalizarse, desinstalarse, despojarse, quedar a la merced de la
fuerza de la duda y nunca bajo la sombra seductora y protectora del poder que
envilece, languidece el espíritu y somete sueños y conciencias; d)
desintoxicarse de tanto opio, tanta alineación, tanta mentira, tanto
estereotipo, tanta falacia, tanta tautología, tanta publicidad, tanta
mediocridad y medianía, tanta basura mental que circula permanentemente por los
medios masivos; e) desenterrarse de la fosa donde lo ha colocado el sistema,
desengancharse de la maquinaria donde nos han puesto a fungir como la pieza más
preciada y que garantiza el perfecto funcionamiento del orden; f)
desmentalizarse de tanto arribismo, de tanto individualismo, de tanta
competencia, de tanto consumismo vano que lo único que asegura es la
sobrevivencia de la lógica del mercado y consolida la permanencia de los
poderosos de siempre en sus cumbres, en calidad de dioses intocables, fuera de
toda ley y por encima del bien y del mal.
Deseducarse es: a)
volverse tierra fértil, hacerse surco, escoger la semilla que se quiere
depositar y sembrarla en la mente, en el corazón y en el espíritu, dedicarle
tiempo, cuidar el brote de las raíces, darle la luz y el agua necesarias, crear
las condiciones básicas, velar porque aquello que va a ser un gran árbol
alcance la altura necesaria, la consistencia requerida para que vengan las
flores y los frutos jugosos que aplacarán la sed y el hambre y dejarán aún
ganas por esa luz titilante allá en el fondo; b) erradicar de una vez para
siempre el viejo árbol de la ciencia del antiguo paraíso oligárquico, matar a
fondo las más profundas raíces, percatarse de que ninguna de sus antiguas
plagas quede viva (no hay cosa más perjudicial que un matapalo, que una planta
parásita, que una sanguijuela mamando sabia y sangre que nunca trabajó y por la
que nunca pasó un mal verano ni una sequía); c) poseer, practicar y testimoniar
una posición ética en el quehacer humano cotidiano, profesional, laboral: quien
hace diferencia entre ser hombre o mujer, ser académico y ser padre o madre es
porque practica una moral muy laxa, ajustable a las circunstancias y
dependiente de los estados climatológicos; d) asumir la educación como una
tarea política, en el sentido de que enseñe a pensar, a idear y a crear una
sociedad crítica y autocrítica, solidaria y justa, democrática y libre, capaz
de buscar y luchar por el cambio de una sociedad vertical en una sociedad
horizontal; e) convertir la educación en una tarea económica, en el sentido de
que cree las condiciones necesarias para construir una sociedad con mejores
condiciones materiales y espirituales, mejores oportunidades y mejor calidad de
vida; f) finalmente, no olvidar que la educación es una máquina de generar y
suscitar sueños y esperanzas, expectativas y futuros, razón por la cual no se
debe abandonar su dimensión utópica para que nunca dejen de existir soñadores y
para que a nadie le falten las alas que lo lleven a otras puertas, a otros
caminos, a otros mundos, a otras manos unidas a miles de manos unidas. Con una
educación así, ¿qué gigante con botas de siete leguas pasará?
Una educación que siga
midiendo la asimilación, la retención y la reproducción de contenidos, en lugar
de formar para la libertad lo que hace es adoctrinar para la sujeción. Una
educación que acondiciona, ajusta, lima, pule, regula y hace que los educandos
calcen y formen parte del sistema nunca podrá ofrecernos independencia mental y
material. Si ser educado es inscribirse en el plano de lo establecido, mantenerse
dentro de lo ordenado, entonces yo prefiero deseducarme y ser un ineducado.
Sabemos la razón por la cual el sistema no quiere que haya ineducados: teme que
pongan en peligro el orden. He aquí la razón del carácter gratuito y
obligatorio de la educación costarricense: este tipo de educación mutila,
amaestra, domestica, deshabilita a los estudiantes para que ejerzan una actitud
crítica y autocrítica. Los educandos salen con una minusvalía para
independizarse sentimental, ideológicamente y materialmente del sistema que los
aliena y anula. En lugar de descubrirnos como sujetos terminamos siendo
sujetados y objetivados por el poder: en ellos el conocimiento no cumple
ninguna función generadora y productora de transformación de sí mismos ni del
mundo en que viven. Con una educación así, cualquier gato con botas nos
embauca, mucho más un gigante con botas de siete leguas.
Hoy más que nunca urge
aquello de borrón y cuenta nueva, para erradicar esa actitud sumisa,
conformista y pasiva con la que hemos sido poseídos, con la que hacemos patente
la presencia del poder en nosotros. Debemos dejar de creer que todo está dicho
y hecho y que nada más hay que memorizar y reproducir. Quien no se compromete
ni se responsabiliza en un proceso de enseñanza-aprendizaje que lo transforme a
sí mismo para transformar la realidad no podrá decir que sabe. Nadie educa si
no despierta, motiva, entusiasma, mueve, conmueve y si no se compromete en
cultivar sujetos de conocimiento y no objetos. Nadie se educa, nadie se cultiva
si no asume una responsabilidad y un compromiso como sujeto activo, dinámico y
sensible del proceso. Si este no es la función de la educación, ¿cuál es su
norte?
Creo que el principal reto de la
educación es siempre la deseducación. Deseducarse es el proceso mediante el
cual erradicamos los prejuicios y estereotipos heredados y la actitud pasiva y
conformista con que solemos aceptar las ideas y los proyectos de otros.
Deseducarnos implica descolonizarnos, desalienarnos, desobjetivizarnos para
alcanzar nuestra libertad, nuestra propia visión y nuestra condición de
sujetos, ideológica y materialmente independientes. Es volver a ser nosotros
mismos, dejar de vivir la vida, los sueños y los proyectos de otros.
Deseducarse es una forma de reinventar, recrear y reescribir la vida: aquella
vida que abandonamos cuando entramos a la escuela, vida inquieta, imaginativa,
creativa, generadora de relaciones y conexiones libres y sanas. Deseducarse es
recuperar nuestra memoria histórica y cultural, nuestros sueños y esperanzas,
nuestras topías y utopías para construir un mundo justo, pacífico, democrático
y solidario, para que el único norte de nuestros pueblos sea el generar calidad
de vida material y espiritual para todos, sin la ingerencia ni la asesoría de
ningún gigante con botas de siete leguas.
* Escritor, tallerista literario y educador. Profesor en la Universidad Nacional y en la Universidad de Costa Rica. Autor de obras como: La máquina de los recuerdos (1993), Los rituales del poder (1997), Sombras de antes (1998), Guía de razonamiento verbal (2000), Las cenizas del sentido (2001), Los juegos del duente (2003), Pensamiento hábil & creativo (2003) (coautor). y artículos en revistas especializados